Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

martes, 17 de julio de 2007

AMÉLIE (R. Creek)


A mí me sucede a menudo. De pronto estoy enamoradísima, y no sé ni de quién, de qué, o cómo. Pero manifiesto todos los síntomas: angustia, añoranza, carcajada, desbordamiento primaveral... Como si la flecha hubiese salido de la ballesta hacia una inexistente diana. No, ni siquiera siento la carencia de un objeto-objetivo; una almohada bastaría en este caso. No es nostalgia, no. No es re-presentización de una emoción que tuvo forma y destino. No es ese revivir de los latidos cuando paso páginas del álbum y me detengo en ésa y la acaricio, y cierro los ojos, y ya no hay pasado-presente-futuro; y luego, al abrirlos, exhibo un mordisquito en el nacimiento mismo del corazón, un bocado en pleno centro de los besos pasados.

No es eso, no. Es real y presente. Las sensaciones son reales, el bombeo acelerado, las ganas de cantar y saltar, de cruzar mil oceános en busca de no sabes qué ni te importa, la felicidad tonta por inmotivada, y, al instante, la inestabilidad adolescente que lleva a la melancolía incausada, a la tristeza infinita que dura un segundo; el deseo de brotar hasta desertizarme, de vaciarme en lava o en cascada torrencial; y al momento, de nuevo, las ganas de abrazar, de lanzarme en volandas, de elegir por instinto a un anónimo transeúnte y hacer cualquier cosa, hacerlo todo por él; de correr sin destino, locamente, a ser posible por una empinada cuesta abajo; de planear con los brazos abiertos, al ras, sobre un lecho de lavandas para luego, al caer el sol, volar de espaldas, de cara a una noche de San Lorenzo.


¿Existirán, como los embarazos, los enamoramientos psicológicos?





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