Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

lunes, 14 de mayo de 2007

CUANDO UN OGRO LATE (R. Creek)


Me gustan mucho las "pequeñas" historias. Y me gustan mucho esas historias en las que un "engorro" termina movilizándolo todo de tal forma que se convierte en respuesta a esa pregunta que siempre tenemos muchos, la del "por qué estoy aquí".

Me gustan esos seres con pátina de ogro acorazando una víscera tan blanda como gigante.

Me gustan las soledades encontradas. Me gustan las piezas perdidas de un puzle que, solas, nada dicen, y, de pronto, un día, una mano invisible las cruza con otra pieza, de imagen borrosa, con la que a duras penas encajan por lo desgastado del troquel. Y me gusta que, por arte de magia, la pieza dura se ablande para formar, junto con ésa nueva que, a priori, en absoluto la complementaba, (al contrario: parecían, juntas, lo grotesco), una armonía que te hace pensar en lo evidente de esa complementariedad.


Siempre me han fascinado los ogros. Mendaz sería si no dijese que huyo de ellos como alma que persigue el diablo, pero no logro discernir muy bien si es la propia fascinación de la que hablo la que me lleva a ello. En un primer momento me puede el prejuicio popular que los convierte en comeniños, y no puedo evitar dar un respingo. Además, los ogros son devastadores, lo quieran o no. Avanzan con esas pisadas firmes y rotundas, con tal aparente incapacidad para ver lo pequeño… que temes convertirte, pobre hormiguita, en el tatuaje efímero de cualquiera de sus suelas. Por
eso, mucho antes de oír sus atronadoras pisadas, ya estás tú rodando abajo, y deseas, con todas tus fuerzas, que un tropezón retrase su marcha para que te dé tiempo, al menos, a buscar refugio en cualquier grieta.

Pero un buen día, la fatiga que conlleva el perpetuo estado de alerta, hace que caigas rendida en una suerte de somnolencia comatosa. De tal modo que ni escuchas que el ogro sale a dar su paseo y, al pasar a tu lado, te lleva enredada en uno de sus cordones. Sueñas que eres Jane abrazada a una liana, con el aliento de Tarzán soplándote en la nuca, y por eso ni el violento movimiento en que te ves sacudida, ni lo huracanado que para ti se ha vuelto de repente el día, te despiertan. Cuando por fin entreabres los párpados ya es demasiado tarde para ti, ya estás acurrucada por una manta improvisada del retal que emana de la cálida sonrisa del ogro, y sientes el suave colchón de la palma de su mano. Ya no se trata de escapar de sus zapatones sin rostro, sino de excarcelarte de esa mirada inmensa por la que se escapa, entre pestañeo y pestañeo, toda una historia de amor-desamor, como la tuya propia. Y desde esa altura y a esas alturas, sabes que tienes crudito salir rodando ladera abajo, y no ignoras tampoco que no está ya tan claro que te apeteciese hacerlo.

No hay comentarios :

Publicar un comentario