Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

martes, 17 de julio de 2007

QUÉ BELLO ES VIVIR... SOÑANDO (R. Creek)


Cuando era niña, hubo una época en que me llevaba un disgusto de aúpa cada vez que, en cualquier película, aparecían regalos que nunca llegaban a abrirse. Él iba a buscarla y llevaba en la mano una tabletita brillante con lazo; ella le besaba levemente en la mejilla, decía que no debería haberse molestado, y depositaba el presente sobre la chimenea mientras seguían hablando de otras trivialidades, nunca tan importantes ¡nunca! como el contenido de ese regalo del que no volvía a hablarse en toda la película, para mi desesperación. 

No quiero ya ni hablar de las películas navideñas. Cajas y cajas por todas partes y sólo se veía el contenido del gracioso regalo del nieto al abuelo y el esperado y largamente buscado regalo del niño. ¡¿Qué recontrarrábanos contenía el resto?! Hubiese traspasado el cristal y los habría abierto yo misma. Lo juro. De hecho, en cuanto veía un envoltorio, ya estaba yo nerviosa cruzando dedos: quesevealoquetiene quesevealoquetiene aunque sea un calcetín con tomate. No sé cuándo, pero superé esa fase. Supongo que cuando me di cuenta de que todo era atrezzo, que se trataba de cajas de detergente vacías, delicadamente disfrazadas. Y supongo también que llegué a esa conclusión porque mis hermanos y yo hacíamos lo propio para adornar el árbol: envolvíamos galletas, rosquillas,… de todo, hasta que el árbol se ladeaba peligrosamente hacia el beso del suelo.

A esa fase siguieron muchas otras. En una de ellas me empeñaba en imaginar qué sucedía después de The Ends, sobre todo si se trataba de una película desaconsejada para diabéticos que no me llegaba a creer. Por ejemplo, pensaba que Richard Gere, en la primera discusión que tuviese con Julia, le echaría en cara su pasado “milonguero”; ella no se lo perdonaría y se largaría; él la iría a buscar otra vez, y así hasta el infinito. Pero también me sucedía con las que me gustaban: también pensaba que Ilsa no iba a ser nada feliz con Lazlo, que viviría una apacible vida resignada, y no me cabía en la cabeza que a Lazlo eso no le importase.

Superé igualmente esa etapa. La superé cuando, viviendo, aprendí que, como los regalos, hay sueños que merece la pena mantener en su vitrina, sin levantar jamás la campana transparente que los preserva de la realidad, cuyo contacto, muy probablemente, los convertiría en cenizas. Sí, aprendí que los sueños cine son cuando, realidando cualquiera de los míos, se me hizo polvo. Conocí, entonces, que es posible vivir, vivir realmente, pero sin despertar del ensueño. Supe que cada fragmento de magia encerrado en una película acaba ahí porque es eso: pura fantasía en la que no hay progreso, puro onirismo recurrente al que volver siempre. Sin aterrizaje ni desengaño posible. Y supe, en fin, que hay ciertos besos que saben mucho mejor si no se dan con los labios, porque se convierten en el beso eternamente sabroso que esperar de la vida; que la luna es inmensamente más bella desde aquí abajo que explorada al microscopio; que hay regalos que son más hermosos cuando se quedan cerrados, porque entonces permanecen siempre llenos de promesas.


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