-Para Abdul y su madre-Cuando llegué a N´Die, una de las primeras cosas que llamó mi atención no fueron los casi imperceptibles cambios que había experimentado la aldea, sino la visión de un hombre fornido aferrado a una enorme calabaza de las que usamos para contener la leche, demasiado grande incluso para él y para la fertilidad de esta tierra. La había cerrado con una enorme bola de barro seguramente hacía ya mucho tiempo, puesto que tanto el improvisado cierre como el propio recipiente presentaban grietas que el joven apretaba contra su pecho, como temiendo que fuese a escapar por ellas no sólo lo que quiera que contuviese la calabaza, sino su propia esencia vital.
A medida que me lo fui encontrando en días sucesivos, mi curiosidad fue aumentando y, así, fui capaz de apreciar en aquel conjunto indisoluble de hombre-calabaza, detalles que los primeros días me habían pasado inadvertidos. Además del hecho de que siempre estaba solo, noté que el pecho del hombre estaba tan agrietado como la propia calabaza, y eso que no tenía aún, seguramente, los 40 años cumplidos. Diríase que, en un intento por sellar con su propia piel esas ranuras amenazadoras que iban abriéndose más y más en el pellejo vegetal, ejercía sobre ellas tal presión que, al contacto con los bordes cortantes de las sajas, se había causado llagas, incluso ampollas al pellizcarse entre ambos bordes, unas cicatrizadas ya, otras aún supurantes, pero que daban a su piel el aspecto, en la zona en la que la vasija no impedía su visión, de otra calabaza idéntica a la que portaba.
Un atardecer, mientras sama maam preparaba, presurosa, la comida de la tarde, le pregunté sobre ese hombre que tanto me inquietaba.
- ¡Chetete! -exclamó- ¿es que no recuerdas ya a tus hermanos de norom? ¡No me digas que no has reconocido a Jog! -y salió de nuevo precipitadamente a continuar con sus quehaceres.
Me quedé tendida en el kilim, esperando la noche y el regreso de maam, repitiendo ese nombre -Jog- una y otra vez, como quien da vueltas a los números de la combinación de una caja fuerte por si, al azar, encuentra la que da acceso al tesoro. Llegó un momento en el que, a punto de sumirme en un cálido sopor, dejé de ser yo quien manipulaba -hasta casi poseer- ese nombre y fue su sonido quien me invadió a mí, llevándome a la cámara de los recuerdos dormidos: ¡Claro!, Jog era aquel niño de mirada inescrutable, que caminaba solo, aferrado siempre a su pequeña calabaza. Pero, aunque ya por aquel entonces tenía esa postura de cuidadosa alarma hacia su recipiente, su pecho aparecía limpio y terso, sin ninguna marca más allá de algún pequeño roce.
Resulta curioso pensar de qué modo se nos resisten vestigios memoria y cómo, en cuanto encontramos un pequeño poso con significado, éste nos hace de hilo de Ariadna, conduciéndonos, cada vez más rápidamente cuantas más estancias recorremos, hacia la luz completa. Así empezó a sucederme con Jog. Recordé a continuación que, en una ocasión, siendo niña, cuando el pudor aún no había cruzado su existencia con la mía, le había preguntado por su vasija: ¿Qué llevas ahí? -había interrogado, curiosa. Pero él se limitó entonces a encogerse de hombros y a esquivar mi pregunta a la vez que mi mirada, abrazando con más fuerza su calabaza.
Fuera de esto, no vino a mí, por el momento, ninguna otra respuesta acerca de aquel niño-hombre y su vasija. Pero no lograba apartarlo de mi pensamiento. Me causaba sorpresa el comprobar que la gente de la aldea ignoraba el hecho insólito de que ese hombre nunca se despegara de su calabaza. Quizá debería haberme sorprendido también el hecho de que estuviese siempre solo, pero esto no me pareció tan desacostumbrado, y esta reflexión me llevó a resolver este nuevo pequeño enigma: la gente estaba tan habituada a verlo así (¡toda una vida!), que la calabaza era, a sus ojos, un apéndice invisible y totalmente normalizado. Por su parte, Jog tampoco parecía ser muy consciente de su presencia. Salvo cuando se cruzaba conmigo. Mi mirada, dirigida alternativamente de sus ojos a ese vaso cuasi sagrado, aparentemente liviano, pero aparatosamente voluminoso, lo convertía en un objeto visible a sus ojos, como si lo descubriese por primera vez, y, entonces, su asomo de sonrisa salutatoria devenía en actitud esquiva, cauta y repentinamente presurosa, que lo distanciaba inmediatamente de mi encuentro.
Los mugidos de las vacas que se alejaban a pastar de nuevo preludiaron la llegada de maam. Sin darle tiempo apenas a recostarse, le pregunté, ávida de respuestas:
- ¿Qué lleva en su vasija? ¿Y por qué es ahora tan grande esa calabaza? ¿Por qué, si está tan ajada, no la cambia por otra? ¿Y por qué está siempre tan solo?
Sólo una de mis preguntas pareció interesarle:
- Ha crecido inexplicablemente. Nunca, hasta esta noche, había pensado en ello. A decir verdad, hace mucho que nadie ha vuelto a pensar en Jog o a preguntarse por su calabaza. No sé... quizá el contenido ha ido ensanchándose tanto que ha dado de sí su piel, hasta convertirla en ese objeto grande y deteriorado que es hoy... Casi como él mismo -apenas si murmuró esto último.
