Sabe que sufre de falsa ceguera cuando, observando su cuerpo acupunturado en espinas de rosas, sólo es capaz de traducir esas formas sangrantes como un baño en los pétalos aterciopelados de esas espinas, a pesar del dolor que finge no sentir.
Se sabe sorda cuando acude, imanada, al sonido que emite un viejo televisor hablando del temor al rechazo y lo canta, confiada, convertida de repente en una sirena odiseíca.
Se sabe enferma cuando, mientras anota las citas del viejo maestro de los puntos de arroz, escribe también: me engañaste, no río, me estoy derramando.
Sabe que está loca cuando se mira al espejo y ve una mujer con un triángulo en la cabeza y, sin embargo, un círculo completo, acabado, en el pecho. Un triángulo como la arcaica representación del dios masón, con un centro ocular que todo lo sabe porque no tiene párpados con que dormir las certezas. Un círculo que sólo encierra la perfección cíclica de los finales felices fundidos en comienzos esperanzadores, porque carece de rendijas por las que se cuele el menor rayo de realidad.
Lo sabe todo. Pero lo olvida todo, también, en el reflejo del sueño de la imagen del eco de una inventada promesa.
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