Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

domingo, 20 de mayo de 2007

NO DIGAS NADA (R. Creek)



Los silencios dicen mucho más que las palabras. Siempre. Pero es imposible leerlos si son ajenos. A sabiendas, no quiere remediarlo, y se sume en el mutismo de quien hubiese padecido un trauma (sin ser cierto) cada vez que cree que el sonido puede dejarlo al descubierto. Uno siempre atribuye al otro poderes adivinatorios que no posee. Cree, por ejemplo, que si dice estar enamorado, ella va a saber inmediatamente de quién, y va a saber cómo, y por qué, y desde cuándo y hasta qué extremo, e incluso se convence de que ella, desde ese momento, empezará a escuchar en cuántas pulsaciones acelera cuando se la encuentra, como si fuese el suyo el corazón delator de Poe. Y entonces toma sus precauciones afásicas. Es consciente de que es algo tan infantil como cerrar los ojos para que los demás no te vean. Si ella fuese tan intuitiva, lo sabría todo sin necesidad de palabras, lo sabría, cuando él le esconde sus ojos, y también cuando él finge no verla para que ella no lo vea a su vez, lo sabría cuando sufre al lograr su objetivo de invisibilidad, lo sabría cuando encubre ese dolor sordo en guiños de risas banales, como si todo fuese una estúpida broma y no un grito silencioso, el más desgarrado.

Pero ella no sabe. O quizá sabe y también calla, convencida de que él sería capaz de adivinar, en sus palabras, cómo se encogen los dedos de sus pies cuando lo escucha llegar, cómo inicia sus primeros viajes astrales cuando él la saluda en un gesto apenas si de cumplido, cómo se muerde los labios retorcidos para impedirles el curso natural hacia los de él cuando se cruzan sus miradas. Ella no sabe. O quizá sabe y sella con su enmudecimiento todo lo que sabe y lo que teme que se sepa, tal y como él mismo hace.

Si él supiera que ella sabe y calla, si él supiese leer sus silencios, y saber que se descifran con el mismo código que los suyos propios, quizá un día empezase a deletrearlos, quizá llegaría un día a su lado y le hablase tácitamente, acariciando su pelo corto, ése que ahora se priva de revolver con ambas manos mientras le habla a los ojos diciendo que hace un día de perros cuando lo que quiere decirle es que ya no puede respirar.

Si ella supiese que lo que él calla es lo mismo que ella dice en sus silencios, no seguiría cocinando esa absurda receta tan rica y con tanto fundamento, no tras haberse ahogado un segundo en esos ojos castaños como los bosques de los cuentos.

Pero ni ella ni él saben. O saben y callan por si el otro adivina lo que saben; o por si el otro no sabe lo que callan. Y se sientan a comer con el sonido de la radio desencriptando lo que ninguno, bajo sus temores, se atreve a temer.

PARTENOGÉNESIS O EL MISTERIO DE MARÍA (R. Creek)



Partenogénesis o el misterio de María. Es un tema con el que me desvelo cada noche. Electrocutarme o meterme un chute de Wolbachia y parir marianamente. ¿Que no?

No tengo aún bien planificado cómo hacerlo. Había pensado estudiarme seriamente a Mary Shelley, pero deseché la idea porque no sé si es muy precisa en los pequeños detalles científicos. Por ejemplo: ¿Qué tipo de tormenta eléctrica debo esperar? o, lo que es lo mismo: ¿Cuál es el máximo voltaje al que debería someterme? Se trataría sólo de reproducirme, y no de vivificarme, ¿estaría igualmente indicado el proceso prometeíco conmigo? Demasiadas dudas y temores. Después de todo, ella no llegó a ponerlo en práctica. Sólo se lo imaginó. Así que he estado consultando manuales de biología sobre platelmintos, hormigas, etc., pero no creo que sea capaz de emularlos, así como si nada. Por eso la idea de la silla eléctrica o la inyección bacteriana. Precisamente la saqué de ahí.

Día a día voy dando forma a lo que nació como una idea loca sobre la virgen católica, convertida, oníricamente, en abeja reina, madre de todos los zánganos. Mi primera dificultad es que no sé dónde se compra la Wolbachia ni si, encontrado el abastecedor, debo pedirla en unidades de capacidad o de peso. ¿Qué hago? ¿solicito un par de litros de Wolbachia, un quintal métrico, 10 grageas, arroba y media…? ¿Vendrá con prospecto? No me gustaría sobredosificarme y partenogenerar septillizos, por ejemplo.

Lo del electroshock no está mal tampoco, pero, claro, no es un proceso tan autónomo como el de la bacteria. Para electrocutarme necesitaría ayuda, sobre todo si debo alcanzar un voltaje próximo a la defunción. No me veo girando la ruedecita de control del voltímetro a la vez que me convulsiono en espasmos de posesa y, sobre todo, no sé si a ese voltaje conservaré el suficiente control muscular como para detener la descarga una vez administrada la necesaria. No. No me veo en pleno ataque parkinsoniano y dirigiendo impávida mi mano hacia el panel de control. Aunque quizá sea posible. No sé. No conozco aún a nadie que lo haya probado ¡y eso que me he metido en foros de lo más extraño! Y no es que me niegue a pedir ayuda por orgullo o para no tener que deber favores eléctricos a nadie, no. Es que tampoco sabría cómo pedir a alguien que me electrocute, así, sin más explicaciones. Tampoco sabría qué tipo de persona accedería a una petición como ésa. He leído que el verdugo de Neil Tucker no lo hizo nada mal hace tres años. Pero, claro, él llegaba hasta el final. No sé si sabría contenerse conmigo. Tampoco me veo buscándolo en Carolina del Sur, con lo grande que es y con lo mal que hablo yo el inglés… Pero todo es ponerse, la verdad. Si María pudo, y encima en esa época, sin electricidad ni nada, ¿me voy yo a rendir por un par de nimiedades puramente formulísiticas? De momento ya me he apuntado a un curso virtualizado de inglés, por si me falla lo del proveedor farmacéutico.

MI MECEDORA (R. Creek)


Te quiero. Lo sabes porque te lo digo a todas horas, con mi voz y con mis besos, con abrazos y caricias, también cuando te grito, de pronto, cuando no esperas verme aparecer, ¡¡Honkong Fuii!!, te lo digo. Y tú me crees. Pero sé que te gusta más cuando te lo escribo, que te parece más de verdad. Lo sé y, sin embargo, apenas lo hago. Apenas te escribo cuánto te he necesitado siempre y cuánto te sigo necesitando.
 
Madre e hijo (Gustav Klimt)
Tú no me dices te adoro ni con besos ni con palabras. Tu lenguaje es otro. Nunca me has besado con los labios, explosivamente, porque sí. Me has besado con tu fatiga, con tus madrugones, con tus locas carreras de acá para allá, con tu aliento sin resuello al acabar el día y con un último esfuerzo además, tras el agotamiento final, si te necesitaba.

Tú nunca me has acunado durante horas en una mecedora como hacían las madres de las películas. Sin tiempo ni de sentarte, me has mecido siempre en el pecho del consuelo, arrullándome en la eterna nana de tu comprensión infinita y tus balsámicas palabras.