- ¿Pero qué puede contener que haya aumentado tanto estando, como está, tan encerrado? ¿Y por qué teme tanto perderlo? ¿Por qué no lo deja escapar, si tanto daño le hace?
- No es perderlo lo que teme -respondió maam, cuyos ojos habían adquirido, en algún momento de la conversación, un tinte entre triste y maternal- sino encontrarse con ello. Y lo más trágico es que él ni siquiera recuerda ya qué es lo que lleva encerrado, qué es lo que teme, o qué es lo que debería enfrentar si lo dejase salir. Sólo tiene una vaga conciencia de que encierra un dolor, pero ni siquiera conoce hasta qué punto sería capaz o no de vencerlo.
- Supongo que por poco tiempo ya. La vasija terminará reventando, o pudriéndolo a él sin que se dé cuenta. -respondí inexplicablemente enfadada, dando por concluida nuestra pequeña charla.
Empecé a seguirlo a todas partes y, poco a poco, recordaba, junto con mis vivencias de infancia en esa aldea tanto tiempo olvidada, a ese niño que fue un día mi compañero de juegos. Recorrí tan a fondo el laberinto de la memoria, que llegué incluso a la imagen de un Jog eternamente acompañado. La figura que siempre iba a su lado era la de su madre, una mujer alta, de ojos enormes que robaban belleza al maravilloso collar de semillas de tamarindo que siempre llevaba. Él aún no había cumplido los 7 años y no recordaba que entonces llevase o tuviese ninguna calabaza. Sólo los mayores tenían alguna. Los niños no teníamos posesiones, sólo tareas que hacer, bebés que vigilar... y quizá algún grillo o algún renacuajo criado -poco tiempo, bien es cierto- bajo un cuenco.
Todos los pequeños retazos de memoria que habían ido apareciendo frente a mí de forma aislada, fueron articulándose cuidadosamente hasta componer una historia. Ese niño que crecía despreocupado bajo la cálida mirada de su madre, se había ido un día, tras la estación de las lluvias, junto con los demás varones de nuestro grupo, para su entrenamiento, y no volveríamos a verlos hasta pasadas varias lunas. Pero Jog regresó a los pocos días, y entonces ya traía su vasija.
Ante él, ahora, decidí ignorar las normas del decoro (después de todo ya hacía mucho que no seguía las costumbres de este pueblo que un día abandonara siguiendo a mis padres), y olvidando la más mínima prudencia, me dirigí a él, repitiéndole el mismo interrogante que le hiciera un día lejano, casi en ese mismo lugar.
Al verse insólitamente cuestionado por el recipiente, lo estrechó aún más contra sí, mientras la expresión de su cara desvelaba que, tal y como maam me advirtiera, no sabía a qué calabaza me refería, tal había llegado a ser la simbiosis entre ambos. Sus músculos ejercieron la misma presión sobre ella que aquel día lejano, pero su fuerza no era ya la de un niño, ni la calabaza tenía la misma resistencia que entonces. Calabaza y pecho reventaron al unísono. La primera se esparció en mil jirones; el segundo se deshizo en un llanto incontrolado e infinito. Yo lo observaba sin saber si estrecharlo fuertemente como él hiciera con la calabaza, llenando ese espacio que ahora, inexplicablemente, aparecía entre su abdomen y su pecho como un vacío, como una carencia de cuerpo, como una oquedad mordida.
Mientras decidía si alejarme discretamente, o esperar allí por si él necesitase mi abrazo, lo vi agacharse, sollozando aún convulsivamente, y rastrear entre las tiras de calabaza. Lo primero que recogió fue un cordel en el que se hallaban ensartados lo que parecían dos huesos de oliva. Mirando hacia el lugar donde lo recogió, y al ver otras cuentas esparcidas, comprendí que se trataba de un envejecido y roto collar de semillas de tamarindo. Siguió recogiendo, aquí y allá, pequeños tesoros, y en cada hallazgo se detenía, y su mirada se hacía tan tierna y mimosa como en su infancia acompañada. Su llanto había ido convirtiéndose paulatinamente en un leve aunque continuo murmullo dolorido. De vez en cuando, ante algún objeto, incluso se esbozaba un asomo de sonrisa en la comisura de sus labios temblorosos.
Me agaché a ayudarle a recoger todos aquellos recuerdos, pero me rechazó con un leve gesto. Sin embargo, en esa brevedad de nuestros movimientos, me dio tiempo a percatarme del hecho asombroso de que su pecho iba ganando volumen. Su corazón bombeaba con cada recuerdo reencontrado, con cada tesoro que asomaba bajo un pedazo de calabaza, con cada emoción dolorosamente feliz que vivía ahora por primera vez: la de revivir a su madre. En el breve instante en que crucé su mirada, vi, a través de ella, a un niño mecido al atardecer entre los brazos suaves de una mujer bellísima, sentada a la entrada de su hut, y llegué incluso a escuchar una pequeña risa, otra vez apacible y confiada.
Toda esa risa y todo ese llanto, todos esos pequeños tesoros de la mente, volverían a ocupar, en breve, el lugar que durante tanto tiempo les usurpara aquella calabaza herméticamente sellada.
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