Me dan escalofríos las personas que se rompen. Siempre pienso que, en un descuido, mientras bajo por la barandilla atropelladamente, como siempre hago, sin previsión ni malicia, me las puedo cargar. Y no sé recomponer personas cuando las rompo. Se me dan bien las personas puzzle; incluso se me da fenomenal conseguir que las personas ya rotas se rehagan a sí mismas con superglú. Nunca se parecen, después, a lo que fueron antes de romperse; tienen una forma nueva, pero igualmente hermosa. De eso sé. No he aprendido, pero -me resulta curioso- sé. No así con las que están enteras y de pronto se hacen añicos sin querer cuando estoy cerca, tan cerca como se está de un empujón. Y no pregunto si he sido yo, porque veo que sí, que las he roto sin querer, a veces, incluso, porque no las había visto; otras, porque no me he percatado del letrerito que reza “Frágil” (algunas ni lo llevan). Soy torpe y mala recomponedora de lo que estropeo. Cuando algo así sucede, digo: "Sí, he sido yo, perdóname mucho". Y salgo corriendo calle abajo, llevándome por delante otras dos o tres personas que se rompen. O que ni se tambalean siquiera.
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