Nunca me has llevado en brazos. Tu cuerpo joven no podía con los cuatro, ni pudo, después, ya más cansado, con nuestra feliz sorpresita. Por eso me has llevado siempre en los brazos del amor, en el soporte invisible pero tangible de tu incondicionalidad absoluta, con el pulso inacabable de tu paciencia, en el sosiego nirvánico de tus oídos abiertos a mis palabras, hasta las más precarias, e incluso atentos y alerta a mis escasos silencios también.

Nunca me has llevado de viaje, pero me has hecho viajar a las simas de tu infancia, a los océanos de las historias de los otros, a la pradera inmensa de tu perpetua sonrisa y al viaje más privilegiado: el de tu corazón.

No me contaste cuentos ni pudiste, a tu pesar, darme tu religión, pero me diste más que eso: me has regalado mi fe en los sueños.

No me has construido un palacio, ni me has comprado un velero, me has regalado una vida y, más allá de ella, me has regalado un feliz camino: el mío, acompañándome de la mano durante todo el sendero, una mano que nunca oprimió, ni cuando veías que me caía; una mano que nunca dirigió, aun cuando veías que me perdía; una mano que nunca detuvo, aun cuando veías que me estrellaba; una mano que me acaricia cuando me ve en el suelo; me guía cuando pido señales; que me recibe cuando recupero el rumbo; y que me sana cada vez que me veo herida.

Yo, que no sé decir te quiero como me lo dices tú, tengo que usar las palabras y los besos: Te quiero desde siempre, a lo largo y ancho del curso de este Nilo mío que me has ofrecido, mamimamámadreLoliLolaMªDolores. ¡¡Te quiero!!

jueves, 17 de mayo de 2007

SECRETOS AMADOS COMO LIBROS, AMORES LEÍDOS COMO SECRETOS (R. Creek)


Tengo en mis manos un libro-joya que no me atrevo a abrir. Llevo varios días acariciando sus tapas, esa luna suave de la contraportada, ese lomo envejecido… Lo huelo levemente, luego in crescendo, días más tarde oso entreabrirlo un poco y aspiro intensamente el ignoto contenido con los ojos cerrados a través de mis fosas nasales en estado hiperreceptivo. Miro las ilustraciones de las cubiertas, me inundo en ellas, parto con ellas,… Pero sigo sin tener el valor suficiente como para hacer nada más. Tengo miedo. Doy un paso más, llena de valor, y lo hojeo, rápidamente para que no me dé tiempo a ver más que de reojo. Lejos de -por mor de la creciente cercanía- decrecentar mis temores, éstos se agigantan. Me resisto aún, no quiero saber si espero más de lo que viajaré al entrar. Vuelvo a empezar, pasando suavemente mis dedos sobre el lomo y sobre esa piel dura que, seguro, protege un contenido hermoso y tierno (¿por qué, si no, iba a venir cubierto con esa protección tan ósea?). Recomienzo la andadura olfativa por cada rincón; tiene distinto aroma en el exterior que en lo poco que he olisqueado de su interior; a más no me atrevo; me evito pensar en el perfume que tendrá su corazón, su centro mismo. Todas las mañanas, antes de abrir los ojos, tengo ya en ellos esa luna sepia de tiza de la que cuelga un faro. He llegado a soñar que, ratoncillo blanco, el viajante de la maleta dormía a mi lado y, sin abrirlos aún, he extendido mis dedos sabiendo que no estaría. Ahora mismo estoy degustándolo, chupando a pequeños lametones ese queso luna que me sabe a ti, ese arañazo que me duele como tú, esas esquinas que son tus mismos vértices hirientes. No quiero entrar. Lo estoy deseando. ¡Me niego! ¿Por qué no? Lo haré. Mejor que siga así. ¡Vamos! Qué miedo abrir el cofre y ver que el tesoro se desvanece cuando entra en contacto con el aire…

miércoles, 16 de mayo de 2007

PELIGROS DE LO INDÓMITO (R. Creek)


Si tus ancestros te contaron la historia de Fâtma, conocerás también la también la historia de su hermana Yarara...

Salió de allí con las vértebras doloridas por los poderosos y continuos golpeteos a los que las había sometido el corazón durante todo el tiempo que duró la visita de Isha. Lo que había escuchado era tan espantoso que se sentía obligada a gritar y expulsar, en ese grito, el magma más profundo de su pequeño universo. ¿Por qué había hecho aquello su hermana? ¿Por qué los condenaba a todos a la pena de no volver a verla ?

Pero no gritó. Salió a la noche y no pudo gritar. Ni llorar, ni golpear, ni tan siquiera emitir un quejido. Regresó y buscó refugio en el triste bálsamo de su
tumarit. Cerró los ojos, ajena a los inmediatos balanceos de Akali. Y, a los pocos minutos, como siempre sucedía, acudieron a ella imágenes de esa tierra misteriosa y nunca visitada del sapera amante que un día le regalara ambos (la flauta y el soberbio ejemplar de cobra macho que ahora se le insinuaba) en sustitución del regalo de la palabra "adiós".

El vacío melancólico que abatía su ánimo le hizo evocar las veces en que había sentido el extraño deseo de perturbar a Akali a cambio de un único y último beso suyo. Pensar en Akali la llevó a observar, aún con los párpados cerrados, su énea mirada hipnótica, y de ello pasó de nuevo a la mirada abisal de Fâtma, consciente, cada vez más, de que probablemente jamás volvería a presenciar la maravilla de sentir la propia mirada desnuda de secretos cuando era reflejada por la negra oscuridad de los ojos de su hermana.

Los ojos de Akali también solían desnudarla, pero de una forma bien distinta. La cobra la perturbaba incluso en sueños. Ese duelo de poder al que llevaban sometiéndose una década, pupila contra pupila, silbido contra silbido, era tan peligroso y amenazante, como turbadoramente placentero.

Muchas veces la había vendido, huyendo de la locura de vivir siempre en alerta, tantas como la había recuperado (y pagando siempre un precio mucho mayor) sabedora de que la hipersecreción de adrenalina se había convertido en su adicción.

¿Cuánto tiempo llevaba Akali callado?- se preguntó, abriendo los ojos, sacada de pronto de su profundo y embalsamador ensimismamiento. Sobresaltada al no verlo frente a ella, se incorporó y encendió una lámpara de aceite, a tiempo para verlo salir por la ranura inferior de la puerta. Intrigada ante el insólito comportamiento de la cobra, decidió seguirla.

Akali parecía seguir un rumbo determinado y era, por momentos, demasiado rápido para sus pies y su visión en penumbras. Alcanzaron ambos, una tras otro, los muros exteriores de la ciudad. Allí, en campo abierto, tras sombras y tonos que camuflaban la piel de Akali, no tardó mucho en perderlo de vista. Empezó a buscarlo con una ansiedad devastadora, corriendo como loca, zigzagueando, cayendo, la mirada espasmódica en violentos movimientos sacádicos, buscando sin saber cómo encontrar o dónde.


A medida que pasaban los días y la fatiga se iba adueñando de ella, fue enlenteciendo su paso, y lo que fuese, la primera noche, carrera desaforada, era ahora un tranquilo deambular en el que había perdido ya la noción de lo buscado, pero no la necesidad imperiosa de encontrarlo.

