Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

jueves, 26 de julio de 2007

ES TAN AGRADECIDA Y, AL TIEMPO, TAN POCO AGRACIADA, LA POBRE... (R. Creek)





-Una promesa cumplida- 

¡Otra vez se había dejado el mp3! Como en un recurrente acto fallido de ésos de Freud. Aunque a él todos esos rollos le parecían paparruchas, estaba empezando a pensar si no habría un poso de verdad -pequeño, desde luego, muy pequeño- en todo ello, porque era ya la quinta vez que le sucedía. 

En la primera ocasión, cuando vio que no estaba caído entre los asientos del Nissan, y que en casa tampoco aparecía, creyó que lo había perdido a saber cómo. O que aparecería en el sitio menos pensado. En él no era nada raro despistar cosas. Por eso precisamente su descreimiento para con Sigmund: de tener razón, la lectura sería la de que él estaría dejando pistas a todo el mundo sobre todo lo que era él, perversas fantasías incluidas. ¡Y hasta ahí podíamos llegar! Nada de sutilezas: él era bien clarito para verbalizar los deseos eróticos. No los tenía nada reprimidos. ¡Que le preguntasen, si no, a la médica de su postadolescencia, que no llegó a tocarle nada, pero no sería porque él no lo hubiese repetido en voz alta, como un sortilegio, más de 20 veces -“quemetoquealgopordios quemetoquealgolo que sea”-! Y eso en los escasos tres minutos que duró la visita.

En esa primera ocasión en que a su mp3 le crecieron patas, al volver el lunes al trabajo encontró en su mesa una llave pequeña junto con un postit de ésos que parecen mordidos por un ratón: “Creo que es tuyo”. Enseguida identificó el llavín: era idéntico al suyo, el que daba acceso a su cajón en la mesa (el de arriba), ése en el que, a la hora de salir, derramaba de una sola barrida todo lo que había desparramado a lo largo de las 8 horas anteriores. ¡Ahí se iba a quedar él cinco minutos más a organizar! ¡De qué! ¡Si además, al día siguiente, no iba a tardar ni medio minuto en caotizarlo todo de nuevo! 


Con curiosidad, probó la llavecita en el cajón de abajo. ¡Eureka! Sobre una colección de objetos tan increíble como la suya propia, aunque más colocados, estaba su mp3. Miró de reojo a su alrededor y, al comprobar que nadie se fijaba en él, actuó con toda la naturalidad que le permitían sus nervios. Como si de sus propias cosas se tratase, sacó lo primero que llamó su atención y cerró de golpe el cajón, consciente de estar violando un espacio privado. 

¿Quién (de los tres que aparecían en la foto) sería su homólogo matinal? Ése que compartía “su” silla, “su” monitor, “su” mesa, “su” actividad, pero nada más (ni su cajón, al menos hasta hoy) ¿sería el de las gafitas? Seguro. Parecía un ratoncillo, y su postit estaba roído... -se dijo internamente muerto de risa; pero qué golpes se le ocurrían a veces-. La tía no estaba nada mal. La llevaban los dos, el ratoncito y el calvo, a la sillita de la reina, y enseñaban los tres unos dientes perfectos. Tenían que ser hermanos. Tanta complicidad no podía darse en un trío, ya fuesen amigos, pareja y amigo, trío de hecho... Perdió toda la tarde haciendo su trabajo mecánicamente mientras su mente intentaba decidirse entre los tres. Al final no será ninguno, verás, se dijo mientras ejecutaba su habitual barrida/findecurro. Cuando estaba llegando a su casa, se golpeó la cabeza contra el volante y, haciendo un cambio de sentido prohibido, salió a toda leche hacia el trabajo: ¡había barrido la foto a su propio cajón en lugar de devolverlo a su lugar de origen!

En los siguientes tres olvidos (ya empezaba a dudar de si llamarlos así) de su mp3, éste volvió a aparecer, pero sobre la mesa y sin postit. Ya nunca más en el cajón de su compañero. Le inquietó ese gesto, porque estaba seguro de haberlo dejado todo tal y como lo encontró, añadiendo al llavín una nota desenfadada e impersonal, en el mismo postit mordido: Muchas gracias, colega. Te debo una. Salvo la foto que hizo con su móvil a la imagen del trío, y que descargó rápidamente en su ordenador, con la paranoia típica del que se ve pillado a la menor, nada podía haberle delatado. Además, si le había dejado la llave, fuese quien fuese, sería porque no había nada que intentase preservar, ¡digo yo! ¡ya haría falta ser tonto!

Ahora le había vuelto a suceder, pero no pensaba volver a por él. Sabía que el ratoncito se lo dejaría allí, como las últimas veces. Lo que le daba rabia era que pudiese llegar a pensar como Freud y concluyese que lo hacía para poder volver a registrar su cajón o algo así. ¿Y por qué iba a pensar esa tontería? ¿Y por qué le preocupaba a él lo que el ratoncito pensara? ¡Pues porque no era verdad, joder! Sí, ya, pero ¿por qué estaba pensando él en el ratoncito? Vaaale. Confieso: estoy pensando en la posibilidad de que no se trate del ratoncito sino de ella. ¡Pero lo del mp3 ha sido olvido! ¡Todas las veces! ¡Joder, que también se dejaba cosas en casa y ahí no esperaba que nadie le dejase un postit mordisqueado! ¡Maldito Sigmund! ¡Maldito y delirante! ¿A que vuelvo a por el mp3 y le echo a la mmmmiiieeerrrda toda su teoría sobre los actos fallidos? Bah, que piensen lo que quieran. ¡Freud, el ratoncito, la de la sonrisa encantadora –sí, era encantadora, su sonrisa, pero no pasa nada, joder- y la madre que los parió! ¡Qué manía le estaba cogiendo a la niña ¿eh?! ¿Por qué tenía ella que pensar nada de él? Aceleró y subió el volumen de la radio para evitar la pregunta que estaba a punto de hacerse. ¿Pero Roger, tío, tú estás lo…? Tequieroparatoooooooooo dalavida tequieroparatoooooooooooooooo dalavidaaa yoseríalapersona máaaaaaas feliiiiiiiiz… Empezó a desgañitarse. ¡Qué manía le tenía también a esta canción! Paratooooooooooo dalavidaaaa tequieroparatoooooooooo… Llegó a casa agotado.

Cenó frente a Maca. ¡Cómo se le parecía la chica de la foto! En nada. No se parecían en nada. O a lo mejor sí. No recordaba cómo era la chica de la foto. Sabía que sonreía. Los tres lo hacían. Pero no tenía la menor idea de si la sonrisa de ella era encantadora o forzada. Estaba rellenando su imagen a su antojo. ¡Y todo por culpa del condenado mp3! Se inundó de cotidianidad y decidió acostarse. Hoy no tenía ganas de chatear y volverse loco con los culebrones que se fabricaban en dos frases mal dichas.

Antes regó su planta. ¡Cómo te quiero, plantita, aunque no me hagas ninguna compañía! Claro que yo a ti te tengo más abandonada que la madre de Marco a su hijo, con el agravante de que yo no me he ido a los Andes. Y tú ahí, resistiendo. ¡Pero qué agradecida eres! Joder, ¡pero si es que ya casi ni tienes hojas y no se sabe ya ni hacia dónde creces! Qué poco agraciada eres ¡y yo qué poca vergüenza tengo! Le dio mentalmente un besito de buenas noches, agradeciendo infinito que los pensamientos no se condensaran en visible bocadillos de tebeo, y se fue a la cama. ¡Joooooooooooo deeeeeeeeeeeer! ¡El mp3! ¡Si estaba en la mesilla! Se descohonaba. ¡Sería idiota!

miércoles, 25 de julio de 2007

OMBLIGARSE (R. Creek)



©Allan Teger
Cuando estoy triste me ombligo. Me ovillaría. Pero no. Me ombligo. No hay pena que sienta mayor que la mía, aunque sepa que cualquier causa es más merecedora de lamentos que ésa mía. Mis penas son siempre penas tontas, como de juguete, penas de no venir a qué, penas de risa, ¡pero qué sartrista me ponen! ¡y qué baldada me dejan!

Además, en pleno ombligamiento, veo palmas abiertas hacia mí, y pienso, emocionada: qué bonitas manos, qué inmerecidas, qué gente, ésta, propietaria de unas manos tan… manos. Y el gesto también me pone melancólica y sartriana.

Aunque suene a perogrullada, yo, cuando me ombligo, soy muy yo, muy mía, muy enyoizada, y no hay quien me rescate sino ese yo umbilicado y existencialista que, sin ton ni son, tal y como se ombligó, se desombliga solito. Ridiculeces que tengo.

lunes, 23 de julio de 2007

UN CARPINTERO SIN LÁPIZ (R. Creek)





- ¿Me puede invitar a un cigarrillo?
- Es negro.
- Sí, sí...


