Tengo en mis manos un libro-joya que no me atrevo a abrir. Llevo varios días acariciando sus tapas, esa luna suave de la contraportada, ese lomo envejecido… Lo huelo levemente, luego in crescendo, días más tarde oso entreabrirlo un poco y aspiro intensamente el ignoto contenido con los ojos cerrados a través de mis fosas nasales en estado hiperreceptivo. Miro las ilustraciones de las cubiertas, me inundo en ellas, parto con ellas,… Pero sigo sin tener el valor suficiente como para hacer nada más. Tengo miedo. Doy un paso más, llena de valor, y lo hojeo, rápidamente para que no me dé tiempo a ver más que de reojo. Lejos de -por mor de la creciente cercanía- decrecentar mis temores, éstos se agigantan. Me resisto aún, no quiero saber si espero más de lo que viajaré al entrar. Vuelvo a empezar, pasando suavemente mis dedos sobre el lomo y sobre esa piel dura que, seguro, protege un contenido hermoso y tierno (¿por qué, si no, iba a venir cubierto con esa protección tan ósea?). Recomienzo la andadura olfativa por cada rincón; tiene distinto aroma en el exterior que en lo poco que he olisqueado de su interior; a más no me atrevo; me evito pensar en el perfume que tendrá su corazón, su centro mismo. Todas las mañanas, antes de abrir los ojos, tengo ya en ellos esa luna sepia de tiza de la que cuelga un faro. He llegado a soñar que, ratoncillo blanco, el viajante de la maleta dormía a mi lado y, sin abrirlos aún, he extendido mis dedos sabiendo que no estaría. Ahora mismo estoy degustándolo, chupando a pequeños lametones ese queso luna que me sabe a ti, ese arañazo que me duele como tú, esas esquinas que son tus mismos vértices hirientes. No quiero entrar. Lo estoy deseando. ¡Me niego! ¿Por qué no? Lo haré. Mejor que siga así. ¡Vamos! Qué miedo abrir el cofre y ver que el tesoro se desvanece cuando entra en contacto con el aire…

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