Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

viernes, 13 de julio de 2007

DE DEMOCRITO Y ARIADNA (R. Creek)




Cuando escuchaba los comentarios de diferentes concursantes de Gran Hermano muchas cosas me hacían reír, pero ninguna tanto como aquella frase, harto repetida, de: “Aquí los sentimientos se magnifican”. Quizá mi risa naciese de mi propia incapacidad de empatía con ellos y, por ende, de mi escepticismo hacia la magnificación de sus sentimientos.

Últimamente he vuelto a ese tema, como vuelve mi cabeza por su cuenta a las cosas a las que no es capaz de verles sentido a priori. Y he pensado en esa maraña de hilos que son nuestras relaciones y nuestros sentimientos. Hilos que se entrecruzan, a veces sin tocarse, pero otras de forma tan imbricada que la ruptura en uno de ellos provoca el efecto dominó de casi toda la urdidumbre. En la vida cotidiana también nos sucede, pero menos, pues no solemos quedar (al menos no después de escarmentar) con dos personas queridas que mutuamente no se soportan. Pero en situaciones “cerradas” eso no es posible, o no siempre. Y, así, nos encontramos con esas celebraciones familiares que terminan como esta película, "A casa por vacaciones", a la que le tengo un inmenso cariño, a pesar de no ser –inexplicablemente para mí- una de las más conocidas o populares –hasta me costó encontrarla en el emule-.

Eso también sucede aquí, en nuestro pequeño mundo cerrado. A veces es muy complicado hacer malabares con esos hilos que nos unen a unos y que desunen a otros. El intento de salvar la tela es, a veces, agotador. Y aunque tu cabeza te explica con mil argumentos sensatos y válidos que todo esto no es de verdad, tu desazón (que puede ir desde la simple molestia hasta una fuerte tensión) te indica que algo de autenticidad tiene que haber en nuestras relaciones virtuales. Es muy complicado mantener la tela intacta, porque cuando un hilo se rompe hay muchos otros que peligran y, sobre todo, porque es una tela que, como en la colcha de esa otra película "Donde reside el amor" (entretenida de ver, sin más, en mi opinión, donde individualidades se enlazan, como los cuadros de la colcha que fabrican), cada pedazo tiene su propia urdidumbre, su propio tejedor, y tiene, no sólo que soportar a su lado el cuadrado del otro, sino también que armonizar con él. Se puede tachar de mal tejedor a quien, después de haberlo intentado, no consigue hacer que su pedazo encaje donde supuestamente debería ir colocado. Pero, desde mi punto de vista, siempre es más fácil torear desde la barrera, y el artesano que no teje más que con los hilos que considera selectos, desechando los que considera, sin más, por el aspecto, indignos de sus yemas, no puede, en justicia, vapulear moralmente al que se ha destrozado las suyas intentando entramarse con cada uno de los que se le han ofrecido, fracasando, a veces, en el intento, y teniendo que desechar la obra final y el tiempo invertido en el intento de trenzarla. Siendo éticos, no podemos reprochar los errores de otro en una tarea que nosotros no hemos nunca acometido ni pensamos acometer. No es ético, no. Pero es humano.

A veces, el filamento que une dos nodos se rompe por desgaste. En otras ocasiones, por pura torpeza. Pero en la mayoría de los casos se rompe por el simple hecho de que nunca fue muy consistente y lo forzamos a estar ahí, a mantenerse como unión de lo inalmagamable.

No somos más que átomos que se atraen y se repelen, según nuestros signos. Pero, además, no siempre nos atraen los mismos átomos, ni somos repelidos o repelemos a los mismos. Cambiamos según sea nuestra carga, y cambiamos también según la molécula que compongamos; cambiamos en disolución con otros; cambiamos por reacciones; cambiamos con la temperatura interna y con la temperatura ambiental; cambiamos hasta por el propio azar que nos lleva a que, huyendo de la repulsión de otro átomo, entremos en el campo de atracción de un tercero, hasta ese momento neutro para nosotros, o viceversa. Somos tan… ¡atómicos! que si pienso en nuestro tamaño microscópico no me explico que nos tomemos a nosotros mismos tan en serio, pero, por otra parte, si pienso en nuestro potencial destructor/creador no me explico que nos tomemos tan a broma.

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