Ella continúa leyendo, haciéndose ajena a la llamada tácita de esos ojos azules y hambrientos que cuando buscan palabras solicitan tabaco.

- Es que yo fumo picadura, y ahora con estos dedos... imposible.

Alza la cabeza y lo mira largamente, con una sonrisa de asentimiento que quiere esconder el miedo al contagio del peor virus: el de la soledad. Y, huyendo, vuelve a hundir su cara en la historia del pintor que cabalgaba sobre la oreja de un hombre tan solo, quizá, como éste que no puede ya líar tabaco.

- ¡Un tabaco muy bueno, éste!

A su pesar, vuelve a levantar su rostro hacia el de él. Él aprovecha y continúa, brevemente:

- Sólo lo fumé una vez. De niño. Cuando le robaba tabaco a mi tío. Entonces no me gustaba. Pero es bueno... Muy bueno.

Ella intuye que ese cigarrillo, en realidad, sigue pareciéndole, como en su infancia, el último recurso. Antes, su último recurso para parecer mayor; ahora, su último recurso para recuperar la infancia y retomar el punto inmediatamente anterior a aquél en el que perdió su destreza con la picadura y el papel de arroz. Le sonríe de nuevo sin decir nada, privándose de decirle que ella también lo fumaba sólo cuando se lo robaba a su padre cuando era adolescente, negándose al parecido que le encuentra con ella misma, y vuelve a hundirse en las sábanas con que las lavanderas están pintando el monte.

Él no se rinde, tal es su necesidad de emitir sonidos, de contar historias como las de Herbal. Ahora ella lo tiene de pie, a su lado:

- ¿Me permite que le invite a uno de éstos? –dice con la comisura que le queda libre, mientras le tiende un cigarrillo recién liado. Ella se lo agradece y lo enciende sujetándolo con mimo: está tan flojo que amenaza con deshacerse de nuevo en picadura al menor atisbo de brisa; a ella le recuerda a aquellas trompetas del Rincón de la Victoria; claro que la forma de aquéllas era intencionada y consistente. Sabe que él tiene un monazo terrible de palabras, de oírlas y pronunciarlas. Pero ella teme; precisamente ayer lo estuvo comentando: el miedo a los locos por creer que cualquiera, incluida ella misma, es propenso a la locura. Y huye de nuevo hacia el paisaje de la nieve dominada por un lobo negro.

Él no se va a rendir. Quiere su opiáceo de fonemas.

- Si no le importa ¿me dice qué lee?... ¿de qué trata el libro?

Si fuese otra persona quien le preguntase, le habría dicho que trataba de amor, de soledad, de coraje, de la vida y la muerte, del amor a la vida, del amor a los hombres, de opresiones en el pecho que –no se sabe bien- provocan o son provocadas por la locura, del dolor de matar y el placer doloroso de vivir, de... Pero a él le responde:

- De la Guerra Civil.

Se da por vencido. Y ella intenta en vano volverse a sumergir en la cárcel de A Coruña, pero ya no puede. Ve por el rabillo del ojo cómo él se quita y se pone la camisa; abre y cierra su mochila; coloca su esterilla de playa ya perfectamente colocada...

Vuelven los demás del paseo que ella no ha querido compartir, y él parte, ahora aún más consciente de su mal, que erróneamente había supuesto compartido, carretera arriba, despidiéndose educadamente:

- ¡Hasta luego, señora!

 
Ella piensa, mientras se despide a su vez, que el tratamiento excesivamente cortés en este siglo, hace sentirse, al que lo recibe, más envejecido que respetado, sobre todo cuando el que lo dirige es alguien de más edad que al que va dirigido.

Suben todos la cuesta y, en lo alto, vuelven a verle. Mientras se dirigen hacia él, ella previene: “O es muy raro o está muy solo”, sin ser consciente de que la frase que ha pronunciado es redundante. Él inicia de nuevo su búsqueda desesperada de palabras y, en el cenit ya de su síndrome de abstinencia, se desata desaforadamente, y, confundiendo a Terenci Moix con Stephen King, les habla de que ha estado enfermo; estudiaba filosofía... Pero ahora tiene que volver atrás y empezar a estudiar Primaria. Le interesa la filosofía hindú. “¡Qué buena estás! Perdón” le dice a una, como si fuese el Ramayana el que ha hablado por su boca. Pero insiste: “¿Te puedo decir que estás muy buena?”. Y, sin esperar respuesta: “Estás muy buena”; y el tratamiento de excesiva cortesía se pierde en una mirada de deseo.

Se envuelve solo en una verborrea que no espera más respuesta que un sí o un no: “Salamanca, tierra mía, de arte y sabiduría eres tierra sin igual. Farina tenía un toque en la copla y el fandango. Pero no me gusta Farina.” Se emborracha con el sonido de sus palabras. “Qué triste es esperar solo el autobús de noche. Bueno, y de día" (qué triste es hacer cualquier cosa solo, piensa ella). "Menos mal que han venido. Claro, uno se puede desplazar en su coche. Pero no todos los jóvenes tienen coche. Yo, por lo menos, no tengo. ¿Y ustedes? El tabaco que fumo es el Ideales. Supreme. Ése sí que es un buen tabaco. Cuando tenga dinero, dentro de una o dos semanas, lo compraré. De momento fumo éste. Ahora no tengo dinero. Vamos, para el autobús sí”. Y, aclarando que no les está pidiendo dinero, ríe sin esperar respuesta. No quiere pipas ¡qué más quisiera él que tener paciencia para poder comerlas! Pero le comen los nervios. “Traiga unas pocas, dos o tres... ¿Ven? –dice después de echarse el puñado a la boca y tragarlas tras de masticarlas un par de veces- Yo las tengo que comer así. Me pueden los nervios. Son los nervios”.
 

Suben al autobús y él no encuentra el monedero. Quizá, a fin de cuentas, no era cierto que tuviera para el billete. Pero lo encuentra al final. “Siempre me pasa lo mismo. Es que yo soy así. No sé dónde pongo las cosas”. Se sienta y pide permiso al conductor para abrir la ventanilla “Si a las señoras no les molesta”. El conductor le pregunta por qué y él explica que le molesta el aire acondicionado porque está operado del pulmón. “¡Y fumas!”, le dice, riendo, el conductor. Y él explica que le operaron por eso “Por eso entre otras cosas”. Abre la ventana y lía un cigarrillo. Se sienta detrás e inicia como un lamento entrecortado, que se va hilando como una letanía, pueblo tras pueblo, y termina siendo una canción inventada para ahuyentar horrores: “Que no quiero pensaaaaar, noooooo noooo, que no quiero pensaaaaaar”; primero frases sueltas continuadas mentalmente, la cabeza inclinada hacia las manos, hasta convertirse en un cante ininteligible desde donde están.

Final de trayecto. Él cruza la carretera. Solo. Quizá más solo aún que antes. Se pierden en una infructuosa discusión sobre si es la locura la que lleva a la soledad o, por el contrario, la soledad la que conduce a la locura. Y ella piensa lo solo que a veces puede sentirse uno en un estadio, en un concierto... y lo acompañado que te sientes en otras ocasiones al calor único de tus propios abrazos.




2-9-2001

LA PRINCESA QUE HUÍA DEL MAR (R. Creek)

(Cuento para Sissi. Continuación del de la princesa que no aprendía)

Érase que se era una princesa que no sólo sí sabía sonreír, sino que lo hacía a menudo; tanto, que todos en el reino creían que lo que no sabía era llorar, salvo de risa.

Por supuesto, no estaban en lo cierto, pues la princesa tenía almacenes completos de lágrimas de todos los tamaños y colores. Las lágrimas negras, silenciosas, especiales para las hojas que volaban más allá de las nubes, las guardaba en el cofre del "Vives en mi corazón". Las lágrimas rojas de rabia, con forma de grito desesperado e impotente, en el del "Injusticias que me superan"; cristales salados y azul celeste para las cosas bellas, en el pequeño de "Dulces e irrepetibles ocasiones"; y así hasta mil setecientos cuarenta y ocho tipos. Sí que es cierto que la princesa, que se llamaba Gusanito, los abría poquísimas veces. Tenía los preciosos cristales siempre bajo llave y aun en las ocasiones en las que los necesitaba, solía encontrarles sustitutos del tipo: ira, enojo, enfado, muda tristeza o incluso con su mejor amiga: la sonrisa.

Entre todos esos baúles inundados, había uno que ofrecía un aspecto de fortaleza inexpugnable: el del "Mar de lágrimas", que contenía las que brotaban por el desamor y el desengaño. Éste lo tenía cerrado con ciento un candados en cada una de las seis puertas blindadas, porque sabía que era uno de los más descontrolados y poderosos; no se reducía a mero arroyuelo: se desbocaba en mares y mares sacudidos por todas las fuerzas de la Tierra.

