Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

viernes, 28 de septiembre de 2007

SCRIPTS o GUIÓN (Y PUNTO, O INCLUSO VICEVERSA) (R. Creek)


Primera secuencia
Él la ha invitado a cenar. Realmente deseaba hacerlo. Con todas sus ganas. Ella, compañera de casa, compañera, le ha ayudado a prepararlo todo: calidez en el sofá, aroma de jazmín en la bañera, luz acariciadora en la alfombra…
Segunda secuencia


La invitada está llegando. Ellos se miran a los ojos y, en la breve despedida, mientras ella se dispone a salir a matar el tiempo en el cine, el hasta luego les suena a adiós. En ese preciso momento, no antes, tampoco un segundo después, ese cruce de miradas se convierte en una asombrosa tela tejida de temores, de pérdidas que -lo saben ya desde esa mirada- no van a producirse, de presagios que -ahora tienen la certeza- no se cumplirán, de deseos que toman forma en el instante en el que él hizo emerger, de lo que era línea bipolar, un tercer vértice al que, de pronto, quieren engullir para volver a ser línea. Cubren con la tela a la invitada y, hocus pocus, al levantarla la invitada es una intrusa.


Secuencia ¿final?


La invitada no lo sabe cuando aparece con la botella de tinto elegida cuidadosamente (sometidos a interrogatorio los mejores sommeliers de entre sus amigos). Lo ignora todo cuando toca el timbre, la mirada borracha de antemano, ajena a los espiritosos. Contiene la respiración mientras se va abriendo la puerta de su pasión largamente conquistada, una puerta que parece guardar un tesoro egipcio -¡un secreto, tonta, siempre confundes secretos y tesoros, cajas de Pandora con pecios de galeotes españoles! ¡espabila!- no, un tesoro: el de la isla de Stevenson; una puerta que se toma tanto tiempo como si fuese a dar paso a la mejor comedia-romántica-desuspense (pongamos Misterioso asesinato en Manhattan o Irma la dulce o pongámonos Con faldas y a lo loco). La puerta desaparece del plano para dar intensidad al marco y lo que contiene: la mirada de él ya no es la que tenía, invitadora, cuando le envió cantos de sirena al Olimpo límbico en que se encontraba. Ella toma conciencia y exhala el aliento contenido, que casi suena como un gemido, mejor: como un último estertor. Es la intrusa. No el otro extremo de una línea recta; ni siquiera el tercer vértice. Un punto estratosférico alienado del universo particular que, minutos antes, acaba de (re)nacer del Big Bang de un “hasta luego, mucha suerte con ella”.


Se gira y se aleja murmurando mentalmente al pequeño mundo ajeno: lo siento, lo siento mucho. Muchísimo. No sabía. Aunque sabía, no sabía que... No. No esperaba... Lo siento. Lo siento. ¡¡Lo siento tanto!!


Y, a lo lejos, su figura de invitada-intrusa desaparece en un fundido de peón de negras.

lunes, 24 de septiembre de 2007

TAN POBRE… ¡QUÉ POBRE! (R. Creek)


Porque así lo quieres y porque así te quiero, me finjo en el papel de idiota idolatrada, idiota sapiente de que, para no herirla, me sangras.

No soy, no. Lo sé aunque calle e interprete.
No soy la luna que desata tus mareas,
el viento-aliento que provoca tus crecidas,
ni el cuerpo que despierta tus deseos.
No soy ni el nombre que pueda pronunciarse.
No soy, no. Hasta de mi ser desposeída.

Aleteo, mariposilla frívola, riente-inconsciente, como tú quieres verme y como quieres que me vea. Me acerco al candil, sin salir del rol que has escrito para mí, para ella en fin. Y, a su luz, muero en la dolorosa certeza de saber quién soy, de sentirme ridícula en este trágico disfraz de payasa convencida, de ver cómo me sobran costuras sin faltarme ni una hechura.

Reflejada en tus ojos me veo empequeñecida. Me atrapas en la minúscula pecera de tus pupilas negándome el derecho a crecer por mi cuenta y en mi mundo, no vaya a ser que ella, entonces, sepa de mí.

