
Primera secuencia
Él la ha invitado a cenar. Realmente deseaba hacerlo. Con todas sus ganas. Ella, compañera de casa, compañera, le ha ayudado a prepararlo todo: calidez en el sofá, aroma de jazmín en la bañera, luz acariciadora en la alfombra…
Segunda secuencia
Él la ha invitado a cenar. Realmente deseaba hacerlo. Con todas sus ganas. Ella, compañera de casa, compañera, le ha ayudado a prepararlo todo: calidez en el sofá, aroma de jazmín en la bañera, luz acariciadora en la alfombra…
Segunda secuencia
La invitada está llegando. Ellos se miran a los ojos y, en la breve despedida, mientras ella se dispone a salir a matar el tiempo en el cine, el hasta luego les suena a adiós. En ese preciso momento, no antes, tampoco un segundo después, ese cruce de miradas se convierte en una asombrosa tela tejida de temores, de pérdidas que -lo saben ya desde esa mirada- no van a producirse, de presagios que -ahora tienen la certeza- no se cumplirán, de deseos que toman forma en el instante en el que él hizo emerger, de lo que era línea bipolar, un tercer vértice al que, de pronto, quieren engullir para volver a ser línea. Cubren con la tela a la invitada y, hocus pocus, al levantarla la invitada es una intrusa.
Secuencia ¿final?
La invitada no lo sabe cuando aparece con la botella de tinto elegida cuidadosamente (sometidos a interrogatorio los mejores sommeliers de entre sus amigos). Lo ignora todo cuando toca el timbre, la mirada borracha de antemano, ajena a los espiritosos. Contiene la respiración mientras se va abriendo la puerta de su pasión largamente conquistada, una puerta que parece guardar un tesoro egipcio -¡un secreto, tonta, siempre confundes secretos y tesoros, cajas de Pandora con pecios de galeotes españoles! ¡espabila!- no, un tesoro: el de la isla de Stevenson; una puerta que se toma tanto tiempo como si fuese a dar paso a la mejor comedia-romántica-desuspense (pongamos Misterioso asesinato en Manhattan o Irma la dulce o pongámonos Con faldas y a lo loco). La puerta desaparece del plano para dar intensidad al marco y lo que contiene: la mirada de él ya no es la que tenía, invitadora, cuando le envió cantos de sirena al Olimpo límbico en que se encontraba. Ella toma conciencia y exhala el aliento contenido, que casi suena como un gemido, mejor: como un último estertor. Es la intrusa. No el otro extremo de una línea recta; ni siquiera el tercer vértice. Un punto estratosférico alienado del universo particular que, minutos antes, acaba de (re)nacer del Big Bang de un “hasta luego, mucha suerte con ella”.
Se gira y se aleja murmurando mentalmente al pequeño mundo ajeno: lo siento, lo siento mucho. Muchísimo. No sabía. Aunque sabía, no sabía que... No. No esperaba... Lo siento. Lo siento. ¡¡Lo siento tanto!!
Y, a lo lejos, su figura de invitada-intrusa desaparece en un fundido de peón de negras.