
Ya no soy ella. Ahora soy el lacayo.
Arráncatelo. No te va a doler. Te duele ahora, al pensarlo, pero es anestesia, la amnesia. Olvídalolvídalolvídalolvídalo... ¿Cómo se hace eso? ¿Dónde están las instrucciones? Sólo tengo que contar hasta ocho. Sólo hasta ocho.
Uno
Un espejismo en mitad de un desierto. No en el instante extremo. No al principio, ni al final, cuando no reparas en él. En la mitad. Cuando lo necesitas real y no está ahí. Un espejismo evanescente. Ésa soy yo. Para los demás, y eso es buscado. Pero también para mí: no hay de dónde beber. No tengo pasado-presente-futuro que alimentar ni del que sobrevivir. No soy un misterio. Soy un vacío.
Dos
Tú resiste. No lo verbalices. Dejará de ser divertido. Ya ha dejado de ser divertido. Da igual, no lo digas. Las palabras lo convertirán en realidad y no lo es. Sólo otro espejismo evanescente que se ha desplazado hasta la mitad del desierto.
Antes de que tú me dieras alas, yo ya quería volar. Ahora las empapas de mar y no puedo aletear ni para escaparme. Pero pondré distancia. Arrastrándome, si no puedo de otra forma. Soy una anaconda que se autoestrangula buscando constreñir su angustia.
Sólo tengo que contar seis más y luego, para asegurarme la inmunidad, buscar el sirtaki de Zorba, blanco y azul. Y comprar patucos.
Tres
Al darte cuerpo ante ella, te ha invisibilizado; te ha desaparecido para materializarla a ella; del mismo modo que ella ha cobrado realidad en el intento de él por hacerla invisible a tus ojos. Piensa que, si la ves, te desvanecerás de verdad y, contigo, ella. No sabe que la has visto ya, desde el primer día, en lo profundo de su mirada atormentada, latiendo en su angustia. Ignora que no te has quedado porque esperes (nunca lo has hecho), sino porque, golondrina de El príncipe feliz, el cemento se ha secado en tus alas y ahora cuesta mucho más hacerlo añicos.
Es difícil, pero no imposible. Ayuda el repetirse, como si de una cuña publicitaria se tratase, ocho veces por microsegundo (ni una menos): Parcheflexibleparcheflexibleparcheflexible. Y recordar que no eres más que una ortopedia con la que disminuir su síndrome de abstinencia por el miembro fantasma, arrancado de cuajo sin haberle pertenecido; la lombriz-cebo que le devuelve el sueño de tangibilizar un pez-mito, deificado por la imposibilidad de que se vuelva pescado.
Sólo eso, y contar cinco más. Y todo habrá vuelto a la hipnosis pasada de Un mundo feliz. No habrá nada. Ni espejismo. Pero tampoco sed.
Cuatrocincoseisiete ¡ocho!
Ya. Se acabó. Qué rápido. Desenlatada, al fin. Sin celos, rencores, autoempequeñecimientos… Te quiero como debía haberte querido sin contar hasta ocho. Sin estrangulamiento, sin hipnosis orwelliana. Como te mereces y deseas. Profundamente, visceral pero positivamente, con el corazón y sin las tripas. Con la serenidad que me lleva a abrir los ojos y quererte también en tus ínfimos y enormes defectos y desde mis minúsculas y gigantescas debilidades e inseguridades. Te quiero compartido, y con un amor que ya no me lleva a combatirte sino a resurgirte, a no luchar más contra ti sino contigo. Por tus sueños sin los míos. Por los míos sin los tuyos. Pero juntos.
Ya no deliro. He pasado el delirium tremens y sigo aquí, sorprendida al descubrirme igual, espejismo en mitad del desierto. Pero espejismo, ahora, no para desesperarse o desengañarse: para engañarse y soñar.
Tres mil doscientos quince
Pero no se acabó. Siguió la tortura y la desertificación. Y hasta un grado que, hoy, hay zonas que no han vuelto a brotar.