Silencio. Siempre silencio. Respetando con piruetas el cartel de NO MOLESTEN que ni siquiera has colgado, porque sabes que lo leo en el mismísimo silencio. Ese silencio que grita. Tú callas aullar a otra estrella. Yo callo saberlo sin que lo digas y ejecuto la cabriola que serena tu conciencia.

Tú derramas las migajas en mis manos, las encierras entre mis dedos, y me dices, sin poderme sostener la mirada: Es oro. Y yo, que conozco desde siempre la textura del pan duro, con la alquimia de una pasión con la que no me correspondes, las transformo y, antes de extenderte de nuevo mis palmas, repito tus palabras en conjuro: Es oro. Y oro ves, porque oro hay. Oro que vuelves a robar de mis manos para depositarlo en otras que no tienen mi tacto, diciendo, esta vez sí, a sus ojos: Es oro.

En fin, que el motivo de la presente era sólo para que supieses que me duele hasta la médula este tanto tejer.

LA NIEBLA NO ES SINO NUBE (R. Creek)


Puesto que a menudo camino entre nubes, estoy más que acostumbrada a aterrizajes forzosos. A veces soy yo misma quien me obligo a bajar cuando avisto peligro, cuando paso demasiado tiempo arriba y veo que empieza a afectarme la altura, cuando corro el riesgo de no poder bajar más, o, simplemente, cuando mi cordura, mi falta de ella, empieza a ser una invariante.

Por tanto, creo controlar muy bien el plano de deriva, y saber cuándo sueño y cuándo tengo los pies fríos por el contacto del terreno. Y por eso también me pilló todo tan por sorpresa: Ignoraba que las nubes también pueden descender y envolverte, no tenía ninguna previsión sobre ello, había olvidado la escuela ¿y quién recordaba niebla como otra cosa que el perro de Heidi? Cuando me he dado cuenta, ya no encuentro la salida y, lo que es aún peor: no sé si quiero buscarla.

Mi nube tiene cien mil formas y millones de rincones que explorar. Desde sus zonas tormentosas exhala a veces hacia mi garganta un aliento gélido que me petrifica, y salgo corriendo, temerosa de que me aprisione para siempre en el desamor, o incluso en el amor -las prisiones de hielo no siempre tienen una forma o un origen concreto-. Pero mis huidas provocan su ternura y con el calor se dispersa la tormenta y se barren mis dudas, desaparece esa cortina opaca con que me ciega y que yo no quiero atravesar nunca, por temor a encontrarme con otra yo sufriente de amor y desamor, con un reflejo de mí misma investida en otra.

Mi nube también tiene recovecos amargos que no deja traspasar. Cuando paseas próxima a ellos los reconoces enseguida, porque las gotitas en suspensión te impregnan los labios dejándote sabor a lágrima. Te invaden, entonces, unas ganas locas de magnificarte para poder engullirla en un manto ovillante y protector, convertirte tú en la nube de la nube para devolverle el regalo con que te regala a cada instante: aislarla de la realidad, impermeabilizarla de temores, levitarla y acolcharte para amortiguar sus pesares.

Vivir en una nube da vértigo, incluso cuando se trate, como en mi caso, de una nube que te obliga a permanecer en tierra. Las nubes terrestres son trampas de deseos que te crean la ilusión de flotar para siempre sin dejarte, sin embargo, despegar del todo. Las nubes como la mía te hacen creer, a pesar de sus palabras lastradas de realidad, en el espejismo de que vas a poder tocarlas, olerlas, suspirarlas, estrecharlas en tus brazos para, cuando haces el intento, comprobar que no estás sino abrazada a ti misma.

Vivir en una nube es peligroso. Mi nube me prepara lechos de palabras en orden alfabético y me susurra, en una brisa por sorpresa, los poemas más dulces y más anestésicos, los más etéreos. Por eso cada mañana abro los ojos despacito, temerosa de verme rodeada por otra cosa que no sean sus abrazos galeánicos y sólo cuando entreveo la mesilla, de madera de roble, tintada inusitadamente de rosa, respiro aliviada.