Nadie ha preguntado aún por ella, sino mi abuela, descendiente directa de aquel
sapera que la amó brevemente, pero con tal locura que un día le entregó su esencia por no entregarle un adiós. Esta abuela quijotesca mía siempre me advirtió de que es una locura el amor, a menos que se ame con locura.

CRASH (R. Creek)


Me dan escalofríos las personas que se rompen. Siempre pienso que, en un descuido, mientras bajo por la barandilla atropelladamente, como siempre hago, sin previsión ni malicia, me las puedo cargar. Y no sé recomponer personas cuando las rompo. Se me dan bien las personas puzzle; incluso se me da fenomenal conseguir que las personas ya rotas se rehagan a sí mismas con superglú. Nunca se parecen, después, a lo que fueron antes de romperse; tienen una forma nueva, pero igualmente hermosa. De eso sé. No he aprendido, pero -me resulta curioso- sé. No así con las que están enteras y de pronto se hacen añicos sin querer cuando estoy cerca, tan cerca como se está de un empujón. Y no pregunto si he sido yo, porque veo que sí, que las he roto sin querer, a veces, incluso, porque no las había visto; otras, porque no me he percatado del letrerito que reza “Frágil” (algunas ni lo llevan). Soy torpe y mala recomponedora de lo que estropeo. Cuando algo así sucede, digo: "Sí, he sido yo, perdóname mucho". Y salgo corriendo calle abajo, llevándome por delante otras dos o tres personas que se rompen. O que ni se tambalean siquiera.

DENTRO (R. Creek)


Soy, a mi pesar, un poco señora Luciana, la de Corrales (*); me salva la distancia mi falta de pregones. Y no es que extienda la parabólica para captar el paso de una mosca. Más bien es el mundo el que viene a enredarse en mis lecturas, entre mis conversaciones, en mis desvaríos. No soy consciente de que llevo captando mucho tiempo la situación hasta que sucede lo anómalo. Entonces lo comento, lo anómalo, y me sorprendo y horrorizo a mí misma describiendo toda la situación anterior.

 ¿Cuándo me he dado cuenta de todo eso? ¿Desde cuándo estoy escuchándolos? ¡Si yo estaba hablando contigo, te lo prometo! Te puedo repetir, palabra por palabra, todo lo que me has dicho y todo lo que he ido pensando y respondiendo a lo que me has dicho. Te doy mi palabra de que no he querido escuchar a esa pareja recién construida hablando de qué cama pondría ella en la casa de él. Ni la respuesta de él diciendo que a él le gustan las camas de forja. Te juro que si he pensado que el comentario sobre la cama de forja era la traducción de una marca territorial de lobo solitario no ha sido descuidando lo que me dices sobre que un cura fornicador es más hipócrita que un marido adúltero, y que sigo manteniendo que no estoy de acuerdo. 

Mira, si no estuviese contigo, habría dejado mi libro para anotar lo de la cama de forja, y, a continuación, mi boli me habría llevado a relatar a saltos el contexto, para, después, sin más, continuar el libro justo donde lo dejé o, por el contrario, sumirme en cualquier fantasía sobre mí misma en una cama de forja con Han. ¿Por qué sé que son "reciémpareja"? Ya te lo he dicho: llevo escuchándolos sin saber que los escuchaba hace… ¡más de 200 km. ya! Recuerdo que hasta he escuchado la conversación de ella con su sobrina cuando pasábamos por Miranda. ¡Sé incluso en qué hotel se van a alojar! ¡Es horrible, lo sé! Pero es algo que no puedo evitar. Si no hubiese salido en la conversación el debate de la cama de forja versus cabecero colgante, jamás me habría percatado de todo lo que sé sobre esta pareja. 

¿Que por qué me pasa? No lo sé. Pero sí sé por qué me hago consciente de ello en un determinado momento. La respuesta a eso me la dio mi querido profesor, hablándome de Heidegger y su "ser en el mundo" y de la silla que no es silla hasta que no deja de ser silla porque desaparece de su sitio habitual, de su forma habitual, de su funcionamiento habitual…

Mi querido profe… Tenía tanta hambre de sus sabias palabras que terminé teniendo hambre física de él mismo. Por supuesto, lo imaginé mayor y abuelito. Era la única forma de poder enamorarme realmente de él. Eso mismo imaginé del camionero, del cervecero y de algún otro -ero. Uno puede enamorarse de una persona si la reviste de canas y lejanía, lejanía cronológica, lejanía topográfica, lejanía amorológica, ¿lejanía ideológica? No, creo que en este último caso no funcionaría, pero sí en las otras tres. Es fácil dejarse llevar cuando lo imaginas enamorado de otra desde hace tantos años que cuesta decir cuántos; cuando lo imaginas viviendo en la China; o cuando lo imaginas tan mayor que sería incapaz de devolverte la pasión arrebatada que le profesas. Es fácil enamorarte de un imposible. Pero el día en que lo ves frente a ti, y se reduce esa distancia, sabes que el enamoramiento se ha acabado: es una persona real, con vida real. ¿Cómo te vas a enamorar de un tío inteligente y divertido si está buenísimo e infelizmente casado ¡o incluso soltero!? Contravendría todas tus normas defensivas. Además, una persona real te muestra su realidad, y anula parcial o completamente la realidad que tú le habías creado y que te había llevado a amarlo más que a nada.

Por eso es mejor conocer a la gente sólo por dentro. Sí, siempre lo he dicho: a mí dadme fachadas de edificios e interiores de personas, y nunca al revés. Tú ves la Aljafería mientras estás tumbada en la explanada de hierba que tiene fuera y te enamoras. Te tienes que enamorar a la fuerza. Sabes que allí sucedieron mil historias, se susurraron mil secretos, por allí pasó un hombre que estaba enamorado de una mujer que, a su vez estaba enamorada de… (como decía un personaje de Coixet); sabes que mientras guisaba un hermoso cordero con tomillo, a la cocinera la avisaron de que su hijo se moría; sabes que el guardián del primer turno por las noches cantaba en las calles cercanas a la casa de su primer amor, sabes… ¡lo sabes todo! Pero entras y se desvanece la realidad: Suelos con los más modernos materiales resistentes a los cambios de temperatura, radiadores como los que tienes en tu casa y mejores, dos guardiajurados con walkie-talkies de tecnología punta que nos siguen y se susurran cosas, picarones, cada uno aparece en una sala, y se repiten los susurros, y al instante, y en cada sala, se acercan para explicarnos la maqueta del edificio y sus fases de restauración ¡¿qué coño hace ahí una maqueta bajo una urna de vidrio blindado?! ¡Y esos pósters anunciando el próximo congreso de ingenieros audiovisuales! ¿Cómo vas a transportarte a ningún sitio si te anclan de esa forma tan brutal al presente? Esa calva lustrosa le sienta fenomenal al guardiajurado; tiene unos ojos muy bonitos y está flirteando descaradamente, ¡pero no es mi trovador beodo!