Bien, Sissi: a Gusanito le ha vuelto a suceder. Llegó un mago cargado de ilusiones, frases maravillosas que reflejaban sentimientos hermosos como un arco iris; traía en su chistera millones de besos cálidos y amantes, promesas de amor eterno, palabras y besos y besos y palabras, y más besos seguidos de palabras y más palabras alcanzadas por besos y besos perseguidos por besos... Gusanito descuidó su fortaleza y volvió a amar, con mayor intensidad de la que hubiese creído nunca, y fue dejando caer un cerrojo tras otro hasta dejar abierto el cofre marino, deseosa de que esos amargos cristales no escaparan nunca, franqueados por la inmensa dicha que sentía.

Fue tonta, tonta, tonta como siempre, tonta, tonta, tonta como nunca: el ilusionista, quizá por placer masoquista, quizá por sincera misericordia, decidió que era hora ya de mostrar que ese amor tejido de besos y palabras no era magia auténtica, como había conseguido que creyera Gusanito, sino fruto del ilusionismo mismo: todo tenía truco; la verdad que había enmascarado con tanta habilidad no era más que una dolorosa certidumbre: el mago no amaba; el mago sanaba su propio corazón valiéndose del amor sangrante de Gusanito y, ahora, ya restañadas las heridas del mago, y más lacerantes que nunca las de Gusanito, la dejaba caer de la nube en la que la había hecho levitar, haciéndole ver que hay besos que son sólo palabras y palabras que son sólo eso: palabras.



30/3/01

FREUD Y EL BOLA (R. Creek) / Cuando era más joven (SABINA)


¿Cuántos años tendrá? 16... 17 a lo sumo. Viene riéndose con esa risa nerviosa de quien quiere exorcizar el miedo irracional.

Se sienta, inquieto enciende un cigarro:

- No he parado de fumar en todo el viaje -dice con acento cartagenero- Es que me dan pánico los trenes. Es la primera vez que subo a un tren... Voy todo el camino mirando por la ventanilla...

Los otros se extrañan. Una cree que se trata de una broma, que está imitando el pánico a volar para hacerse el simpático y le ríe la broma. Pero él continúa:

- He montado en todo. ¡Incluso en avión! Pero no me ha dado miedo. En cambio aquí...

Va en serio, para sorpresa de todos. Le animan, le dicen que es el transporte más cómodo y seguro...

- Es que en el autobús, por ejemplo, ves a quien está conduciendo, pero aquí...

- Sí, parece que vaya solo ¿verdad?

- ¡Sí! Como si lo llevaran por ordenador, o algo así.

Sigue hablando sin inhibición, como queriendo noquear al miedo con el verbo.

- Cuando era pequeño...

- De ahí te viene el miedo, ahí está lo que te atemoriza... -dice otra en voz alta, pero como hablando para sí. Él, que no le ha prestado atención, sumido como está en exorcizar el posible descarrilamiento a base de humo, continúa:

- ...vivía al lado de la vía, y mis amigos y yo poníamos botellas, piedras, latas... para ver si descarrilaba, y luego nos escondíamos.

- ¿Y alguna vez pasó algo? -pregunta una tercera.

- ¡No! ¡Qué vaa! Dejaba todo hecho migas ¡incluso las piedras!

- ¿Has visto El Bola?

- Sí...

Pensamos que va establecer paralelismos, y entonces, con una capacidad de síntesis pasmosa, un chico de 17 años sin estudios superiores, sin ser psicólogo o crítico de cine, resume en unas frases la teoría que a Freud le llevó toda una vida elaborar:

- Es la hostia la infancia. Acojona pensar cómo de pequeño no tienes miedo a nada y luego todos esos miedos vuelven cuando creces y entonces sí que les temes.


Y se queda un rato con la mirada perdida.

04/09/01








 

Cuando era más joven viajé en sucios trenes que iban hacia el norte,
y dormí con chicas que lo hacían con hombres por primera vez,
compraba salchichas y olvidaba luego pagar el importe,
cuando era más joven me he visto esposado delante del juez.

Cuando era más joven cambiaba de nombre en cada aduana,
cambiaba de casa, cambiaba de oficio, cambiaba de amor,
mañana era nunca y nunca llegaba pasado mañana,
cuando era más joven buscaba el placer engañando al dolor.

Dormía de un tirón cada vez que encontraba una cama,
había días que tocaba comer, había noches que no,
fumaba de gorra y sacaba la lengua a las damas
que andaban del brazo de un tipo que nunca era yo.

Pasaron los años, terminé la mili, me metí en un piso,
hice algunos discos, senté la cabeza, me instalé en Madrid,
tuve dos mujeres, pero quise más a la que más me quiso,
una vez le dije: "¿Te vienes conmigo?" y contestó que sí.

Hoy como caliente, pago mis impuestos, tengo pasaporte,
pero algunas veces pierdo el apetito y no puedo dormir,
y sueño que viajo en uno de esos trenes que iban hacia el norte,
cuando era más joven la vida era dura, distinta y feliz.

Dormía de un tirón cada vez que encontraba una cama,
había días que tocaba comer, había noches que no,
fumaba de gorra y sacaba la lengua a las damas
que andaban del brazo de un tipo que nunca era yo.

SÓLO HASTA OCHO (R. Creek)






Ya no soy ella. Ahora soy el lacayo.

Arráncatelo. No te va a doler. Te duele ahora, al pensarlo, pero es anestesia, la amnesia. Olvídalolvídalolvídalolvídalo... ¿Cómo se hace eso? ¿Dónde están las instrucciones? Sólo tengo que contar hasta ocho. Sólo hasta ocho.

Uno

Un espejismo en mitad de un desierto. No en el instante extremo. No al principio, ni al final, cuando no reparas en él. En la mitad. Cuando lo necesitas real y no está ahí. Un espejismo evanescente. Ésa soy yo. Para los demás, y eso es buscado. Pero también para mí: no hay de dónde beber. No tengo pasado-presente-futuro que alimentar ni del que sobrevivir. No soy un misterio. Soy un vacío.

Dos

Tú resiste. No lo verbalices. Dejará de ser divertido. Ya ha dejado de ser divertido. Da igual, no lo digas. Las palabras lo convertirán en realidad y no lo es. Sólo otro espejismo evanescente que se ha desplazado hasta la mitad del desierto.

Antes de que tú me dieras alas, yo ya quería volar. Ahora las empapas de mar y no puedo aletear ni para escaparme. Pero pondré distancia. Arrastrándome, si no puedo de otra forma. Soy una anaconda que se autoestrangula buscando constreñir su angustia.

Sólo tengo que contar seis más y luego, para asegurarme la inmunidad, buscar el sirtaki de Zorba, blanco y azul. Y comprar patucos.

Tres

Al darte cuerpo ante ella, te ha invisibilizado; te ha desaparecido para materializarla a ella; del mismo modo que ella ha cobrado realidad en el intento de él por hacerla invisible a tus ojos. Piensa que, si la ves, te desvanecerás de verdad y, contigo, ella. No sabe que la has visto ya, desde el primer día, en lo profundo de su mirada atormentada, latiendo en su angustia. Ignora que no te has quedado porque esperes (nunca lo has hecho), sino porque, golondrina de El príncipe feliz, el cemento se ha secado en tus alas y ahora cuesta mucho más hacerlo añicos.

Es difícil, pero no imposible. Ayuda el repetirse, como si de una cuña publicitaria se tratase, ocho veces por microsegundo (ni una menos): Parcheflexibleparcheflexibleparcheflexible. Y recordar que no eres más que una ortopedia con la que disminuir su síndrome de abstinencia por el miembro fantasma, arrancado de cuajo sin haberle pertenecido; la lombriz-cebo que le devuelve el sueño de tangibilizar un pez-mito, deificado por la imposibilidad de que se vuelva pescado.

Sólo eso, y contar cinco más. Y todo habrá vuelto a la hipnosis pasada de Un mundo feliz. No habrá nada. Ni espejismo. Pero tampoco sed.

Cuatrocincoseisiete ¡ocho!

Ya. Se acabó. Qué rápido. Desenlatada, al fin. Sin celos, rencores, autoempequeñecimientos… Te quiero como debía haberte querido sin contar hasta ocho. Sin estrangulamiento, sin hipnosis orwelliana. Como te mereces y deseas. Profundamente, visceral pero positivamente, con el corazón y sin las tripas. Con la serenidad que me lleva a abrir los ojos y quererte también en tus ínfimos y enormes defectos y desde mis minúsculas y gigantescas debilidades e inseguridades. Te quiero compartido, y con un amor que ya no me lleva a combatirte sino a resurgirte, a no luchar más contra ti sino contigo. Por tus sueños sin los míos. Por los míos sin los tuyos. Pero juntos.