Vivir en una nube produce efectos relajantes, anfetamínicos, hilarantes, lacrimógenos, heladores, abrasadores, de plenitud y de vacío, de inseguridad y de omnipotencia, de dicha e infortunio, de intangibilidad y de orgasmo... de locura, en fin. Y, sin embargo, no hay sensación meteorológicoemocional que pueda equipararse a la felicidad, al estado de maravillosa idiocia que deriva de la suerte increíble de que te atrape una nube.

jueves, 13 de septiembre de 2007

FUEGOS FATUOS, FUEGOS DE SAN TELMO, FUEGOS PASIONALES, PÁJAROS DE FUEGO, FUEGOS ARTIFICIALES... ALGUNOS QUEMAN, TODOS DUELEN (R. Creek) /Un hombre de Neguá (Galeano)


Para los que no hemos vivido nunca un terremoto, el temblor de los cristales al paso del camión cisterna nos anuncia el fin del mundo. Para los que aún no hemos sufrido terribles pérdidas, el que se afloje levemente la presión de la mano que nos acaricia nos presagia la más oscura de las desolaciones.

Por eso es que amo a Einstein y sus relatividades casi tanto como detesto las manzanas newtonianas. Y por eso es que le rezo a la estampita de Copérnico, garante de que el sol seguirá saliendo tras cada negritud, no importa cuánto dure. Y por eso es que, si me pierdo, prefiero mil veces, como guía, los abrazos Galeanos y sus señales luminofueguinas antes que cualquier satélite gpsiano o cualquier Campsa actualizada y con alojamientos.



Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.- El mundo es eso - reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con la luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay gente de fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas; algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman, pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende. (Eduardo Galeano. El libro de los abrazos -fragmento-).

SELENITAS (R. Creek)




Si me zambullo en la historia de la Historia, a duras penas logro encontrar un ser más cruel que Newton. Me refiero, obviamente, a su faceta gravitatoria. ¡Él y su G constante malditasea! Por su culpa sabemos que todo lo que sube baja (quién le preguntó nada). Sin remisión, sin excepción. Por su culpa conocemos que pueden elevarnos muy alto, crearnos la ilusión de volar, pero que el batacazo es seguro condenadoNewton.

De no haber venido él con sus leyes, algunos seguiríamos creyéndonos Clark Kent, susceptibles de ensupermanizarnos sin más. Cierto, nuestra calcomanía contra el asfalto sería sólo cuestión de tiempo. Pero lo veríamos como algo… no sé, accidental; sí: lo consideraríamos un error de cálculo, un fallo icariano consecuencia de una pésima elección de fijador de alas.

Siempre que alguien nos lanzase contra el firmamento creeríamos inquebrantablemente que podríamos seguir subiendo infinitamente benditoBuzzLightyearcawenIsaac. La gravedad no nos parecería tan grave, si me permiten el chiste fácil.

Pero, claro, tuvo que venir él, el bueno de Isaac, a abrirnos los ojos, a prevenirnos contra los bateadores de espíritus levitables, a avisarnos de que si ahora eres flotante esfera de helio en manos de David Copperfield, en escasos segundos serás la pelota del Galileo de la torre de Pisa.

No sé cómo lo veréis vosotros, pero yo no encuentro otra solución, para curarme de esta gran inquina contra Newton, que la de desafiarlo fijando mi residencia permanente en la luna. Eso, o retornarme a la dulce inopia de la infancia.

LAS PERSONAS PARARRAYOS (R. Creek)




Hay personas que, por su constitución o forma, atraen las descargas. Son personas pararrayos. La tormenta se forma a decenas de kilómetros, se va cargando de electricidad por el camino, y acude hacia la persona pararrayos como consecuencia de quién sabe qué azarosa atracción (el electromagnetismo es así de peculiar en lo suyo). Una vez allí, no unos metros más allá ni más acá, precisamente allí, sobre la persona pararrayos, el cúmulo tormentoso se deshace de toda esa sobrecarga iniciada a distancia y alimentada por el camino.