Las casas habría que vivirlas por fuera, abriendo las ventanas hacia dentro. Y a las personas al revés, habría que invadirlas mucho antes de salir por sus puertas. Lo real es lo de dentro, lo de fuera es circunstancial, orteguianamente circunstancial, que diría mi profe. ¡Ay, mi profe, a quien tanto vampiricé sin dejarlo, por ello, desvitalizado!

(*) Luciana, la de Corrales: Personaje del ilustre Joseba Molina.

martes, 15 de mayo de 2007

LOS BESOS DE HARRISON FORD (R. Creek)


Harrison Ford desvirgó mis labios. Iba vestido de Han y me hizo boquear en el vacío, como hacen las carpas cuando las hacinan en tanques, o quizá solas pero en una pecera demasiado pequeña. Así estaba yo, hacinada en una sala gigantesca de 1245 butacas ocupadas por sendos ciprínidos igualmente boqueantes, pero a solas con él, y mi capacidad torácica inflamada hasta el extremo de convertir mi esqueleto en una pecera tan mínima que no podía hacer sino entreabrir los labios, buscando el oxígeno de los suyos. Siguió haciéndolo muchos años. Indiana también besaba como Han, con expresión aparentemente entregada, a la vez que aislaba el perímetro oscular previniendo la invasión de intrusos a base de empujones o con miradas lanzadas incluso a través de los párpados cerrados.


Sin ser apenas consciente de mi rictus, yo estiraba mis labios hacia los suyos, deformándolos en trompa de Xanthopan morgani. Después, durante un tiempo variable (inversamente proporcional a la pasión que despertase en mí la pareja que tuviese entonces), no dejaba que nada ni nadie profanase mi boca, sacralizada y sellada por la comunión oral con Harrison Ford. Yo sabía exactamente cómo se sentía cuando protegía el beso sin dejar, por ello, de protegerse del beso mismo.

lunes, 14 de mayo de 2007

CUANDO UN OGRO LATE (R. Creek)


Me gustan mucho las "pequeñas" historias. Y me gustan mucho esas historias en las que un "engorro" termina movilizándolo todo de tal forma que se convierte en respuesta a esa pregunta que siempre tenemos muchos, la del "por qué estoy aquí".

Me gustan esos seres con pátina de ogro acorazando una víscera tan blanda como gigante.

Me gustan las soledades encontradas. Me gustan las piezas perdidas de un puzle que, solas, nada dicen, y, de pronto, un día, una mano invisible las cruza con otra pieza, de imagen borrosa, con la que a duras penas encajan por lo desgastado del troquel. Y me gusta que, por arte de magia, la pieza dura se ablande para formar, junto con ésa nueva que, a priori, en absoluto la complementaba, (al contrario: parecían, juntas, lo grotesco), una armonía que te hace pensar en lo evidente de esa complementariedad.


Siempre me han fascinado los ogros. Mendaz sería si no dijese que huyo de ellos como alma que persigue el diablo, pero no logro discernir muy bien si es la propia fascinación de la que hablo la que me lleva a ello. En un primer momento me puede el prejuicio popular que los convierte en comeniños, y no puedo evitar dar un respingo. Además, los ogros son devastadores, lo quieran o no. Avanzan con esas pisadas firmes y rotundas, con tal aparente incapacidad para ver lo pequeño… que temes convertirte, pobre hormiguita, en el tatuaje efímero de cualquiera de sus suelas. Por
eso, mucho antes de oír sus atronadoras pisadas, ya estás tú rodando abajo, y deseas, con todas tus fuerzas, que un tropezón retrase su marcha para que te dé tiempo, al menos, a buscar refugio en cualquier grieta.

Pero un buen día, la fatiga que conlleva el perpetuo estado de alerta, hace que caigas rendida en una suerte de somnolencia comatosa. De tal modo que ni escuchas que el ogro sale a dar su paseo y, al pasar a tu lado, te lleva enredada en uno de sus cordones. Sueñas que eres Jane abrazada a una liana, con el aliento de Tarzán soplándote en la nuca, y por eso ni el violento movimiento en que te ves sacudida, ni lo huracanado que para ti se ha vuelto de repente el día, te despiertan. Cuando por fin entreabres los párpados ya es demasiado tarde para ti, ya estás acurrucada por una manta improvisada del retal que emana de la cálida sonrisa del ogro, y sientes el suave colchón de la palma de su mano. Ya no se trata de escapar de sus zapatones sin rostro, sino de excarcelarte de esa mirada inmensa por la que se escapa, entre pestañeo y pestañeo, toda una historia de amor-desamor, como la tuya propia. Y desde esa altura y a esas alturas, sabes que tienes crudito salir rodando ladera abajo, y no ignoras tampoco que no está ya tan claro que te apeteciese hacerlo.

sábado, 12 de mayo de 2007

FAIRE SEMBLANCE (R. Creek)


Un montón de gente desconocida. No sé por qué estoy aquí. Sí, sí sabes. Sí, sí sé. Estoy aquí por él, que, milagrosamente, se ha sentado a mi lado y ahora mismo está hablando de… ¿de qué estará hablando? Llevo un buen rato esforzándome en concentrarme en lo que dice para saberlo todo de él pero, sobre todo, para ver si se le escapa mi nombre sin querer. No consigo saber qué dice. Me concentro de nuevo, hago el esfuerzo, no voy a dejar que nada me distraiga. Dice que no arregla sus ventanas para que el viento pueda seguir silbando entre los goznes y que… se me están reblandeciendo los huesos. Al subir la mano en un gesto de cerrar la ventana ha rozado sin querer mi antebrazo y he comenzado a sentir mis huesos como gelatina, y un dolor como medio placentero hacia el final de mi columna vertebral. Se me deshace la cadera. Si estuviésemos en pie, me habría caído ya hace rato. Siento en las rodillas esa sensación de semicosquilleo, como cuando el tiempo va a cambiar. Pero no cambia nada, salvo el color de mis mejillas. Estoy segura de que he enrojecido, porque ardo. Aunque lo cierto es que nunca enrojezco. Por mucha temperatura que alcance la piel de mi cara, nadie se da cuenta nunca. Ahora tampoco. Y a mí se me ha olvidado concentrarme en sus palabras, y no sé qué habrá sido del viento ni de las ventanas. Él está hablando de que los murciélagos fecundan a las hembras en otoño y ellas conservan el semen congelado mientras hibernan, y que en primavera paren sus crías sin que los machos estén por allí, como si reprodujesen el milagro virginal católico. Me río ante semejante ocurrencia, pero, sobre todo, ante la expresión escandalizada de la pelirroja de enfrente. Ni siquiera me ve. La mira a ella. Soy una presencia congelada de pronto, como el semen de los murciélagos en el vientre de la hembra. Pero en mi película particular él está fingiendo no verme para disimular la pasión que lo invade cada vez que me mira.


De hecho, él no gesticula tanto habitualmente (¿por qué sé yo que no gesticula tanto habitualmente? no lo sé, pero lo sé, qué más da, es mi guión), lo está haciendo ahora para buscar mi contacto. En mi película tampoco está esa pelirroja de enfrente hablándole de El amor en los tiempos del cólera. ¡Anda! De eso sí que puedo hablar. ¡Me encantó! ¿Y qué digo? Puedo decir no sé qué de la jaula, o de las notas que se mandaban. ¿Qué decían las notas? No puedo acordarme. Me ha rozado de nuevo al ir a sacar un cigarrillo. Para él no estoy allí, ni siquiera sabe que para alcanzar el mechero ha tenido que tocarme la mano y retirarlo de entre mis dedos. Pero en mi película ha sido un gesto totalmente estudiado, y él está fingiendo para que nadie vea la pasión que lo invade cada vez que me roza.


