Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

martes, 17 de julio de 2007

SIN PERDÓN (R. Creek)


El Árbol del perdón de Sir Edward Burne-Jone
No creo en los perdones (tampoco en las vendettas).

No creo en la existencia real del perdón, no creo en su concepto ni en su esencia, aunque sí le veo valor, utilidad, como gesto. El perdón, opino, no existe; existe sólo su ritual, la simbolización del cariño a pesar de..., la simbolización de la intención de... pero nada más (y nada menos).

Pienso que, como ofensores, cuando de verdad necesitamos el perdón del ofendido es cuando no somos capaces de perdonarnos a nosotros mismos. Y, si es ése el caso, de nada nos vale, creo, que el otro nos diga que él sí es capaz de perdonarnos (salvo quizá para autoinculparnos aún más de lo que ya lo hacíamos).

Si es el caso en que no ha habido ánimo de ofensa, entonces no necesitamos perdón de nadie: nosotros ya nos hemos perdonado de antemano; más: ni siquiera nos hemos visto verdugos. Todo lo más, en este caso, se precisaría un desfazimiento de entuerto. Si, con ello y con todo, en este segundo caso, el de la no intencionalidad, el otro no nos perdona, nos terminará importando muy poco, puesto que no veremos en su gesto otra cosa que una atribución negativa que no nos retrata y que, por el contrario: empieza a dar forma culpable al Torquemada de turno. Terminaremos diciendo eso de: Pues si tan malo soy, aplícame el vade retro y aquí paz y después gloria.

Por tanto, como ofensores, en el caso de responsabilidad, el perdón de otro no nos salva de nosotros mismos. Y, en el segundo, en el del jarrón roto accidentalmente, nos sobra la absolución y hasta la condena del prójimo, puesto que nosotros mismos ya nos hemos dado entrada en el reino de los cielos (o, mejor dicho, nunca nos la denegamos).

Desde el punto de vista del ofendido: Cuando no lo resultas (ofendido, digo), la petición de perdón del otro está de más, incluso aunque su intención hubiese sido la de lastimarnos. No ha sido nada, respondemos tan felices. El perdón, aquí, me parece que no tendría objeto.

Cuando resultas herido, muy herido, puedes intentar que el otro no se sienta mal, y para eso le das tu absolución. Pero no será más que un gesto. Un generoso gesto, eso sí, pero sin traducción real, porque no somos dueños del olvido. Y así, aunque hayamos dicho perdonar, por ejemplo, una infidelidad, una deslealtad, una puñalada trapera... si el absuelto repite un patrón similar, o cercano, o que nos recuerda a aquella vez que..., ese simulacro de déjà vu activará más alarmas que un jilguero nocturno en Tiffany's. Porque lo cierto es que cuando alguien traiciona tu confianza (que es de lo que se trata en el fondo) la concesión del perdón no es sino una declaración de "te quiero aunque seas un/-a hij@ del Guayoniní"; pero nunca una promesa (imposible de formular) de retorno al punto cero de la inocencia.

(Tampoco en las vendettas).

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