Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

miércoles, 16 de mayo de 2007

PELIGROS DE LO INDÓMITO (R. Creek)


Si tus ancestros te contaron la historia de Fâtma, conocerás también la también la historia de su hermana Yarara...

Salió de allí con las vértebras doloridas por los poderosos y continuos golpeteos a los que las había sometido el corazón durante todo el tiempo que duró la visita de Isha. Lo que había escuchado era tan espantoso que se sentía obligada a gritar y expulsar, en ese grito, el magma más profundo de su pequeño universo. ¿Por qué había hecho aquello su hermana? ¿Por qué los condenaba a todos a la pena de no volver a verla ?

Pero no gritó. Salió a la noche y no pudo gritar. Ni llorar, ni golpear, ni tan siquiera emitir un quejido. Regresó y buscó refugio en el triste bálsamo de su
tumarit. Cerró los ojos, ajena a los inmediatos balanceos de Akali. Y, a los pocos minutos, como siempre sucedía, acudieron a ella imágenes de esa tierra misteriosa y nunca visitada del sapera amante que un día le regalara ambos (la flauta y el soberbio ejemplar de cobra macho que ahora se le insinuaba) en sustitución del regalo de la palabra "adiós".

El vacío melancólico que abatía su ánimo le hizo evocar las veces en que había sentido el extraño deseo de perturbar a Akali a cambio de un único y último beso suyo. Pensar en Akali la llevó a observar, aún con los párpados cerrados, su énea mirada hipnótica, y de ello pasó de nuevo a la mirada abisal de Fâtma, consciente, cada vez más, de que probablemente jamás volvería a presenciar la maravilla de sentir la propia mirada desnuda de secretos cuando era reflejada por la negra oscuridad de los ojos de su hermana.

Los ojos de Akali también solían desnudarla, pero de una forma bien distinta. La cobra la perturbaba incluso en sueños. Ese duelo de poder al que llevaban sometiéndose una década, pupila contra pupila, silbido contra silbido, era tan peligroso y amenazante, como turbadoramente placentero.

Muchas veces la había vendido, huyendo de la locura de vivir siempre en alerta, tantas como la había recuperado (y pagando siempre un precio mucho mayor) sabedora de que la hipersecreción de adrenalina se había convertido en su adicción.

¿Cuánto tiempo llevaba Akali callado?- se preguntó, abriendo los ojos, sacada de pronto de su profundo y embalsamador ensimismamiento. Sobresaltada al no verlo frente a ella, se incorporó y encendió una lámpara de aceite, a tiempo para verlo salir por la ranura inferior de la puerta. Intrigada ante el insólito comportamiento de la cobra, decidió seguirla.

Akali parecía seguir un rumbo determinado y era, por momentos, demasiado rápido para sus pies y su visión en penumbras. Alcanzaron ambos, una tras otro, los muros exteriores de la ciudad. Allí, en campo abierto, tras sombras y tonos que camuflaban la piel de Akali, no tardó mucho en perderlo de vista. Empezó a buscarlo con una ansiedad devastadora, corriendo como loca, zigzagueando, cayendo, la mirada espasmódica en violentos movimientos sacádicos, buscando sin saber cómo encontrar o dónde.


A medida que pasaban los días y la fatiga se iba adueñando de ella, fue enlenteciendo su paso, y lo que fuese, la primera noche, carrera desaforada, era ahora un tranquilo deambular en el que había perdido ya la noción de lo buscado, pero no la necesidad imperiosa de encontrarlo.

Nadie ha preguntado aún por ella, sino mi abuela, descendiente directa de aquel
sapera que la amó brevemente, pero con tal locura que un día le entregó su esencia por no entregarle un adiós. Esta abuela quijotesca mía siempre me advirtió de que es una locura el amor, a menos que se ame con locura.

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