La pelirroja sigue sin estar en mi película, simplemente no tiene papel, ni siquiera el de excusa para que él tenga con quién hablar y que yo me entere de lo que me dice sin decírmelo abiertamente. Porque todo lo que dice me lo está diciendo a mí, aunque me mire a través de esos iris verdes de la pelirroja. La mira intensamente, pero sólo para percibirme en el reflejo de sus ojos. No sé por qué sale eso en mi película si la pelirroja no tiene papel en ella. De pronto me veo en una secuencia, armada con una katana, cortando los hilos viscosos en los que te ha atrapado una araña ¡pelirroja! ¡No quiero que salga en mi película! ¡Corten! ¡Desinfecten el plató! Pero es inevitable, chilla tanto que se ha metido en mis ensoñaciones. Quiero salir de la película, quiero escuchar qué es lo que cuentas, por qué se ríe tanto ella. Voy a concentrarme, ya no me voy a dispersar más... ¿Cómo chillarán, en realidad, las arañas? Mi araña pelirroja chilla como las gaviotas en aquella azotea de Vigo al amanecer. ¡He dicho corten! ¡Se acabó el plano secuencia! ¡No más película por hoy! Ahora ella te pregunta dónde vives. ¡Zas! ¡zas! ¡zas! ¡Toma espadazos samurais en toda tu trama! ¡Corten he dicho! Le estás describiendo tu casa, pieza por pieza. Voy a estar muy atenta para cuando llegues al dormitorio.


¡Cuánto fumas! Otra vez tus dedos deslizándose entre los míos, sin mirarme, otra vez disimulando la pasión que te invade cada vez que me tocas. Pero ahora no me sueltas, te levantas, tiras de mi mano, me coges haciendo de mi cuerpo una barca, me llevas hacia la mesa de billar. Me tiendes y te tiendes en ella y comienzas a besarme el cuello. ¡¿Qué?! ¡¿Qué me has preguntado?! ¡No me he enterado! ¡Y encima me he perdido el dormitorio! No sé qué tengo que responder. La pelirroja también me mira inquisitiva. Muevo la cabeza en un sí y en un no, como si mi barbilla estuviese jugando a las cuatro esquinas. Debo parecer idiota. O búlgara, mejor búlgara pronunciando un ajá afirmativo en el preciso instante en que mi cabeza estaba moviéndose en horizontal, negando. ¿O era al revés? Aprovechando que mi estúpida respuesta parece haberos satisfecho (o me habéis dejado por imposible, que también puede ser) comienza la secuencia de la camarera búlgara que se acerca a nosotros para explicarnos si cuando dicen con la cabeza sí es no, o si cuando dicen con su gesto nuestro "no" es para decir nuestro "sí", o las dos cosas, o ninguna: ha sido un invento de un literato al que todo el mundo ha tomado por científico. Sea cual sea la respuesta de la búlgara, va a ser dándome la razón y quitándosela a la pelirroja. Aunque, ahora que lo pienso, la pelirroja ni siquiera ha mencionado Bulgaria…


Estáis de nuevo girados hacia mí. Me pones nerviosa. No quiero que me preguntes nada, porque no sé responderte. Miro atentamente el servilletero, como intentando haceros creer que llevo hora y media descifrando el sentido de esa frase "Gracias por su visita", tan complicada y tan poliédrica. Qué expresión más intelectual, poliédrica, me gustaría soltaros eso: "lo siento pero estoy absorta en una frase poliédrica", pero no sé qué me habéis preguntado y tampoco estáis ya esperando mi respuesta. De verdad que esta vez me voy a concentrar. He perdido el hilo, pero prometo que… el hilo otra vez atrapándote ¡millones de hilos! ¡zas! ¡zas! ¡zas! Pero mi espada de rayo láser no se activa ¿No era una katana lo que yo llevaba? Es igual, un error de racord para que luego los cinéfilos lo cuelguen en sus páginas web, como lo de las botas modernas de Gladiator en su cuádriga. Son más bonitas las botas de la pelirroja, tengo que reconocerlo. ¿Por qué estoy viendo sus botas donde hasta hace nada estaba viendo sus rodillas desnudas? Se van. Se han incorporado y se van. Pero ella no está en mi película y tú no vas a tenderla en esa cama que me he perdido por estar luchando contra un arácnido peligrosísimo, sólo para protegerte. Ni va a escuchar el silbido del viento nocturno entre los goznes de tus ventanas rotas, porque las arañas no tienen oído. ¿Tendrán oído las arañas? Sé que me han dicho algo. Pero no sé si adiós o si me han preguntado si los acompañaba. Para no hacer más el ridículo no he querido levantarme, y he respondido, de nuevo, a la búlgara. Ellos no se van juntos. Ni yo sigo aquí sentada terminándome mi copa y desentrañando frases poliédricas. Yo estoy en la mesa de billar pasando la noche más apasionada de mi vida. Se ha ido con ella, pero sólo para disimular la pasión que lo invade cada vez que me ama.

jueves, 10 de mayo de 2007

DE CHISTERAS Y ESQUIMALES (R. Creek)


Se hacía llamar Joshua porque su nombre en shona nos resultaba impronunciable. Yo lo intentaba porque sabía que le hacía ilusión. Tras dos o trescientos intentos fallidos a lo largo de semanas, creía haber conseguido los chasquidos correctos de esa palabra trisílaba; vi su cara transformada por un gesto de inexplicable sorpresa y creí que el logro era un hecho, pero, al parecer, sólo había logrado pronunciar correctamente la palabra “rana”, y no, ése no era su nombre. Desistí. No tuve otra. Yo, que siempre he valorado mucho la pericia lingual (tómese en el sentido que se tome), me veía resignada a rendirme y asumir que la naturaleza no parecía haberme brindado semejante gracia.

Joshua era pequeño, menudo y (divine me perdone) bantú. Vivía rodeado de cucarachas doradas que le hacían compañía a cambio, tan sólo, del calor que obtenían de los múltiples aparatos eléctricos, permanentemente encendidos, que repartía por toda la habitación. Entrar en su cuarto era como sobrevolar Las Vegas: había pilotos de colores por todas partes. Estaba muy solo y sentía mucho frío (climatológico y afectivo) en esa ciudad, en ese país, en ese continente, en ese mundo…, por lo que no dejaba de invitar gente y más gente a su cuarto. Aceptábamos y terminábamos siempre en una extraña amalgama de cables, fauna, humanidad y objetos imposibles. Un micro-macromuseo de lo inverosímil, porque, además de la extraña mezcla señalada, Joshua, junto con sus aparatos eléctricos, almacenaba en su cuarto de todo: lo que a él le resultaba peculiar (que era todo) más todo aquello que sus compatriotas, desde Zimbabwe, le encargaban traer a su regreso: abrigos de piel de conejo, catálogos de coches, televisores, bicicletas, cargadores de pilas, pilas, transistores, linternas, alfombras de piel de vaca,… Aquello no era un cuarto. Aquello era una chistera. Y, para él, nosotros éramos parte de su contenido mágico. Quizá por eso nos encantaba reunirnos allí, aunque nunca nos uniese otra cosa que el conocer al anfitrión, y aunque nunca resistiésemos allí más de 10-15 minutos, asfixiados por el calor, por la incipiente claustrofobia, por un no sé de qué hablar y no sé de qué me está hablando aquélla del fondo ni, lo que es peor, en qué idioma, por un ésa que se esconde debajo del transformador es enorme, parece el escarabajo de oro de Poe, por un perdónmhesentadonelguisoafricano / noimportallevahídesdeldomingopasado

