Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

jueves, 10 de mayo de 2007

SALTANDO CHARCOS (R. Creek)


Estuve a punto de enamorarme. Varias veces. El resto de las ocasiones, lo hice.

En una de ellas apareciste tú, enfundado en un grueso impermeable azul y rojo.

Te hablaron de la lluvia, o tal vez te empapaste un par de veces. Lo ignoro. Yo aún no te seguía. Cuando te conocí ya la temías tanto que habías empezado a protegerte incluso en los días estivales de sol infatigable.

Siempre asido a un paraguas preventivo, privabas a tu mano izquierda del sudor que emanaba de otra mano cercana. Con la derecha te esforzabas denodadamente en izar un pararrayos casero en el que invertiste el tiempo que robaste a los besos. Acorazado bajo tu impermeable y con la mirada oculta bajo la visera de una gorra de caucho, apenas si supe, en esa primera ocasión, qué colores o qué amores reflejaba tu pupila. No supe a ciencia cierta si te protegías o te ocultabas.

No me importó. Sí lo hizo, en cambio, el hecho de que, tras ese breve encuentro inicial, al girar la primera esquina en mi trayecto, apareció, reflejada en la cristalera del Banco La Toledana, una presencia ávida de acariciar, un cuerpo que sufría la nostalgia del amoratamiento a besos –en tercer grado-, una mismidad de la que muy pocas veces había sido tan consciente.

Cada vez más intrigada por tu aspecto huidizo y, sobre todo, por mi incipiente desasosiego cordial, dejé de conformarme con los encuentros casuales y comencé a seguirte, primero en ratos perdidos, pero enseguida de forma febril, convirtiéndote en mi morfina vital.

Amanecía engullida por mi propia avidez, y mi
delirium tremens no cesaba hasta que divisaba, a lo lejos, en el mismo paseo de sauces, una mancha glauca salpicada en grana.

Durante todo aquel verano, día a día, vi cómo iba efectuándose en ti la continuación de una metamorfosis que se había iniciado no sabía cuándo. Observaba cómo de tu hermoso cuerpo iban pendiendo más y más accesorios impermeabilizadores y "salvavidas" -botas de goma, pantalones de pescador, burbujas de corcho artificial...-. A veces pensaba que habías escapado de alguna versión gore de Titanic. Mi interés era progresivamente creciente; mi adicción, incurable del todo. Caminaba a tu lado, ya sin ningún tipo de prevención, cuando el paisaje empezaba a metamorfosearse también en rojizos y dorados. Algún día, como al descuido, había sentido el dorso de tu mano rozando mis dedos y, no sé bien cómo, ese contacto fingidamente fortuito devino en un pasear aferrada a tu paraguas, escuchando el chisporroteo de nuestros pulgares que se miraban, se decían, se enlazaban, se besaban en silencio y terminaban haciendo el amor en cadencia de mar embravecido en sol mayor.

Supe, a veces sin palabras, que tu pánico te había privado de los abrazos del mar; del riego del agua de lluvia sobre los párpados; de las zambullidas en las miradas ajenas; de la inmersión en otro cuerpo; del recorrido de las lágrimas hacia la boca. Pero también te había impedido, indirectamente, acariciar más textura que la madera del mango de tu paraguas; sentir sobre el torso otro tacto que el del Gore-tex...

Quise llorar e inundarte. Besarte. Desnudarte en un solo gesto y empaparte, curar tu ablutofobia mediante una terapia humidificadora, labio a piel, diente a piel, lengua a piel. Desensibilización sistemática, la llaman. Pero yo la llamaba, en mis ensoñaciones, resensibilización a las maravillas perdidas en los paraísos del agua.

Si mis propios miedos no me estuviesen, también, paralizando...

Las tormentas eléctricas aumentaban en frecuencia e intensidad. Como nuestros trayectos.

Si rodeabas un charco, te imitaba por el borde contrario, sin desentrelazar nuestros dedos -un día olvidaste el paraguas y, en la necesidad urgente de aferrarte a algo, abrazaste mi mano bajo tu palma, fundiendo cada vena, creando una sola corriente sanguínea de tu mano a mi mano; el paraguas desapareció para siempre desde entonces-.

Si decidías saltarlo, me arrastrabas en tu pequeño aleteo, haciéndome volar, sintiéndome más libre cuanto mayor era nuestra proximidad encadenadora.

En ocasiones, cerrábamos los ojos al unísono antes del salto, tras sonreír de forma cómplice, en una sola línea, de comisura a comisura. El vértigo que sentíamos en aquel breve-eterno instante nos transportaba a una caída en picado desde lo alto de las cataratas de Iguazú. Los truenos no eran sino el aterradoramente hermoso sonido del agua devorando la roca a su paso, tal y como yo misma deseaba devorarte.

Anochecía ya, el día en que la electricidad estática nos había maquillado de esponjosos "abuelitos" de diente de león, vellos de punta buscando los del otro, como buscan las raíces el sustento del agua. El viento había aprovechado nuestro salto anterior para dejar al descubierto tus salvajes rizos azabache; y tu mirada; tu mirada... esa mirada de lobo nocturno, hambriento y solitario que me apresaba a dentelladas desde la distancia. Para mi asombro, no corriste a rescatar tu gorra de los brazos de Eolo, y continuaste caminando, abrazándote a mi cintura, como si el emplazamiento natural de tus dedos hubiese sido siempre el enterrarse bajo mi ombligo, semigirado tu cuerpo hacia mí, haciendo de tus cabellos una improvisada ducha para mi frente.

Quise detenerme en ese mismo instante, completar el giro hacia esas lunas inquietantemente bellas que brillaban bajo tus cejas. Sentir tus brazos conformando los límites de la geografía de mi contorno y exorcizar nuestros demonios bebiéndonos a sorbos. Y en el preciso-precioso segundo en que iba a iniciar esa ruta hacia tus ojos, cerraste los párpados para sobrevolar otro charco, iniciando la pirueta.

Caíste, retenido por mi movimiento inesperado. Caí sobre ti, arrastrada por tu salto acostumbrado. Nos empapamos de iones de lluvia; labios, nucas, dedos, rizos, labios, sienes, manos, labios, puntas de nariz, lenguas, manos, párpados, torsos, caderas, labios, cinturas, labios, dedos, dientes, labios,... Nubes compitiendo en descarga de agua, que de pronto chocaron violenta, apasionadamente, desencadenando rayos que incendiaron nuestros vientres, anegando el mío de vida redescubierta; el tuyo, de loco deseo por el paraíso acuático que apenas si empezabas a explorar como por vez primera.

Saltando, ya nunca más sobre los charcos, sino hacia su profundidad más infinita.

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