Arráncatelo. No te va a doler. Te duele ahora, al pensarlo, pero es anestesia, la amnesia. Olvídalolvídalolvídalolvídalo... ¿Cómo se hace eso? ¿Dónde están las instrucciones? Sólo tengo que contar hasta ocho. Sólo hasta ocho.
Uno
Un espejismo en mitad de un desierto. No en el instante extremo. No al principio, ni al final, cuando no reparas en él. En la mitad. Cuando lo necesitas real y no está ahí. Un espejismo evanescente. Ésa soy yo. Para los demás, y eso es buscado. Pero también para mí: no hay de dónde beber. No tengo pasado-presente-futuro que alimentar ni del que sobrevivir. No soy un misterio. Soy un vacío.
Dos
Tú resiste. No lo verbalices. Dejará de ser divertido. Ya ha dejado de ser divertido. Da igual, no lo digas. Las palabras lo convertirán en realidad y no lo es. Sólo otro espejismo evanescente que se ha desplazado hasta la mitad del desierto.
Antes de que tú me dieras alas, yo ya quería volar. Ahora las empapas de mar y no puedo aletear ni para escaparme. Pero pondré distancia. Arrastrándome, si no puedo de otra forma. Soy una anaconda que se autoestrangula buscando constreñir su angustia.
Sólo tengo que contar seis más y luego, para asegurarme la inmunidad, buscar el sirtaki de Zorba, blanco y azul. Y comprar patucos.
Tres
Al darte cuerpo ante ella, te ha invisibilizado; te ha desaparecido para materializarla a ella; del mismo modo que ella ha cobrado realidad en el intento de él por hacerla invisible a tus ojos. Piensa que, si la ves, te desvanecerás de verdad y, contigo, ella. No sabe que la has visto ya, desde el primer día, en lo profundo de su mirada atormentada, latiendo en su angustia. Ignora que no te has quedado porque esperes (nunca lo has hecho), sino porque, golondrina de El príncipe feliz, el cemento se ha secado en tus alas y ahora cuesta mucho más hacerlo añicos.
Es difícil, pero no imposible. Ayuda el repetirse, como si de una cuña publicitaria se tratase, ocho veces por microsegundo (ni una menos): Parcheflexibleparcheflexibleparcheflexible. Y recordar que no eres más que una ortopedia con la que disminuir su síndrome de abstinencia por el miembro fantasma, arrancado de cuajo sin haberle pertenecido; la lombriz-cebo que le devuelve el sueño de tangibilizar un pez-mito, deificado por la imposibilidad de que se vuelva pescado.
Sólo eso, y contar cinco más. Y todo habrá vuelto a la hipnosis pasada de Un mundo feliz. No habrá nada. Ni espejismo. Pero tampoco sed.
Cuatrocincoseisiete ¡ocho!
Ya. Se acabó. Qué rápido. Desenlatada, al fin. Sin celos, rencores, autoempequeñecimientos… Te quiero como debía haberte querido sin contar hasta ocho. Sin estrangulamiento, sin hipnosis orwelliana. Como te mereces y deseas. Profundamente, visceral pero positivamente, con el corazón y sin las tripas. Con la serenidad que me lleva a abrir los ojos y quererte también en tus ínfimos y enormes defectos y desde mis minúsculas y gigantescas debilidades e inseguridades. Te quiero compartido, y con un amor que ya no me lleva a combatirte sino a resurgirte, a no luchar más contra ti sino contigo. Por tus sueños sin los míos. Por los míos sin los tuyos. Pero juntos.
Ya no deliro. He pasado el delirium tremens y sigo aquí, sorprendida al descubrirme igual, espejismo en mitad del desierto. Pero espejismo, ahora, no para desesperarse o desengañarse: para engañarse y soñar.
Tres mil doscientos quince
Pero no se acabó. Siguió la tortura y la desertificación. Y hasta un grado que, hoy, hay zonas que no han vuelto a brotar.
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