Mi pequeño zimbabwin era demasiado serio y, paradójicamente, por ser demasiado infantil. Cuando estábamos solos, que era cuando más fácil nos resultaba la comunicación en un idioma intermedio que nos era común a ambos, planteaba dilemas morales que, salvo por el contenido y filosofía, me hacían pensar en el Principito. Además los planteaba igual que él: sin venir a cuento y tras un largo silencio en el que parecía haber estado fraguando tan dramática situación: Me hacía sufrir un terrible accidente en el que, para salvar la vida, era necesaria una transfusión urgente, sin tiempo de avisar a nadie, y dependiendo mi vida sólo de dos extraños donantes que estaban, casualmente, allí mismo:

- ¿Tú qué preferirías, que te donase sangre un negro o un loco?

Yo pasaba los 5-10 minutos siguientes con la boca abierta y los ojos como platos. Él ya estaba acostumbrado a esa primera respuesta mía y se reía. Los siguientes 5-10 minutos los dedicaba a asegurarme de que había entendido bien la pregunta, y de que negro, o loco, o incluso donar sangre, en shona eran lo mismo que negro-loco-sangre en castellano y en nuestro idioma intermedio. Cuando dejábamos todo claro, respondía:

- Me daría igual.

Entonces era él quien pasaba 5-10 minutos con gesto contrariadísimo y dedicaba los 5-10 siguientes a convencerme de mi inconsciencia:

- ¡Un loco te podría pasar su enfermedad!

Nunca entendía dónde me quería llevar. No entendía la importancia de concluir que un loco era el mal mayor entre ser negro o ser loco. Y menos entendía que fuese ése su razonamiento, siendo, como era, negro (quizá equiparaba ambas condiciones porque un poco loquillo también estaba, para qué nos vamos a engañar). Le explicaba que conocía pocas enfermedades mentales que pudieran transmitirse indirectamente por la transfusión de sangre, y, de forma directa, ninguna, que quizá las hubiese, pero que yo había imaginado un loco "no contagioso". Se quedaba extrañado, pero me creía, y, para mi asombro absoluto, me llevaba a un más difícil todavía:

- ¿Y qué preferirías, un loco no contagioso o un esquimal?

Se repetía nuestro proceso habitual, intentando saber, además, a qué llamaba él esquimal. Cuando la seguridad de que compartíamos los conceptos era casi total (¡no sabía aún hasta qué punto diferían!), respondía lo mismo:

- Me daría igual.

Idéntico proceso de extrañeza, al que seguía un "¡No, no, no!" casi pataleado: Debía haber contestado que un loco no contagioso. Yo no cabía en mí de estupefacción. Volvía a repetirle preguntas, pidiendo que especificase más, ansiosísima por que él me desvelase qué demonios era, en Zimbabwe, un esquimal. Si había de decidirme a rechazarlo como donante en un futuro, quería saber por qué. Eran lo peor de la tierra, me explicaba, y dedicaba unos minutos a narrarme sus horrorosas costumbres sobre comer carne cruda y otras, para él, monstruosidades (bastante vinculadas, para mí, con el medio hostil-anecuménico en el que tenían que desenvolverse). Cuando veía que mi cara se expandía asombrada, no por las supuestamente demoníacas costumbres esquimales, sino por el hecho de que él las estuviese alegando vehementemente como argumento para no dejarme salvar la vida por un esquimal, desistía, un poco confuso y un mucho decepcionado por mi inconsciencia ante los peligros del mundo y por su incapacidad para salvarme de esas terribles elecciones por las que yo terminaría optando en el futuro.

Ése era mi Joshua; seguramente hoy todo un abuelo bantú.

SALTANDO CHARCOS (R. Creek)


Estuve a punto de enamorarme. Varias veces. El resto de las ocasiones, lo hice.

En una de ellas apareciste tú, enfundado en un grueso impermeable azul y rojo.

Te hablaron de la lluvia, o tal vez te empapaste un par de veces. Lo ignoro. Yo aún no te seguía. Cuando te conocí ya la temías tanto que habías empezado a protegerte incluso en los días estivales de sol infatigable.

Siempre asido a un paraguas preventivo, privabas a tu mano izquierda del sudor que emanaba de otra mano cercana. Con la derecha te esforzabas denodadamente en izar un pararrayos casero en el que invertiste el tiempo que robaste a los besos. Acorazado bajo tu impermeable y con la mirada oculta bajo la visera de una gorra de caucho, apenas si supe, en esa primera ocasión, qué colores o qué amores reflejaba tu pupila. No supe a ciencia cierta si te protegías o te ocultabas.

No me importó. Sí lo hizo, en cambio, el hecho de que, tras ese breve encuentro inicial, al girar la primera esquina en mi trayecto, apareció, reflejada en la cristalera del Banco La Toledana, una presencia ávida de acariciar, un cuerpo que sufría la nostalgia del amoratamiento a besos –en tercer grado-, una mismidad de la que muy pocas veces había sido tan consciente.

Cada vez más intrigada por tu aspecto huidizo y, sobre todo, por mi incipiente desasosiego cordial, dejé de conformarme con los encuentros casuales y comencé a seguirte, primero en ratos perdidos, pero enseguida de forma febril, convirtiéndote en mi morfina vital.

Amanecía engullida por mi propia avidez, y mi
delirium tremens no cesaba hasta que divisaba, a lo lejos, en el mismo paseo de sauces, una mancha glauca salpicada en grana.

Durante todo aquel verano, día a día, vi cómo iba efectuándose en ti la continuación de una metamorfosis que se había iniciado no sabía cuándo. Observaba cómo de tu hermoso cuerpo iban pendiendo más y más accesorios impermeabilizadores y "salvavidas" -botas de goma, pantalones de pescador, burbujas de corcho artificial...-. A veces pensaba que habías escapado de alguna versión gore de Titanic. Mi interés era progresivamente creciente; mi adicción, incurable del todo. Caminaba a tu lado, ya sin ningún tipo de prevención, cuando el paisaje empezaba a metamorfosearse también en rojizos y dorados. Algún día, como al descuido, había sentido el dorso de tu mano rozando mis dedos y, no sé bien cómo, ese contacto fingidamente fortuito devino en un pasear aferrada a tu paraguas, escuchando el chisporroteo de nuestros pulgares que se miraban, se decían, se enlazaban, se besaban en silencio y terminaban haciendo el amor en cadencia de mar embravecido en sol mayor.