Ya no deliro. He pasado el delirium tremens y sigo aquí, sorprendida al descubrirme igual, espejismo en mitad del desierto. Pero espejismo, ahora, no para desesperarse o desengañarse: para engañarse y soñar.

Tres mil doscientos quince

Pero no se acabó. Siguió la tortura y la desertificación. Y hasta un grado que, hoy, hay zonas que no han vuelto a brotar.

VIDRIERA VIRTUAL (R. Creek)


Somos pedacitos rotos componiendo una vidriera abstracta y ecléctica. Un fragmento de ella, el más iluminado desde la posición en que me hallo (pero que nada es sin el total):


El combatiente de lo cotidiano.

Mi combatiente favorito. Sabedor siempre (sin necesidad de pancartas-jueces-árbitros-avisos-alertas-amonestaciones,...) de que lo nuestro es de Risk. Nunca acorralado -por más que uno se empeñe- lejos de perder ni un ápice de compostura, contra las cuerdas exhibe cordura. No te devuelve un golpe bajo. Juega con la limpieza del deportista y se bate con ardor, pero sin desenfreno. Un señor(*) de la guerra de juguete, un paladín del verbo -al que cuida amorosamente, pero no más de lo que mima al adversario-. Un sabio conocedor de que quien mata al oponente, mata, al punto, una parte de sí mismo, y que en ello le va su propio crecimiento.

Es el orgullo en su sentido más puro: el orgullo patrio, el orgullo matrio, el orgullo uxorio, el orgullo filio. No le molestará una cana, antes bien, le palmearán las sienes, si la cana nace en el sitio mismo en que la luciese su abuela. Ni un disgusto si es el mismo sinsabor que padeció su hijo hace apenas dos semanas. Cuando lo escuchas hablar, sueñas ser lo que describe: su ancestro, su amiga de infancia, su playa amanecida, su rosa, sus luchas, sus vistas de pájaro, su Klimanjaro, sus penas, sus vidas...

Es la presencia del espectro, ésa que sientes imperecedera incluso cuando su ausencia se prolonga lustros.

Es esa rara avis, imposible, legendaria, de una pasión que actúa con razón y una razón a la que mueve el corazón.

Pura paradoja: el solitario con quien uno se siente más acompañado. El diferente buscando la semejanza. El apoyo incondicional del desconocido. Es el autista sociable, el invencible vencido, el sabio inocente, el ilusionista ilusionado. El amigo.

(*) mayor ; )


El fiero cachorrillo

Mi Delia es el cachorrillo tierno que cree engañar a todos cuando enseña esos dientecillos de leche ladrando autosuficiencia. Se vale muy bien por sí misma, eso no hay quien lo dude, pero hasta el más ciego se percata de que se derrite como el chocolate cuando siente la tibieza respirándole cerca.

Mi Delia es un caramelo agridulcepicante. Con ella sabes que puedes reírte de todo, es capaz de convertir en comedia la más tonta de las tragedias sólo con un breve comentario teñido de ironía inteligente. Su dulzura se desborda por esos ojazos que te gritan humanidad cuando su boca te canta la de “Y a mí me importa un bledo”.

Mi Delia es insensible a la ñoñería, pero pura fibra cordal ante la injusticia, la incomprensión, la intolerancia,… Es sincera, consecuente, leal y sensata, incluso (o quizá más que nunca) cuando se viste de Suellen y comparte sus quiméricas reflexiones antes de zarpar a bordo de su cama-carabela. Fiera espadachina contra la prepotencia, el engaño y la traición, te tiende la mano cuando te sabe vencido y te invita a un desayuno con un par de mimos lijosos, de ésos que sólo ella sabe dar. Mi Delia, de vez en cuando, se pone su máscara de impenetrable, pero no le aguanta ni dos besos. Y no tiene otra. Mi Delia te pone su mejor manta de amor cuando tiritas de desolación, y se defiende del gesto diciendo que te ha caído encima cuando su intención era sacarla a que se airease. Mi Delia arropa de comprensión tus actos más descabellados y se justifica diciendo que venía de ver a la Chaning. Mi Delia, que es también tu Delia, nuestra Delia, es de las mejores cosas que te puedan suceder en la vida (pero ni se te ocurra decírselo, o te verás enterrado por la enciclopedia universal de la excusa, mientras escuchas el gruñidillo con el que enseña esos dientes de leche que a nadie engañan). Te quiero, Delia, aunque te joda que te lo diga, y que te lo diga en público.


 Il lupo

Toda una vida de mitología lobuna, tantas Caperucitas de infancia devorada, tantos rebaños mermados a costa de nuestra postadolescencia, tantos terrores superados y, cuando aprendemos a combatir, evitar, ¡torearlo! viene el lobo de Rodríguez de la Fuente a enseñarte esos ojos melosos de inteligencia infinita, ese hocico húmedo que acaricia a su camada, esa soledad buscada aullando a la luna…

La pasión tiene dos caras enfrentadas y, entre ambas, la pasión tiene tantas faces como el prisma de Nichols. No te deja indiferente porque deshace la luz blanca que podría llegarte y la reparte en haces de colores, y si un día te toca la tibieza del azul te inundarás de calidez maternal y te arrancará tres nanas y diez agarimos; pero si un día te tiñe de rojo, te tocará el incendio de Roma y creerás que la presa de las Tres Gargantas no será suficiente para apagarlo.

¿Qué escena lupina pintar, pues? ¿la del defensor de lo suyo o la del atacante de lo ajeno? ¿la del colmillo que hiere o la de la boca que lame? ¿la del cachorro que pide que acaricies su lomo o la del adulto a quien le sobra casi hasta el alimento que puedas ofrecerle? ¿la que te gusta o de la que huyes por el caminito corto, a refugiarte en brazos de la abuela, aunque te pierdas las flores? ¿la que ves o la que temes? ¿Amable o terrible? Querible.
 


Un Manolete que encontró a su Lupe Sino

Se cree invisible, parece. Pero no lo es en absoluto.

Aparte de las hechuras (buenas hechuras) tiene el temple de los buenos toreros y sus pases destacan incluso en una tarde de capea. En el coso, rodeado de otros quince maletillas, capta, aun sin proponérselo, la atención del público y del astado, y termina toreando solo. Tiene esa mirada larga de quien, a la primera, ve en el bicho la casta, más allá de la apariencia, y pega los capotazos precisos, sin agotar al animal, pero sin buscar la faena rápida y facilona, sacando, con lo peor, lo mejor del Miura. Torea por afición y con maestría, por naturales o por chicuelinas, pero con el brazo y la muleta, guardándose el corazón en su sitio y para lo que tiene que estar.

Fuera del ruedo da la misma impresión de no juzgar a la ligera. Tiene el don de la visión estroboscópica, que le permite captar, en un instante, lo que a otros nos cuesta años.

Tiene suerte, y lo sabe, pero sabe también que a la suerte hay que echarle valor, y él no ha andado corto. Por si no fuese bastante, derrocha la sensatez de las grandes figuras, a las que el éxito no se les sube a la cabeza porque saben que el triunfo es una conquista del día a día.

¡Olé, maehtro!


 La laguna

 Ana es la Laguna Negra, remanso de aguas cristalinas y tranquilas. Te sientas frente a ella y te refleja en una imagen tan pura y serena que no te reconoces. Junto a ella brota, turbulentamente, el río de la vida, pero ella permanece inalterable, incluso apaciguando su salto recién nacido.

Esa superficie, infinitamente calma, encierra, engañosa, en lo más hondo, torbellinos de corrientes doloridas, laberintos subterráneos de lágrimas habitados por peces abisales que, ciegos, nadan torpemente de un lado a otro buscando la luz, algas que se enredarían sensualmente en tus pies, cantos de sirena que te llevarían a lo más profundo de esas aguas sin fondo, paraísos acuáticos de intensas pasiones... Todo ese mundo submarino permanece invisible. Sólo ella sabe que existe, porque, en su afán de no perturbar la quietud del paraje, lo ha cubierto con un cristal que espeja el exterior, ocultando, opaco, el riquísimo interior.

De vez en cuando, tras un deshielo, la superficie del cristal se resquebraja un poco y deja salir, por la grieta, un haz de sensaciones en arcoiris. Si, en ese momento privilegiado, se hallase por allí algún intrépido explorador, sin dudarlo se zambulliría para enredarse en esas plantas acariciadoras, para emborracharse en esos sonidos enloquecedores, para sumergirse y sumergirse y nunca más volver. Pero la laguna restaña rauda sus brechas, de modo que hay que ser muy tenaz y muy romántico para esperar plácidamente ese casi imperceptible instante en el que aparece la breve rendija por la que acceder a la inmersión. Merece la pena. Lo intuyo. Casi lo sé.
 


