Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

jueves, 10 de mayo de 2007

DE CHISTERAS Y ESQUIMALES (R. Creek)


Se hacía llamar Joshua porque su nombre en shona nos resultaba impronunciable. Yo lo intentaba porque sabía que le hacía ilusión. Tras dos o trescientos intentos fallidos a lo largo de semanas, creía haber conseguido los chasquidos correctos de esa palabra trisílaba; vi su cara transformada por un gesto de inexplicable sorpresa y creí que el logro era un hecho, pero, al parecer, sólo había logrado pronunciar correctamente la palabra “rana”, y no, ése no era su nombre. Desistí. No tuve otra. Yo, que siempre he valorado mucho la pericia lingual (tómese en el sentido que se tome), me veía resignada a rendirme y asumir que la naturaleza no parecía haberme brindado semejante gracia.

Joshua era pequeño, menudo y (divine me perdone) bantú. Vivía rodeado de cucarachas doradas que le hacían compañía a cambio, tan sólo, del calor que obtenían de los múltiples aparatos eléctricos, permanentemente encendidos, que repartía por toda la habitación. Entrar en su cuarto era como sobrevolar Las Vegas: había pilotos de colores por todas partes. Estaba muy solo y sentía mucho frío (climatológico y afectivo) en esa ciudad, en ese país, en ese continente, en ese mundo…, por lo que no dejaba de invitar gente y más gente a su cuarto. Aceptábamos y terminábamos siempre en una extraña amalgama de cables, fauna, humanidad y objetos imposibles. Un micro-macromuseo de lo inverosímil, porque, además de la extraña mezcla señalada, Joshua, junto con sus aparatos eléctricos, almacenaba en su cuarto de todo: lo que a él le resultaba peculiar (que era todo) más todo aquello que sus compatriotas, desde Zimbabwe, le encargaban traer a su regreso: abrigos de piel de conejo, catálogos de coches, televisores, bicicletas, cargadores de pilas, pilas, transistores, linternas, alfombras de piel de vaca,… Aquello no era un cuarto. Aquello era una chistera. Y, para él, nosotros éramos parte de su contenido mágico. Quizá por eso nos encantaba reunirnos allí, aunque nunca nos uniese otra cosa que el conocer al anfitrión, y aunque nunca resistiésemos allí más de 10-15 minutos, asfixiados por el calor, por la incipiente claustrofobia, por un no sé de qué hablar y no sé de qué me está hablando aquélla del fondo ni, lo que es peor, en qué idioma, por un ésa que se esconde debajo del transformador es enorme, parece el escarabajo de oro de Poe, por un perdónmhesentadonelguisoafricano / noimportallevahídesdeldomingopasado

Mi pequeño zimbabwin era demasiado serio y, paradójicamente, por ser demasiado infantil. Cuando estábamos solos, que era cuando más fácil nos resultaba la comunicación en un idioma intermedio que nos era común a ambos, planteaba dilemas morales que, salvo por el contenido y filosofía, me hacían pensar en el Principito. Además los planteaba igual que él: sin venir a cuento y tras un largo silencio en el que parecía haber estado fraguando tan dramática situación: Me hacía sufrir un terrible accidente en el que, para salvar la vida, era necesaria una transfusión urgente, sin tiempo de avisar a nadie, y dependiendo mi vida sólo de dos extraños donantes que estaban, casualmente, allí mismo:

- ¿Tú qué preferirías, que te donase sangre un negro o un loco?

Yo pasaba los 5-10 minutos siguientes con la boca abierta y los ojos como platos. Él ya estaba acostumbrado a esa primera respuesta mía y se reía. Los siguientes 5-10 minutos los dedicaba a asegurarme de que había entendido bien la pregunta, y de que negro, o loco, o incluso donar sangre, en shona eran lo mismo que negro-loco-sangre en castellano y en nuestro idioma intermedio. Cuando dejábamos todo claro, respondía:

- Me daría igual.

Entonces era él quien pasaba 5-10 minutos con gesto contrariadísimo y dedicaba los 5-10 siguientes a convencerme de mi inconsciencia:

- ¡Un loco te podría pasar su enfermedad!

Nunca entendía dónde me quería llevar. No entendía la importancia de concluir que un loco era el mal mayor entre ser negro o ser loco. Y menos entendía que fuese ése su razonamiento, siendo, como era, negro (quizá equiparaba ambas condiciones porque un poco loquillo también estaba, para qué nos vamos a engañar). Le explicaba que conocía pocas enfermedades mentales que pudieran transmitirse indirectamente por la transfusión de sangre, y, de forma directa, ninguna, que quizá las hubiese, pero que yo había imaginado un loco "no contagioso". Se quedaba extrañado, pero me creía, y, para mi asombro absoluto, me llevaba a un más difícil todavía:

- ¿Y qué preferirías, un loco no contagioso o un esquimal?

Se repetía nuestro proceso habitual, intentando saber, además, a qué llamaba él esquimal. Cuando la seguridad de que compartíamos los conceptos era casi total (¡no sabía aún hasta qué punto diferían!), respondía lo mismo:

- Me daría igual.

Idéntico proceso de extrañeza, al que seguía un "¡No, no, no!" casi pataleado: Debía haber contestado que un loco no contagioso. Yo no cabía en mí de estupefacción. Volvía a repetirle preguntas, pidiendo que especificase más, ansiosísima por que él me desvelase qué demonios era, en Zimbabwe, un esquimal. Si había de decidirme a rechazarlo como donante en un futuro, quería saber por qué. Eran lo peor de la tierra, me explicaba, y dedicaba unos minutos a narrarme sus horrorosas costumbres sobre comer carne cruda y otras, para él, monstruosidades (bastante vinculadas, para mí, con el medio hostil-anecuménico en el que tenían que desenvolverse). Cuando veía que mi cara se expandía asombrada, no por las supuestamente demoníacas costumbres esquimales, sino por el hecho de que él las estuviese alegando vehementemente como argumento para no dejarme salvar la vida por un esquimal, desistía, un poco confuso y un mucho decepcionado por mi inconsciencia ante los peligros del mundo y por su incapacidad para salvarme de esas terribles elecciones por las que yo terminaría optando en el futuro.

Ése era mi Joshua; seguramente hoy todo un abuelo bantú.

No hay comentarios :

Publicar un comentario