Supe, a veces sin palabras, que tu pánico te había privado de los abrazos del mar; del riego del agua de lluvia sobre los párpados; de las zambullidas en las miradas ajenas; de la inmersión en otro cuerpo; del recorrido de las lágrimas hacia la boca. Pero también te había impedido, indirectamente, acariciar más textura que la madera del mango de tu paraguas; sentir sobre el torso otro tacto que el del Gore-tex...

Quise llorar e inundarte. Besarte. Desnudarte en un solo gesto y empaparte, curar tu ablutofobia mediante una terapia humidificadora, labio a piel, diente a piel, lengua a piel. Desensibilización sistemática, la llaman. Pero yo la llamaba, en mis ensoñaciones, resensibilización a las maravillas perdidas en los paraísos del agua.

Si mis propios miedos no me estuviesen, también, paralizando...

Las tormentas eléctricas aumentaban en frecuencia e intensidad. Como nuestros trayectos.

Si rodeabas un charco, te imitaba por el borde contrario, sin desentrelazar nuestros dedos -un día olvidaste el paraguas y, en la necesidad urgente de aferrarte a algo, abrazaste mi mano bajo tu palma, fundiendo cada vena, creando una sola corriente sanguínea de tu mano a mi mano; el paraguas desapareció para siempre desde entonces-.

Si decidías saltarlo, me arrastrabas en tu pequeño aleteo, haciéndome volar, sintiéndome más libre cuanto mayor era nuestra proximidad encadenadora.

En ocasiones, cerrábamos los ojos al unísono antes del salto, tras sonreír de forma cómplice, en una sola línea, de comisura a comisura. El vértigo que sentíamos en aquel breve-eterno instante nos transportaba a una caída en picado desde lo alto de las cataratas de Iguazú. Los truenos no eran sino el aterradoramente hermoso sonido del agua devorando la roca a su paso, tal y como yo misma deseaba devorarte.

Anochecía ya, el día en que la electricidad estática nos había maquillado de esponjosos "abuelitos" de diente de león, vellos de punta buscando los del otro, como buscan las raíces el sustento del agua. El viento había aprovechado nuestro salto anterior para dejar al descubierto tus salvajes rizos azabache; y tu mirada; tu mirada... esa mirada de lobo nocturno, hambriento y solitario que me apresaba a dentelladas desde la distancia. Para mi asombro, no corriste a rescatar tu gorra de los brazos de Eolo, y continuaste caminando, abrazándote a mi cintura, como si el emplazamiento natural de tus dedos hubiese sido siempre el enterrarse bajo mi ombligo, semigirado tu cuerpo hacia mí, haciendo de tus cabellos una improvisada ducha para mi frente.

Quise detenerme en ese mismo instante, completar el giro hacia esas lunas inquietantemente bellas que brillaban bajo tus cejas. Sentir tus brazos conformando los límites de la geografía de mi contorno y exorcizar nuestros demonios bebiéndonos a sorbos. Y en el preciso-precioso segundo en que iba a iniciar esa ruta hacia tus ojos, cerraste los párpados para sobrevolar otro charco, iniciando la pirueta.

Caíste, retenido por mi movimiento inesperado. Caí sobre ti, arrastrada por tu salto acostumbrado. Nos empapamos de iones de lluvia; labios, nucas, dedos, rizos, labios, sienes, manos, labios, puntas de nariz, lenguas, manos, párpados, torsos, caderas, labios, cinturas, labios, dedos, dientes, labios,... Nubes compitiendo en descarga de agua, que de pronto chocaron violenta, apasionadamente, desencadenando rayos que incendiaron nuestros vientres, anegando el mío de vida redescubierta; el tuyo, de loco deseo por el paraíso acuático que apenas si empezabas a explorar como por vez primera.

Saltando, ya nunca más sobre los charcos, sino hacia su profundidad más infinita.

sábado, 5 de mayo de 2007

LA CALABAZA (R. Creek)




-Para Abdul y su madre-Cuando llegué a N´Die, una de las primeras cosas que llamó mi atención no fueron los casi imperceptibles cambios que había experimentado la aldea, sino la visión de un hombre fornido aferrado a una enorme calabaza de las que usamos para contener la leche, demasiado grande incluso para él y para la fertilidad de esta tierra. La había cerrado con una enorme bola de barro seguramente hacía ya mucho tiempo, puesto que tanto el improvisado cierre como el propio recipiente presentaban grietas que el joven apretaba contra su pecho, como temiendo que fuese a escapar por ellas no sólo lo que quiera que contuviese la calabaza, sino su propia esencia vital.

A medida que me lo fui encontrando en días sucesivos, mi curiosidad fue aumentando y, así, fui capaz de apreciar en aquel conjunto indisoluble de hombre-calabaza, detalles que los primeros días me habían pasado inadvertidos. Además del hecho de que siempre estaba solo, noté que el pecho del hombre estaba tan agrietado como la propia calabaza, y eso que no tenía aún, seguramente, los 40 años cumplidos. Diríase que, en un intento por sellar con su propia piel esas ranuras amenazadoras que iban abriéndose más y más en el pellejo vegetal, ejercía sobre ellas tal presión que, al contacto con los bordes cortantes de las sajas, se había causado llagas, incluso ampollas al pellizcarse entre ambos bordes, unas cicatrizadas ya, otras aún supurantes, pero que daban a su piel el aspecto, en la zona en la que la vasija no impedía su visión, de otra calabaza idéntica a la que portaba.

Un atardecer, mientras sama maam preparaba, presurosa, la comida de la tarde, le pregunté sobre ese hombre que tanto me inquietaba.

- ¡Chetete! -exclamó- ¿es que no recuerdas ya a tus hermanos de norom? ¡No me digas que no has reconocido a Jog! -y salió de nuevo precipitadamente a continuar con sus quehaceres.

Me quedé tendida en el kilim, esperando la noche y el regreso de maam, repitiendo ese nombre -Jog- una y otra vez, como quien da vueltas a los números de la combinación de una caja fuerte por si, al azar, encuentra la que da acceso al tesoro. Llegó un momento en el que, a punto de sumirme en un cálido sopor, dejé de ser yo quien manipulaba -hasta casi poseer- ese nombre y fue su sonido quien me invadió a mí, llevándome a la cámara de los recuerdos dormidos: ¡Claro!, Jog era aquel niño de mirada inescrutable, que caminaba solo, aferrado siempre a su pequeña calabaza. Pero, aunque ya por aquel entonces tenía esa postura de cuidadosa alarma hacia su recipiente, su pecho aparecía limpio y terso, sin ninguna marca más allá de algún pequeño roce.

Resulta curioso pensar de qué modo se nos resisten vestigios memoria y cómo, en cuanto encontramos un pequeño poso con significado, éste nos hace de hilo de Ariadna, conduciéndonos, cada vez más rápidamente cuantas más estancias recorremos, hacia la luz completa. Así empezó a sucederme con Jog. Recordé a continuación que, en una ocasión, siendo niña, cuando el pudor aún no había cruzado su existencia con la mía, le había preguntado por su vasija: ¿Qué llevas ahí? -había interrogado, curiosa. Pero él se limitó entonces a encogerse de hombros y a esquivar mi pregunta a la vez que mi mirada, abrazando con más fuerza su calabaza.