Lupe Sino 

La Pasionaria del XXI, conquistando el día a día para, moral sincera, ofrecer a los suyos las mismas consignas que enarbola para sí en su bandera. Mirada al frente, adelanteadelanteadelante, atrás ni para coger impulso. Luchadora en mil batallas, se acuesta revolucionaria y se despierta libertaria, antorcha en mano, a dibujar calles y despintar machos.

Globo aerostático que se infla con los vuelos de su peludito y su samurai, a quienes sirve, a un tiempo, de combustible y canasta. Y que son para ella, también a un tiempo, motor inagotable y efímero pero placentero reposo.

Genara de Manolete, a quien ha convertido en uno de los pocos tipos sabedores y pregoneros de su suerte.

El nenúfar que navega por la vida con raíces flotantes porque, mujer de su tiempo, sabe que no llegaría a ningún sitio si se empeñase en enterrarlas en lo perenne e inamovible de la nostalgia. Pero, savia tierna, sabia inmensa, conservando el romántico poso de amor en sus cálidos y risueños pétalos.

domingo, 22 de julio de 2007

EL OLVIDO ESTÁ LLENO DE MEMORIA (BENEDETTI) - LA ÚLTIMA CENA (R. Creek)





Decía Unamuno que cuando se muere alguien que nos sueña se muere una parte de nosotros. Pero yo sé, como sabes tú, que rescatamos al soñante cada vez que nosotros lo soñamos, cada vez que nuestro olvido se llena de su memoria. Y para eso ha nacido este lecho, para recuperar esa parte de nosotros soñando al soñante para que nos vuelva a soñar. Para ti, princesa Comino, hija de princesa Comino.

Cruzó los brazos p’a no matarla, cerró los ojos p’a no llorar. Temió ser débil y perdonarla y se abrió la puerta de par en par. Caminó, caminó, caminó hasta agujerear sus alpargatas y, cuando se dio cuenta, al notar la tierra ardiente bajo su piel palmar, había llegado a la luna de Valencia. Huía del cierzo y lo acunó un levante con nombre de mujer de robustas entrañas y tiernos despertares.

Construyó un horno en el que incinerar su desengaño y terminó cociendo en él placas de arcilla esmaltada con el brillo de los ojos de su pequeña. ¿De dónde sacaría su princesa Comino tanta fuerza como para levantar esa pesada espada de paciencia contra el fuego de dragón devastador que a veces arrojaba su hermano? El infortunio no le concedió el tiempo necesario para hallar la respuesta, ni para comprobar todo el alcance que luego exhibiría esa arma gigante de la que ya nunca se desprendería su pequeña.

La princesa no ríe, la princesa no siente. Despadrada a destiempo, abandona sus oros, abandona sus tules, mas siguió en su custodia el dragón, ahora colosal coloso en llamas. De vez en cuando, cuando trina alegre, pobre jilguero atrapado que sueña con un vuelo apenas si intuido, vuelve a sus venas la sangre azul cielo libertario de las princesas verdaderas, y entonces se viste de criada en La tía Pepatona o de señora en cualquier otra, de madre asustada o de hija deslomada, de mujer-niña abandonada o de gorrión cojo que sale del nido, para entusiasmo admirado de un público entregado de antemano.

Quizá adivinaba ya, cuando, saltando a la comba en la carretera, recitaba a Rubén Darío

Calla, calla, princesa —dice el hada madrina—;
en caballo, con alas, hacia acá se encamina,
en el cinto la espada y en la mano el azor,
el feliz caballero que te adora sin verte,
y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,
a encenderte los labios con un beso de amor.


Ella aún estaba cambiando los dientes cuando su caballero andaluz ya masticaba la amargura de ver cómo su padre se consumía entre barrotes de postguerra. Un día como todos, cuando apresuraba el paso para que la comida llegase aún caliente desde las manos de su madre al paladar reseco de miedo de su padre, chocó contra el muro helado de las palabras de Chano, el tabernero: No vayas, Antonio. A tu padre ya le dieron la última cena.

 
Cerró los puños p’a no matarlos, cerró los ojos p’a no llorar el llanto de su madre y sus hermanas y cuando se marchaba ni intentó mirarlas, ni lanzó un quejío, ni les dijo adiós. Entornó la puerta y p’a no girarse se hizo un duro callo en el corazón.

Anduvo, anduvo, anduvo hasta agujerear sus temores y, cuando se dio cuenta, al notar el aroma cálido del azahar, había llegado a la luna de Valencia. Huía del mitgjorn y lo acunó un levante con nombre de mujer, de trino melodioso, ojos lacados y corazón de princesa, un comino que luchaba contra un coloso colosal dragón con el espadón de la paciencia infinita, y a quien rescató, rescatado a su vez, para entusiasmo admirado de un público entregado de antemano.

viernes, 20 de julio de 2007

LA AMNESIA ES ANESTESIA (R. Creek)


Sabe que sufre de falsa ceguera cuando, observando su cuerpo acupunturado en espinas de rosas, sólo es capaz de traducir esas formas sangrantes como un baño en los pétalos aterciopelados de esas espinas, a pesar del dolor que finge no sentir.

Se sabe sorda cuando acude, imanada, al sonido que emite un viejo televisor hablando del temor al rechazo y lo canta, confiada, convertida de repente en una sirena odiseíca.

Se sabe enferma cuando, mientras anota las citas del viejo maestro de los puntos de arroz, escribe también: me engañaste, no río, me estoy derramando.

Sabe que está loca cuando se mira al espejo y ve una mujer con un triángulo en la cabeza y, sin embargo, un círculo completo, acabado, en el pecho. Un triángulo como la arcaica representación del dios masón, con un centro ocular que todo lo sabe porque no tiene párpados con que dormir las certezas. Un círculo que sólo encierra la perfección cíclica de los finales felices fundidos en comienzos esperanzadores, porque carece de rendijas por las que se cuele el menor rayo de realidad.

Lo sabe todo. Pero lo olvida todo, también, en el reflejo del sueño de la imagen del eco de una inventada promesa.

martes, 17 de julio de 2007

¿CEGUERA O IDIOCIA? (R. Creek)


De pronto, a cuenta de nada, generas un terremoto con hipocentro en tu mismísima víscera vital, cuyos efectos, inevitablemente, padeces, ¡y cómo! porque los de este tipo, a diferencia de los seísmos al uso, tienen epicentros múltiples que sacuden/convulsionan/destrozan diversos órganos sensitivos, si no todos, tras haber demolido barreras ¡muros titánicos! que habías ido fortaleciendo desde tiempos inmemoriales.

A veces sucede el milagro de que uno de esos epicentros coincida exactamente con el punto de origen de otro terremoto ajeno, generado justo en la víscera que hizo nacer el tuyo. Si eso sucede, la confusión es mayúscula, puesto que las sacudidas son de ida y vuelta y, así, la fuerza de tu propio terremoto colisiona con la del otro, y ya no se sabe si los temblores los provoca uno, otro o, lo más probable, ambos. Si se produce este extraordinario fenómeno, no resulta extraño escuchar el rugido de las sacudidas bipolares desde confines insospechados de galaxias remotas, siendo ésta la única música capaz de expandirse por el universo (un misterio más, como el eco de los graznidos del pato, pero éste sin explicación científica).

Mas esa coincidencia es rara; muy inusual. Lo más frecuente es que tu propio terremoto haga vibrar a la persona que te lo provoca y concluyas, cegada por ese estado caótico, que a ella también le está sucediendo lo mismo. Cuando descubres tu error, la sensación que experimentas es una mezcolanza de autoburla lacerante -por la estúpida falta de previsión- y profunda tristeza por el desastre de jirones en que, a continuación, lo encuentras todo. Esa nefasta sensación es aún más terrible si los temblores del otro tienen su hipocentro en una tercera víscera. En realidad te culpas porque piensas que podrías ¡deberías! haberlo evitado; te sientes idiota por no haber visto lo que ahora, cuando tus propias sacudidas se han calmado un poco, aparece ante ti en carteles luminosos que harían sombra a Las Vegas. No sabes si ha sido ceguera o idiocia. Con el tiempo deja de importarte y piensas, tras el muro de hormigón armado que en esos momentos estás reforzando con acero, que no te va a pasar más. No te das cuenta de que, en realidad, es ésa tu genuina ceguera-idiocia: volverás a destrozarte entero ante la mínima posibilidad de encontrar ese doble tsunami que se escuchará en los confines del universo.



