Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

lunes, 23 de julio de 2007

UN CARPINTERO SIN LÁPIZ (R. Creek)





- ¿Me puede invitar a un cigarrillo?
- Es negro.
- Sí, sí...


Ella continúa leyendo, haciéndose ajena a la llamada tácita de esos ojos azules y hambrientos que cuando buscan palabras solicitan tabaco.

- Es que yo fumo picadura, y ahora con estos dedos... imposible.

Alza la cabeza y lo mira largamente, con una sonrisa de asentimiento que quiere esconder el miedo al contagio del peor virus: el de la soledad. Y, huyendo, vuelve a hundir su cara en la historia del pintor que cabalgaba sobre la oreja de un hombre tan solo, quizá, como éste que no puede ya líar tabaco.

- ¡Un tabaco muy bueno, éste!

A su pesar, vuelve a levantar su rostro hacia el de él. Él aprovecha y continúa, brevemente:

- Sólo lo fumé una vez. De niño. Cuando le robaba tabaco a mi tío. Entonces no me gustaba. Pero es bueno... Muy bueno.

Ella intuye que ese cigarrillo, en realidad, sigue pareciéndole, como en su infancia, el último recurso. Antes, su último recurso para parecer mayor; ahora, su último recurso para recuperar la infancia y retomar el punto inmediatamente anterior a aquél en el que perdió su destreza con la picadura y el papel de arroz. Le sonríe de nuevo sin decir nada, privándose de decirle que ella también lo fumaba sólo cuando se lo robaba a su padre cuando era adolescente, negándose al parecido que le encuentra con ella misma, y vuelve a hundirse en las sábanas con que las lavanderas están pintando el monte.

Él no se rinde, tal es su necesidad de emitir sonidos, de contar historias como las de Herbal. Ahora ella lo tiene de pie, a su lado:

- ¿Me permite que le invite a uno de éstos? –dice con la comisura que le queda libre, mientras le tiende un cigarrillo recién liado. Ella se lo agradece y lo enciende sujetándolo con mimo: está tan flojo que amenaza con deshacerse de nuevo en picadura al menor atisbo de brisa; a ella le recuerda a aquellas trompetas del Rincón de la Victoria; claro que la forma de aquéllas era intencionada y consistente. Sabe que él tiene un monazo terrible de palabras, de oírlas y pronunciarlas. Pero ella teme; precisamente ayer lo estuvo comentando: el miedo a los locos por creer que cualquiera, incluida ella misma, es propenso a la locura. Y huye de nuevo hacia el paisaje de la nieve dominada por un lobo negro.

Él no se va a rendir. Quiere su opiáceo de fonemas.

- Si no le importa ¿me dice qué lee?... ¿de qué trata el libro?

Si fuese otra persona quien le preguntase, le habría dicho que trataba de amor, de soledad, de coraje, de la vida y la muerte, del amor a la vida, del amor a los hombres, de opresiones en el pecho que –no se sabe bien- provocan o son provocadas por la locura, del dolor de matar y el placer doloroso de vivir, de... Pero a él le responde:

- De la Guerra Civil.

Se da por vencido. Y ella intenta en vano volverse a sumergir en la cárcel de A Coruña, pero ya no puede. Ve por el rabillo del ojo cómo él se quita y se pone la camisa; abre y cierra su mochila; coloca su esterilla de playa ya perfectamente colocada...

Vuelven los demás del paseo que ella no ha querido compartir, y él parte, ahora aún más consciente de su mal, que erróneamente había supuesto compartido, carretera arriba, despidiéndose educadamente:

- ¡Hasta luego, señora!

 
Ella piensa, mientras se despide a su vez, que el tratamiento excesivamente cortés en este siglo, hace sentirse, al que lo recibe, más envejecido que respetado, sobre todo cuando el que lo dirige es alguien de más edad que al que va dirigido.

Suben todos la cuesta y, en lo alto, vuelven a verle. Mientras se dirigen hacia él, ella previene: “O es muy raro o está muy solo”, sin ser consciente de que la frase que ha pronunciado es redundante. Él inicia de nuevo su búsqueda desesperada de palabras y, en el cenit ya de su síndrome de abstinencia, se desata desaforadamente, y, confundiendo a Terenci Moix con Stephen King, les habla de que ha estado enfermo; estudiaba filosofía... Pero ahora tiene que volver atrás y empezar a estudiar Primaria. Le interesa la filosofía hindú. “¡Qué buena estás! Perdón” le dice a una, como si fuese el Ramayana el que ha hablado por su boca. Pero insiste: “¿Te puedo decir que estás muy buena?”. Y, sin esperar respuesta: “Estás muy buena”; y el tratamiento de excesiva cortesía se pierde en una mirada de deseo.

Se envuelve solo en una verborrea que no espera más respuesta que un sí o un no: “Salamanca, tierra mía, de arte y sabiduría eres tierra sin igual. Farina tenía un toque en la copla y el fandango. Pero no me gusta Farina.” Se emborracha con el sonido de sus palabras. “Qué triste es esperar solo el autobús de noche. Bueno, y de día" (qué triste es hacer cualquier cosa solo, piensa ella). "Menos mal que han venido. Claro, uno se puede desplazar en su coche. Pero no todos los jóvenes tienen coche. Yo, por lo menos, no tengo. ¿Y ustedes? El tabaco que fumo es el Ideales. Supreme. Ése sí que es un buen tabaco. Cuando tenga dinero, dentro de una o dos semanas, lo compraré. De momento fumo éste. Ahora no tengo dinero. Vamos, para el autobús sí”. Y, aclarando que no les está pidiendo dinero, ríe sin esperar respuesta. No quiere pipas ¡qué más quisiera él que tener paciencia para poder comerlas! Pero le comen los nervios. “Traiga unas pocas, dos o tres... ¿Ven? –dice después de echarse el puñado a la boca y tragarlas tras de masticarlas un par de veces- Yo las tengo que comer así. Me pueden los nervios. Son los nervios”.
 

Suben al autobús y él no encuentra el monedero. Quizá, a fin de cuentas, no era cierto que tuviera para el billete. Pero lo encuentra al final. “Siempre me pasa lo mismo. Es que yo soy así. No sé dónde pongo las cosas”. Se sienta y pide permiso al conductor para abrir la ventanilla “Si a las señoras no les molesta”. El conductor le pregunta por qué y él explica que le molesta el aire acondicionado porque está operado del pulmón. “¡Y fumas!”, le dice, riendo, el conductor. Y él explica que le operaron por eso “Por eso entre otras cosas”. Abre la ventana y lía un cigarrillo. Se sienta detrás e inicia como un lamento entrecortado, que se va hilando como una letanía, pueblo tras pueblo, y termina siendo una canción inventada para ahuyentar horrores: “Que no quiero pensaaaaar, noooooo noooo, que no quiero pensaaaaaar”; primero frases sueltas continuadas mentalmente, la cabeza inclinada hacia las manos, hasta convertirse en un cante ininteligible desde donde están.

Final de trayecto. Él cruza la carretera. Solo. Quizá más solo aún que antes. Se pierden en una infructuosa discusión sobre si es la locura la que lleva a la soledad o, por el contrario, la soledad la que conduce a la locura. Y ella piensa lo solo que a veces puede sentirse uno en un estadio, en un concierto... y lo acompañado que te sientes en otras ocasiones al calor único de tus propios abrazos.




2-9-2001

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