-Una promesa cumplida-
¡Otra vez se había dejado el mp3! Como en un recurrente acto fallido de ésos de Freud. Aunque a él todos esos rollos le parecían paparruchas, estaba empezando a pensar si no habría un poso de verdad -pequeño, desde luego, muy pequeño- en todo ello, porque era ya la quinta vez que le sucedía.
En la primera ocasión, cuando vio que no estaba caído entre los asientos del Nissan, y que en casa tampoco aparecía, creyó que lo había perdido a saber cómo. O que aparecería en el sitio menos pensado. En él no era nada raro despistar cosas. Por eso precisamente su descreimiento para con Sigmund: de tener razón, la lectura sería la de que él estaría dejando pistas a todo el mundo sobre todo lo que era él, perversas fantasías incluidas. ¡Y hasta ahí podíamos llegar! Nada de sutilezas: él era bien clarito para verbalizar los deseos eróticos. No los tenía nada reprimidos. ¡Que le preguntasen, si no, a la médica de su postadolescencia, que no llegó a tocarle nada, pero no sería porque él no lo hubiese repetido en voz alta, como un sortilegio, más de 20 veces -“quemetoquealgopordios quemetoquealgolo que sea”-! Y eso en los escasos tres minutos que duró la visita.
En esa primera ocasión en que a su mp3 le crecieron patas, al volver el lunes al trabajo encontró en su mesa una llave pequeña junto con un postit de ésos que parecen mordidos por un ratón: “Creo que es tuyo”. Enseguida identificó el llavín: era idéntico al suyo, el que daba acceso a su cajón en la mesa (el de arriba), ése en el que, a la hora de salir, derramaba de una sola barrida todo lo que había desparramado a lo largo de las 8 horas anteriores. ¡Ahí se iba a quedar él cinco minutos más a organizar! ¡De qué! ¡Si además, al día siguiente, no iba a tardar ni medio minuto en caotizarlo todo de nuevo!
Con curiosidad, probó la llavecita en el cajón de abajo. ¡Eureka! Sobre una colección de objetos tan increíble como la suya propia, aunque más colocados, estaba su mp3. Miró de reojo a su alrededor y, al comprobar que nadie se fijaba en él, actuó con toda la naturalidad que le permitían sus nervios. Como si de sus propias cosas se tratase, sacó lo primero que llamó su atención y cerró de golpe el cajón, consciente de estar violando un espacio privado.
¿Quién (de los tres que aparecían en la foto) sería su homólogo matinal? Ése que compartía “su” silla, “su” monitor, “su” mesa, “su” actividad, pero nada más (ni su cajón, al menos hasta hoy) ¿sería el de las gafitas? Seguro. Parecía un ratoncillo, y su postit estaba roído... -se dijo internamente muerto de risa; pero qué golpes se le ocurrían a veces-. La tía no estaba nada mal. La llevaban los dos, el ratoncito y el calvo, a la sillita de la reina, y enseñaban los tres unos dientes perfectos. Tenían que ser hermanos. Tanta complicidad no podía darse en un trío, ya fuesen amigos, pareja y amigo, trío de hecho... Perdió toda la tarde haciendo su trabajo mecánicamente mientras su mente intentaba decidirse entre los tres. Al final no será ninguno, verás, se dijo mientras ejecutaba su habitual barrida/findecurro. Cuando estaba llegando a su casa, se golpeó la cabeza contra el volante y, haciendo un cambio de sentido prohibido, salió a toda leche hacia el trabajo: ¡había barrido la foto a su propio cajón en lugar de devolverlo a su lugar de origen!
En los siguientes tres olvidos (ya empezaba a dudar de si llamarlos así) de su mp3, éste volvió a aparecer, pero sobre la mesa y sin postit. Ya nunca más en el cajón de su compañero. Le inquietó ese gesto, porque estaba seguro de haberlo dejado todo tal y como lo encontró, añadiendo al llavín una nota desenfadada e impersonal, en el mismo postit mordido: Muchas gracias, colega. Te debo una. Salvo la foto que hizo con su móvil a la imagen del trío, y que descargó rápidamente en su ordenador, con la paranoia típica del que se ve pillado a la menor, nada podía haberle delatado. Además, si le había dejado la llave, fuese quien fuese, sería porque no había nada que intentase preservar, ¡digo yo! ¡ya haría falta ser tonto!
Ahora le había vuelto a suceder, pero no pensaba volver a por él. Sabía que el ratoncito se lo dejaría allí, como las últimas veces. Lo que le daba rabia era que pudiese llegar a pensar como Freud y concluyese que lo hacía para poder volver a registrar su cajón o algo así. ¿Y por qué iba a pensar esa tontería? ¿Y por qué le preocupaba a él lo que el ratoncito pensara? ¡Pues porque no era verdad, joder! Sí, ya, pero ¿por qué estaba pensando él en el ratoncito? Vaaale. Confieso: estoy pensando en la posibilidad de que no se trate del ratoncito sino de ella. ¡Pero lo del mp3 ha sido olvido! ¡Todas las veces! ¡Joder, que también se dejaba cosas en casa y ahí no esperaba que nadie le dejase un postit mordisqueado! ¡Maldito Sigmund! ¡Maldito y delirante! ¿A que vuelvo a por el mp3 y le echo a la mmmmiiieeerrrda toda su teoría sobre los actos fallidos? Bah, que piensen lo que quieran. ¡Freud, el ratoncito, la de la sonrisa encantadora –sí, era encantadora, su sonrisa, pero no pasa nada, joder- y la madre que los parió! ¡Qué manía le estaba cogiendo a la niña ¿eh?! ¿Por qué tenía ella que pensar nada de él? Aceleró y subió el volumen de la radio para evitar la pregunta que estaba a punto de hacerse. ¿Pero Roger, tío, tú estás lo…? Tequieroparatoooooooooo dalavida tequieroparatoooooooooooooooo dalavidaaa yoseríalapersona máaaaaaas feliiiiiiiiz… Empezó a desgañitarse. ¡Qué manía le tenía también a esta canción! Paratooooooooooo dalavidaaaa tequieroparatoooooooooo… Llegó a casa agotado.
Cenó frente a Maca. ¡Cómo se le parecía la chica de la foto! En nada. No se parecían en nada. O a lo mejor sí. No recordaba cómo era la chica de la foto. Sabía que sonreía. Los tres lo hacían. Pero no tenía la menor idea de si la sonrisa de ella era encantadora o forzada. Estaba rellenando su imagen a su antojo. ¡Y todo por culpa del condenado mp3! Se inundó de cotidianidad y decidió acostarse. Hoy no tenía ganas de chatear y volverse loco con los culebrones que se fabricaban en dos frases mal dichas.
Antes regó su planta. ¡Cómo te quiero, plantita, aunque no me hagas ninguna compañía! Claro que yo a ti te tengo más abandonada que la madre de Marco a su hijo, con el agravante de que yo no me he ido a los Andes. Y tú ahí, resistiendo. ¡Pero qué agradecida eres! Joder, ¡pero si es que ya casi ni tienes hojas y no se sabe ya ni hacia dónde creces! Qué poco agraciada eres ¡y yo qué poca vergüenza tengo! Le dio mentalmente un besito de buenas noches, agradeciendo infinito que los pensamientos no se condensaran en visible bocadillos de tebeo, y se fue a la cama. ¡Joooooooooooo deeeeeeeeeeeer! ¡El mp3! ¡Si estaba en la mesilla! Se descohonaba. ¡Sería idiota!