QUÉ BELLO ES VIVIR... SOÑANDO (R. Creek)


Cuando era niña, hubo una época en que me llevaba un disgusto de aúpa cada vez que, en cualquier película, aparecían regalos que nunca llegaban a abrirse. Él iba a buscarla y llevaba en la mano una tabletita brillante con lazo; ella le besaba levemente en la mejilla, decía que no debería haberse molestado, y depositaba el presente sobre la chimenea mientras seguían hablando de otras trivialidades, nunca tan importantes ¡nunca! como el contenido de ese regalo del que no volvía a hablarse en toda la película, para mi desesperación. 

No quiero ya ni hablar de las películas navideñas. Cajas y cajas por todas partes y sólo se veía el contenido del gracioso regalo del nieto al abuelo y el esperado y largamente buscado regalo del niño. ¡¿Qué recontrarrábanos contenía el resto?! Hubiese traspasado el cristal y los habría abierto yo misma. Lo juro. De hecho, en cuanto veía un envoltorio, ya estaba yo nerviosa cruzando dedos: quesevealoquetiene quesevealoquetiene aunque sea un calcetín con tomate. No sé cuándo, pero superé esa fase. Supongo que cuando me di cuenta de que todo era atrezzo, que se trataba de cajas de detergente vacías, delicadamente disfrazadas. Y supongo también que llegué a esa conclusión porque mis hermanos y yo hacíamos lo propio para adornar el árbol: envolvíamos galletas, rosquillas,… de todo, hasta que el árbol se ladeaba peligrosamente hacia el beso del suelo.

A esa fase siguieron muchas otras. En una de ellas me empeñaba en imaginar qué sucedía después de The Ends, sobre todo si se trataba de una película desaconsejada para diabéticos que no me llegaba a creer. Por ejemplo, pensaba que Richard Gere, en la primera discusión que tuviese con Julia, le echaría en cara su pasado “milonguero”; ella no se lo perdonaría y se largaría; él la iría a buscar otra vez, y así hasta el infinito. Pero también me sucedía con las que me gustaban: también pensaba que Ilsa no iba a ser nada feliz con Lazlo, que viviría una apacible vida resignada, y no me cabía en la cabeza que a Lazlo eso no le importase.

Superé igualmente esa etapa. La superé cuando, viviendo, aprendí que, como los regalos, hay sueños que merece la pena mantener en su vitrina, sin levantar jamás la campana transparente que los preserva de la realidad, cuyo contacto, muy probablemente, los convertiría en cenizas. Sí, aprendí que los sueños cine son cuando, realidando cualquiera de los míos, se me hizo polvo. Conocí, entonces, que es posible vivir, vivir realmente, pero sin despertar del ensueño. Supe que cada fragmento de magia encerrado en una película acaba ahí porque es eso: pura fantasía en la que no hay progreso, puro onirismo recurrente al que volver siempre. Sin aterrizaje ni desengaño posible. Y supe, en fin, que hay ciertos besos que saben mucho mejor si no se dan con los labios, porque se convierten en el beso eternamente sabroso que esperar de la vida; que la luna es inmensamente más bella desde aquí abajo que explorada al microscopio; que hay regalos que son más hermosos cuando se quedan cerrados, porque entonces permanecen siempre llenos de promesas.


AHORA QUE MIS SUEÑOS SON UN CINEMA PARADISO (R. Creek)


Mi tío Alfredo, como el Alfredo de Cinema Paradiso, también era proyeccionista. También vio cómo su cine desapareció, no pasto de las llamas, sino de la insostenibilidad económica (extraño concepto siempre, pero más cuando se aneja al arte, a cualquier arte). Pero nos dejó nuestros recuerdos de cabina, como los de Totó, nuestros carteles y recortes -ya sólo mentales- de algunos fotogramas, y la emoción pícara de presenciar secuencias que sólo entenderíamos años después. Hace poco, tras muchísimo tiempo, volví al pueblo de mis primeras películas, de mi primer cigarrillo detrás de la iglesia, de mis primeros amores y mis primeros pecados de palabra, obra, omisión y, sobre todo, imaginación. Todo había cambiado y todo seguía igual. Sentí ganas de llorar. Aún no sé si por el tiempo detenido o si por el tiempo que ya no vuelve.

¿Por qué nos resistimos tanto a los cambios? El cambio a veces supone crecimiento, máxime cuando hemos llegado a un punto en el que el estancamiento es evidente. Eso lo sabemos todos. Sin embargo ¿por qué a algunos, a la mayoría, nos resulta doloroso hasta el punto de que incluso tras un desengaño profundo nos resistimos y tiene que ser el propio Alfredo quien nos eche del pueblo?

Pienso que es porque somos muy conscientes de que lo que dejamos atrás no son sólo los momentos de frustración, sino también los de ensueño. Tememos dar el paso hacia la primera vez porque eso puede suponer el olvido de otras primeras veces. Nos aferramos a lo que ya hemos construido y nos da miedo saltar y abandonar el regazo de lo familiar, de lo querido.

Para muchos de nosotros, la vida es un eterno y torturante dilema entre dejarnos seducir por nuestro amor a la aventura, por la pasión de lo desconocido, y permanecer en el arrullo de los aromas cercanos, en la seguridad de los afectos genuinos. Una constante disyuntiva entre el afán por explorar el sabor nuevo de los besos que nos dará la vida, y la nostalgia de los que ya dimos y seguimos degustando apenas cerramos los ojos (o los abrimos frente a una pantalla, incluso la del cine).


WONDERFUL WORLD (R. Creek ft. Louis Armstrong, George David Weiss, Bob Thiele y George Douglas)


@ras
Puedes caminar cada día sin otras palabras que las del relato que tienes entre tus manos, sin otro abrazo que el de la pareja con que te cruzas cada día,… y, sin embargo, no sentirte solo y saberte, incluso, nada infeliz.

Puedes repetir una y mil veces una secuencia de acción diaria, semanal, mensual, quinquenal… sin sentirla jamás rutina, protegido, mullido por lo previsible y sintiéndote afortunado.

Puedes nadar cada día entre las mismas lágrimas sin necesitar burbujas; retozar en las mismas praderas, sin necesitar cosquillas; alunarte cada noche en los mismos cielos sin necesidad de luna… Y no sentirte, ni por un momento, desdichado.

Puedes pasar la vida contemplando desventurados momentos ajenos -o propios pero pasados- y sentir entonces que estás muy cerca del wonderfulworld de Louis y comprarte los días siguientes, iguales a éstos.

Pero un día, de la mano de lo familiar, se te cuela por debajo de esa puerta, que siempre tienes cerrada, una breve brisa inofensiva que apenas si te hace sonreír, y a la que dejas permanecer porque no supone amenaza alguna. Y ese sutil soplo silbidinoso, sin corriente que explique su repentina intensidad pues la puerta sigue cerrada, empiezas a sentirlo no ya como mecedor susurro, sino como apasionado huracán que va a hacer que estallen tus prevenciones en mil añicos de confetti. Y entonces tus serenos despertares se convierten en baño de serpentinas de emociones. Y cuando, al acostarte, cierras los párpados, ya no eres capaz de cerrar los ojos con ellos, porque los tienes inundados de deseos, borrachitos de fantasías.

Extrañamente, no sabes si es ahora, pequeña y zozobrante, llena de temores extraños, informes y desconocidos, cuando eres feliz, pero sabes que estás en el vórtice mismo del wonderfulworld de Louis y te compras mil vidas. Iguales a ésta.



I see trees of green, red roses too
I see them bloom for me and you
And I think to myself what a wonderful world.

I see skies of blue and clouds of white
The bright blessed day, the dark sacred night
And I think to myself what a wonderful world.

The colors of the rainbow so pretty in the sky
Are also on the faces of people going by
I see friends shaking hands saying how do you do
But they're really saying I love you.

I hear baby's cry, and I watched them grow
They'll learn much more than I'll ever know
And I think to myself what a wonderful world.
Yes, I think to myself what a wonderful world.

Songwriters: GEORGE DAVID WEISS, GEORGE DOUGLAS, BOB THIELE

AMÉLIE (R. Creek)


A mí me sucede a menudo. De pronto estoy enamoradísima, y no sé ni de quién, de qué, o cómo. Pero manifiesto todos los síntomas: angustia, añoranza, carcajada, desbordamiento primaveral... Como si la flecha hubiese salido de la ballesta hacia una inexistente diana. No, ni siquiera siento la carencia de un objeto-objetivo; una almohada bastaría en este caso. No es nostalgia, no. No es re-presentización de una emoción que tuvo forma y destino. No es ese revivir de los latidos cuando paso páginas del álbum y me detengo en ésa y la acaricio, y cierro los ojos, y ya no hay pasado-presente-futuro; y luego, al abrirlos, exhibo un mordisquito en el nacimiento mismo del corazón, un bocado en pleno centro de los besos pasados.