Fuera de esto, no vino a mí, por el momento, ninguna otra respuesta acerca de aquel niño-hombre y su vasija. Pero no lograba apartarlo de mi pensamiento. Me causaba sorpresa el comprobar que la gente de la aldea ignoraba el hecho insólito de que ese hombre nunca se despegara de su calabaza. Quizá debería haberme sorprendido también el hecho de que estuviese siempre solo, pero esto no me pareció tan desacostumbrado, y esta reflexión me llevó a resolver este nuevo pequeño enigma: la gente estaba tan habituada a verlo así (¡toda una vida!), que la calabaza era, a sus ojos, un apéndice invisible y totalmente normalizado. Por su parte, Jog tampoco parecía ser muy consciente de su presencia. Salvo cuando se cruzaba conmigo. Mi mirada, dirigida alternativamente de sus ojos a ese vaso cuasi sagrado, aparentemente liviano, pero aparatosamente voluminoso, lo convertía en un objeto visible a sus ojos, como si lo descubriese por primera vez, y, entonces, su asomo de sonrisa salutatoria devenía en actitud esquiva, cauta y repentinamente presurosa, que lo distanciaba inmediatamente de mi encuentro.

Los mugidos de las vacas que se alejaban a pastar de nuevo preludiaron la llegada de maam. Sin darle tiempo apenas a recostarse, le pregunté, ávida de respuestas:

- ¿Qué lleva en su vasija? ¿Y por qué es ahora tan grande esa calabaza? ¿Por qué, si está tan ajada, no la cambia por otra? ¿Y por qué está siempre tan solo?

Sólo una de mis preguntas pareció interesarle:

- Ha crecido inexplicablemente. Nunca, hasta esta noche, había pensado en ello. A decir verdad, hace mucho que nadie ha vuelto a pensar en Jog o a preguntarse por su calabaza. No sé... quizá el contenido ha ido ensanchándose tanto que ha dado de sí su piel, hasta convertirla en ese objeto grande y deteriorado que es hoy... Casi como él mismo -apenas si murmuró esto último.

- ¿Pero qué puede contener que haya aumentado tanto estando, como está, tan encerrado? ¿Y por qué teme tanto perderlo? ¿Por qué no lo deja escapar, si tanto daño le hace?

- No es perderlo lo que teme -respondió maam, cuyos ojos habían adquirido, en algún momento de la conversación, un tinte entre triste y maternal- sino encontrarse con ello. Y lo más trágico es que él ni siquiera recuerda ya qué es lo que lleva encerrado, qué es lo que teme, o qué es lo que debería enfrentar si lo dejase salir. Sólo tiene una vaga conciencia de que encierra un dolor, pero ni siquiera conoce hasta qué punto sería capaz o no de vencerlo.

- Supongo que por poco tiempo ya. La vasija terminará reventando, o pudriéndolo a él sin que se dé cuenta. -respondí inexplicablemente enfadada, dando por concluida nuestra pequeña charla.

Empecé a seguirlo a todas partes y, poco a poco, recordaba, junto con mis vivencias de infancia en esa aldea tanto tiempo olvidada, a ese niño que fue un día mi compañero de juegos. Recorrí tan a fondo el laberinto de la memoria, que llegué incluso a la imagen de un Jog eternamente acompañado. La figura que siempre iba a su lado era la de su madre, una mujer alta, de ojos enormes que robaban belleza al maravilloso collar de semillas de tamarindo que siempre llevaba. Él aún no había cumplido los 7 años y no recordaba que entonces llevase o tuviese ninguna calabaza. Sólo los mayores tenían alguna. Los niños no teníamos posesiones, sólo tareas que hacer, bebés que vigilar... y quizá algún grillo o algún renacuajo criado -poco tiempo, bien es cierto- bajo un cuenco.

Todos los pequeños retazos de memoria que habían ido apareciendo frente a mí de forma aislada, fueron articulándose cuidadosamente hasta componer una historia. Ese niño que crecía despreocupado bajo la cálida mirada de su madre, se había ido un día, tras la estación de las lluvias, junto con los demás varones de nuestro grupo, para su entrenamiento, y no volveríamos a verlos hasta pasadas varias lunas. Pero Jog regresó a los pocos días, y entonces ya traía su vasija.

Ante él, ahora, decidí ignorar las normas del decoro (después de todo ya hacía mucho que no seguía las costumbres de este pueblo que un día abandonara siguiendo a mis padres), y olvidando la más mínima prudencia, me dirigí a él, repitiéndole el mismo interrogante que le hiciera un día lejano, casi en ese mismo lugar.

Al verse insólitamente cuestionado por el recipiente, lo estrechó aún más contra sí, mientras la expresión de su cara desvelaba que, tal y como maam me advirtiera, no sabía a qué calabaza me refería, tal había llegado a ser la simbiosis entre ambos. Sus músculos ejercieron la misma presión sobre ella que aquel día lejano, pero su fuerza no era ya la de un niño, ni la calabaza tenía la misma resistencia que entonces. Calabaza y pecho reventaron al unísono. La primera se esparció en mil jirones; el segundo se deshizo en un llanto incontrolado e infinito. Yo lo observaba sin saber si estrecharlo fuertemente como él hiciera con la calabaza, llenando ese espacio que ahora, inexplicablemente, aparecía entre su abdomen y su pecho como un vacío, como una carencia de cuerpo, como una oquedad mordida.

Mientras decidía si alejarme discretamente, o esperar allí por si él necesitase mi abrazo, lo vi agacharse, sollozando aún convulsivamente, y rastrear entre las tiras de calabaza. Lo primero que recogió fue un cordel en el que se hallaban ensartados lo que parecían dos huesos de oliva. Mirando hacia el lugar donde lo recogió, y al ver otras cuentas esparcidas, comprendí que se trataba de un envejecido y roto collar de semillas de tamarindo. Siguió recogiendo, aquí y allá, pequeños tesoros, y en cada hallazgo se detenía, y su mirada se hacía tan tierna y mimosa como en su infancia acompañada. Su llanto había ido convirtiéndose paulatinamente en un leve aunque continuo murmullo dolorido. De vez en cuando, ante algún objeto, incluso se esbozaba un asomo de sonrisa en la comisura de sus labios temblorosos.

Me agaché a ayudarle a recoger todos aquellos recuerdos, pero me rechazó con un leve gesto. Sin embargo, en esa brevedad de nuestros movimientos, me dio tiempo a percatarme del hecho asombroso de que su pecho iba ganando volumen. Su corazón bombeaba con cada recuerdo reencontrado, con cada tesoro que asomaba bajo un pedazo de calabaza, con cada emoción dolorosamente feliz que vivía ahora por primera vez: la de revivir a su madre. En el breve instante en que crucé su mirada, vi, a través de ella, a un niño mecido al atardecer entre los brazos suaves de una mujer bellísima, sentada a la entrada de su hut, y llegué incluso a escuchar una pequeña risa, otra vez apacible y confiada.

Toda esa risa y todo ese llanto, todos esos pequeños tesoros de la mente, volverían a ocupar, en breve, el lugar que durante tanto tiempo les usurpara aquella calabaza herméticamente sellada.