No es eso, no. Es real y presente. Las sensaciones son reales, el bombeo acelerado, las ganas de cantar y saltar, de cruzar mil oceános en busca de no sabes qué ni te importa, la felicidad tonta por inmotivada, y, al instante, la inestabilidad adolescente que lleva a la melancolía incausada, a la tristeza infinita que dura un segundo; el deseo de brotar hasta desertizarme, de vaciarme en lava o en cascada torrencial; y al momento, de nuevo, las ganas de abrazar, de lanzarme en volandas, de elegir por instinto a un anónimo transeúnte y hacer cualquier cosa, hacerlo todo por él; de correr sin destino, locamente, a ser posible por una empinada cuesta abajo; de planear con los brazos abiertos, al ras, sobre un lecho de lavandas para luego, al caer el sol, volar de espaldas, de cara a una noche de San Lorenzo.


¿Existirán, como los embarazos, los enamoramientos psicológicos?





SIN PERDÓN (R. Creek)


El Árbol del perdón de Sir Edward Burne-Jone
No creo en los perdones (tampoco en las vendettas).

No creo en la existencia real del perdón, no creo en su concepto ni en su esencia, aunque sí le veo valor, utilidad, como gesto. El perdón, opino, no existe; existe sólo su ritual, la simbolización del cariño a pesar de..., la simbolización de la intención de... pero nada más (y nada menos).

Pienso que, como ofensores, cuando de verdad necesitamos el perdón del ofendido es cuando no somos capaces de perdonarnos a nosotros mismos. Y, si es ése el caso, de nada nos vale, creo, que el otro nos diga que él sí es capaz de perdonarnos (salvo quizá para autoinculparnos aún más de lo que ya lo hacíamos).

Si es el caso en que no ha habido ánimo de ofensa, entonces no necesitamos perdón de nadie: nosotros ya nos hemos perdonado de antemano; más: ni siquiera nos hemos visto verdugos. Todo lo más, en este caso, se precisaría un desfazimiento de entuerto. Si, con ello y con todo, en este segundo caso, el de la no intencionalidad, el otro no nos perdona, nos terminará importando muy poco, puesto que no veremos en su gesto otra cosa que una atribución negativa que no nos retrata y que, por el contrario: empieza a dar forma culpable al Torquemada de turno. Terminaremos diciendo eso de: Pues si tan malo soy, aplícame el vade retro y aquí paz y después gloria.

Por tanto, como ofensores, en el caso de responsabilidad, el perdón de otro no nos salva de nosotros mismos. Y, en el segundo, en el del jarrón roto accidentalmente, nos sobra la absolución y hasta la condena del prójimo, puesto que nosotros mismos ya nos hemos dado entrada en el reino de los cielos (o, mejor dicho, nunca nos la denegamos).

Desde el punto de vista del ofendido: Cuando no lo resultas (ofendido, digo), la petición de perdón del otro está de más, incluso aunque su intención hubiese sido la de lastimarnos. No ha sido nada, respondemos tan felices. El perdón, aquí, me parece que no tendría objeto.

Cuando resultas herido, muy herido, puedes intentar que el otro no se sienta mal, y para eso le das tu absolución. Pero no será más que un gesto. Un generoso gesto, eso sí, pero sin traducción real, porque no somos dueños del olvido. Y así, aunque hayamos dicho perdonar, por ejemplo, una infidelidad, una deslealtad, una puñalada trapera... si el absuelto repite un patrón similar, o cercano, o que nos recuerda a aquella vez que..., ese simulacro de déjà vu activará más alarmas que un jilguero nocturno en Tiffany's. Porque lo cierto es que cuando alguien traiciona tu confianza (que es de lo que se trata en el fondo) la concesión del perdón no es sino una declaración de "te quiero aunque seas un/-a hij@ del Guayoniní"; pero nunca una promesa (imposible de formular) de retorno al punto cero de la inocencia.

(Tampoco en las vendettas).

OLVÍDATE DE MÍ (R. Creek)




Qué bella suena, en boca del zorro, esa desgarradora petición de domesticación. Qué inmensidad la del amor del Principito por su rosa, convertida, por eso mismo, en la rosa más rosa de todo el sistema estelar, en la única.

El anhelo de que te personalicen de forma única por obra y gracia del amor es universal. El amor nos hace más únicos de lo que nos convierten nuestras propias idiosincrasias y más aún de lo que nos marcan como únicos nuestras obras individuales, por muy originales que sean. La mirada ad/mirada de otros puede convertirnos en únicos a ojos del mundo, pero el propio sentimiento de unicidad se adquiere sólo por el amor, mucho más allá de la admiración ciega.

La domesticación empieza por hábitos apenas descriptibles -a las diez cada noche; tras mi sonrisa, su beso; tras su silencio, el mío; tras sus labios en mi hombro, el placer; tras el sueño, su caricia; tras su cansancio, mi pecho; tras mi desconsuelo, ovillarse...-. Y cuando se han repetido tanto que no puedes vivir sin ellos más de lo que podrías vivir sin pulmones, no es posible satisfacer ya esta demanda: Olvídate de mí.

He olvidado disputas puntuales, he olvidado rostros completos, he olvidado lunares, se me han olvidado los nombres de las cosas... pero nunca he olvidado -ni cuando he puesto la voluntad más férrea- los chistes que te hacían reír, las tristezas que arrancaban tus lágrimas, los sucesos previos a tus mutismos doloridos, las caricias que te hacían vibrar, los sonidos de tus pisadas, tu canción favorita, tu película fetiche, ni los latiguillos que te convertían en el abuelo de las batallitas, no he olvidado la huella de tus manos sobre mi cintura desnuda, ni las salpicaduras de dentrífico contra el espejo. Quizá me he olvidado ya de lo que te quise y de lo que me quisiste, de hasta dónde y desde cuándo; pero no he olvidado tus cosas, que fueron, entonces, mis cosas. Y no sé si querría olvidarlas nunca.

UN MUNDO EN ESPECIAS (R. Creek)


La vida, pienso, son sucesos encadenados de tal forma que con el primer acontecimiento ya aparece un interrogante (o mil) que se resuelve a medida que se van produciendo los siguientes. Cada respuesta a un interrogante previo supone, a su vez, el desencadenamiento de otras mil preguntas sin respuesta. Y ésa es, para mí, la fascinación de vivir.

De tu mano, en esa facinación vital, hay personas que comparten contigo sueños, viajes a países, viajes a otras personas, aventuras hacia el interior del otro, biografías... y, cuando lo cuentan, lo hacen de tal forma que te sorprende haber vivido algo tan fantástico sin apenas enterarte. Son los magos de las palabras y las sensaciones, que, ante la canela, no describen una especia, sino toda la explosión que han experimentado sus sentidos y, aún más: hacen que te bañes en canela, que te palpite la canela en las venas,... y, más: que quieras salir al mundo vestido sólo con canela e impregnarlo entero de lo que tú mismo desbordas.

¡Qué bonita, qué bonita y... ¡¡Qué bonita, conye!!! Sin diálogos, sólo fotografía y BSO, ya merecería la pena, porque es un bellezón cinematográfico. Sin imagen y sin más sonido que el de las palabras, ya merecería la pena también. La sazón de los dos ingredientes... digna del mejor gourmet cinematófilo.

Pero la historia... ¿qué decir de esta pequeñita gran historia? Divertida, agridulce, tierna, intimista-costumbrista, emotiva,... En resumen, ¡aromática y sabrosa!

Antes de que los aromas de Estambul se borren de vuestra memoria, vedla si podéis.




Me la recomendaron diciéndome que se trataba de la historia bien hermosa de una famila turca en Atenas que vuelve a Estambul con el golpe de los coroneles. Muuuuy bonita y humana. Me encanta.

Desde luego no me ha decepcionado en absoluto. Un aderezo estupendo de alguna carcajada, medias sonrisas, sonrisas abiertas, asomos de lágrimas y, sobre todo, la belleza de lo sencillo.

A mi vez, se la recomiendo especialmente a ése que me abre tantas veces tantas puertas de cocinas con platos de tristezas bellas y que me deja siempre envuelta en una cortina ahumada de palabras enigmáticas -propias o ajenas- trenzadas con sentimientos encontrados y músicas que me son extrañas, pero no por ello menos imanadoras.

Algunas frases/diálogos:

Dorotea, escúchame, a veces tenemos que utilizar una especia que no es la de siempre para conseguir algo, para provocar algo especial. El comino es una especia fuerte, vuelve a la gente poco comunicativa. En cambio, la canela hace que las personas se miren a los ojos.

Mi abuelo decía que la palabra gastrónomo contenía la palabra astrónomo, y así, mis clases de astronomía incluían el uso de especias.

- Mientras yo te voy hablando de astronomía, tú las pruebas y piensas, ¿entendido? Empecemos. (Mientras coloca un grano de pimienta sobre el dibujo del sol) Pimienta. Es caliente y quema.
- El sol.
- El sol. Y dime, el astro sol ¿qué es lo que ve el sol?
- Lo ve todo.
- Exacto. Por eso la pimienta va con todas las comidas. (Esparce pimentón rojo sobre otro planeta dibujado) Luego tenemos a Mercurio, también caliente. Y después a Venus(colocando una rama de canela sobre él).
-(Tras chuparlo) Canela.
- Venus era la más bella de las mujeres, por esa razón la canela es, a la vez, dulce y amarga, como todas las mujeres. Luego viene la Tierra, donde estamos nosotros. ¿Qué tenemos en la Tierra?
- En la Tierra tenemos vida.
- Mmm. En la Tierra hay vida, pero la vida no está ahí sin más. No hay vida así como así. ¿Qué se necesita para la vida?
- Alimento.
- ¿Y qué es lo que hace más sabroso el alimento?
- La sal.
- La sal. La vida también necesita sal. Los alimentos y la vida necesitan sal para ser más sabrosos.
 
Mientras van impregnando postales de los distintos sitios en el aroma de las especias correspondientes):
En Micenas crecen los claveles; en Delfos, las rosas; en la Acrópolis, el olivo.


Si me retrasara, tú no te olvides nunca de mirar las estrellas, estés donde estés. Ya sabes que en el cielo podemos ver muchas cosas (y otras que quedan ocultas). Háblales a los demás de las cosas que no pueden ver, porque a todos nos gusta disfrutar lo desconocido. Ocurre lo mismo con la comida: ¿qué importa que no se vea la sal si la comida es sabrosa y podemos saborearla? No se ve, pero la esencia está en la sal.

Los mejillones me recuerdan al hamman, el baño turco. Se decía que allí se les abría el alma a los ancianos igual que se abren los mejillones que se cocinan al vapor.
 
Mi querida difunta esposa decía que cuando te ibas de un sitio debías hablar del lugar donde habías ido, no del que habías dejado atrás.

Los turcos nos expulsaban como griegos y los griegos nos recibían como turcos.
 
Las salsas conducen el sabor hacia la exageración. Hay gente que no pone salsa en las comidas, pero sí en las conversaciones.

He aprendido que, en la vida, hay dos clases de viajeros: los que miran el mapa para trazar una nueva ruta y los que, sencillamente, se miran al espejo. Los que miran el mapa son los que se van. Los que se miran al espejo son los que regresan.

Otra persona mayor con una caja de dulces. También a punto de ofrecer los dos primeros sabores de la vida: leche y azúcar.

- ¿Por qué no has vuelto nunca en todos estos años, Fanish?
- Tenía miedo.
- ¿De mí?
- Del momento en que tendría que volver a irme.

Si miramos atrás en los andenes, la imagen permanece como una promesa.


8-marzo-2003

ORLEGI (R. Creek)



Orlegi nació de la sombra de un roble para cobijarnos a todos bajo su frondosa imaginación. Orlegi es del color de los paisajes primaverales y de las esperanzas infinitas. Al nacer era completamente verde, pero su corazón de oro fue creciendo y creciendo hasta casi atravesar su piel, por eso tiene el torso dorado como nuestros campos en agosto.

Sus ojos cambian de color según lo que esté haciendo. Ahora son del color de la miel porque está leyendo unas cuantas curiosidades sobre la danza de las abejas.

- ¿Sabíais, amigos, que las abejas, cuando encuentran alimento, avisan a sus compañeras de panal dibujando ochos con su vuelo?

Todo lo que sabe lo aprendió en las páginas de las personas y en las almas de los libros.

Conoce mil historias sobre bibliotecarias, ojos alunados, niñas con cajas de polvos amarillos, poetas, dibujantes y otros soñadores. Y todas las comparte con quien quiera conocerlas. Hay dos petiazules tan aficionados a escucharle que han terminado anidando en sus cabellos para no tener que trasladarse cuando les vence el sueño. Si por ellos fuese, permanecerían siempre despiertos para no perderse ni una de las mágicas palabras de Orlegi. A Orlegi no le importa ser el casero de estos dos amigos. No les cobra otro alquiler que el de sus oídos, sus risas y sus miradas, a veces apasionadas, a veces entristecidas, otras sorprendidas,... según sea el color del cuento que escuchen, pero fascinadas siempre.
A Orlegi le gusta también contar historias pintando. Cuando supo que había unos duendes a los que les encantaba inventar cuentos, se puso enseguida manos a la obra y, con su varita-pincel y unas cuantas palabras mágicas, hizo aparecer un montón de historias en sus cabecitas y los convirtió a todos en prestidigitadores, como él. Y es que Orlegi es un monstruo muy muy especial.

viernes, 13 de julio de 2007

DE DEMOCRITO Y ARIADNA (R. Creek)




Cuando escuchaba los comentarios de diferentes concursantes de Gran Hermano muchas cosas me hacían reír, pero ninguna tanto como aquella frase, harto repetida, de: “Aquí los sentimientos se magnifican”. Quizá mi risa naciese de mi propia incapacidad de empatía con ellos y, por ende, de mi escepticismo hacia la magnificación de sus sentimientos.

Últimamente he vuelto a ese tema, como vuelve mi cabeza por su cuenta a las cosas a las que no es capaz de verles sentido a priori. Y he pensado en esa maraña de hilos que son nuestras relaciones y nuestros sentimientos. Hilos que se entrecruzan, a veces sin tocarse, pero otras de forma tan imbricada que la ruptura en uno de ellos provoca el efecto dominó de casi toda la urdidumbre. En la vida cotidiana también nos sucede, pero menos, pues no solemos quedar (al menos no después de escarmentar) con dos personas queridas que mutuamente no se soportan. Pero en situaciones “cerradas” eso no es posible, o no siempre. Y, así, nos encontramos con esas celebraciones familiares que terminan como esta película, "A casa por vacaciones", a la que le tengo un inmenso cariño, a pesar de no ser –inexplicablemente para mí- una de las más conocidas o populares –hasta me costó encontrarla en el emule-.

Eso también sucede aquí, en nuestro pequeño mundo cerrado. A veces es muy complicado hacer malabares con esos hilos que nos unen a unos y que desunen a otros. El intento de salvar la tela es, a veces, agotador. Y aunque tu cabeza te explica con mil argumentos sensatos y válidos que todo esto no es de verdad, tu desazón (que puede ir desde la simple molestia hasta una fuerte tensión) te indica que algo de autenticidad tiene que haber en nuestras relaciones virtuales. Es muy complicado mantener la tela intacta, porque cuando un hilo se rompe hay muchos otros que peligran y, sobre todo, porque es una tela que, como en la colcha de esa otra película "Donde reside el amor" (entretenida de ver, sin más, en mi opinión, donde individualidades se enlazan, como los cuadros de la colcha que fabrican), cada pedazo tiene su propia urdidumbre, su propio tejedor, y tiene, no sólo que soportar a su lado el cuadrado del otro, sino también que armonizar con él. Se puede tachar de mal tejedor a quien, después de haberlo intentado, no consigue hacer que su pedazo encaje donde supuestamente debería ir colocado. Pero, desde mi punto de vista, siempre es más fácil torear desde la barrera, y el artesano que no teje más que con los hilos que considera selectos, desechando los que considera, sin más, por el aspecto, indignos de sus yemas, no puede, en justicia, vapulear moralmente al que se ha destrozado las suyas intentando entramarse con cada uno de los que se le han ofrecido, fracasando, a veces, en el intento, y teniendo que desechar la obra final y el tiempo invertido en el intento de trenzarla. Siendo éticos, no podemos reprochar los errores de otro en una tarea que nosotros no hemos nunca acometido ni pensamos acometer. No es ético, no. Pero es humano.

A veces, el filamento que une dos nodos se rompe por desgaste. En otras ocasiones, por pura torpeza. Pero en la mayoría de los casos se rompe por el simple hecho de que nunca fue muy consistente y lo forzamos a estar ahí, a mantenerse como unión de lo inalmagamable.

No somos más que átomos que se atraen y se repelen, según nuestros signos. Pero, además, no siempre nos atraen los mismos átomos, ni somos repelidos o repelemos a los mismos. Cambiamos según sea nuestra carga, y cambiamos también según la molécula que compongamos; cambiamos en disolución con otros; cambiamos por reacciones; cambiamos con la temperatura interna y con la temperatura ambiental; cambiamos hasta por el propio azar que nos lleva a que, huyendo de la repulsión de otro átomo, entremos en el campo de atracción de un tercero, hasta ese momento neutro para nosotros, o viceversa. Somos tan… ¡atómicos! que si pienso en nuestro tamaño microscópico no me explico que nos tomemos a nosotros mismos tan en serio, pero, por otra parte, si pienso en nuestro potencial destructor/creador no me explico que nos tomemos tan a broma.