El cruel destino de las personas pararrayos es tal que incluso puede sucederles el verse sacudidas a través de un beso. Son esas personas que, al ir a recibir a un ser querido, le tienden los brazos al verlo salir del coche, brincando de alegría; ponen los morritos y… ¡zzzmmmmmmzzzzzmmmmm! ¡toma electricidad estática almacenada desde Burgos!

Es terrible.

Las personas pararrayos a menudo ignoran su condición de invento frankliniano y están ahí en lo alto, tan visibles, tan felices, tan ignorantes de lo que se les avecina. Si las personas pararrayos tuviesen la más mínima noción de su fatal estructura y composición, no se quedarían tan anchas, tan oreadas, en los tejados mirando estrellas. Vivirían -ocultas, pero protegidas- en sótanos, en refugios nucleares o en la fosa de las Marianas. O se conseguirían otra persona pararrayos con que cubrirse. Pero son bastante... digamos irracionales, e incluso después de varias descargas, siguen trepando a los aleros a maullar. ¡Si es que parece que lo pidieran a gritos, no me digáis! Alguna gente las llama, eufemísticamente, ilusas, románticas, "inocentes". Otras, quizá más realistas, las llaman inconscientes, temerarias o hasta piradas. Se les cuelgue el sambenito que se les cuelgue, lo cierto es que pasman (incluso a sí mismas). Tras la confusión del impacto que las derriba lanzándolas al suelo, con escayolas en el pensamiento, muletas en el corazón o collarín en el desánimo, vuelves a ver a las personas pararrayos encaramadas en un nido de cigüeña, en las torres Petronas o en el campanario de la iglesia del pueblo, totalmente ajenas a las palabras de Mario Picazo sobre borrascas tormentosas aproximándose desde el centro de la península.

Son terribles.

lunes, 10 de septiembre de 2007

GENTE GUAPA (R. Creek) / On the sunny side of the street (Cyndi Lauper)


©RAS

Cuando permaneces mucho tiempo atrapado en un mismo entorno, terminas olvidando lo increíble que es tu vecino; te acostumbras de tal modo a sus paisajes interiores que en nada te asombra lo que embellece o facilita en cada gesto tu vida. Al contrario: en muchas ocasiones, la fuerza de la costumbre puede hacer que, habituado a lo que debiera resultarte extraordinario, termines exigiéndole como derecho lo que nunca fue otra cosa que un privilegio con el que fuiste agasajado; a veces, incluso, desvirtúas los dones y terminas impregnando/percibiendo las relaciones con un tinte de mercantilismo interesado que las pervierte y deforma.

Cuando sales de lo cotidiano y no dependes de nadie más que de ti mismo y de tus semejantes, para quienes no eres sino un extraño que está de paso y que con nada vas a reciprocicar sus atenciones, te das cuenta de que el mundo está tan poblado de gente maravillosa que jamás te va a caber dentro toda esa corriente de afecto y generosidad/agradecimiento que se desencadena. Y por eso, porque desborda tu capacidad cardíacosensitiva, la vas irradiando por doquier a través de cada poro y con el brillo inusitadamente intenso que se enciende en tu mirada. ¡Qué guap@ estás en estas fotos! -te comentan al volver. Es verdad, qué guap@ me siento. ¡Y ya verás cuando te muestre la cordillera de afecto con que me tatuaron piel adentro!

ON THE SUNNY SIDE OF THE STREET ¡YO CRUZO!


Grab your coat and get your hat
Coge tu abrigo y ponte el sombrero
Leave your worries on the doorstep
Deja tus problemas en la puerta
Life can be so sweet
La vida puede ser dulcísima
On the sunny side of the street
en la acera donde da el sol.

Cant you hear the pitter-pat
Puedes escuchar el taconeo
And that happy tune is your step
y esa melodía feliz de tus pasos
Life can be complete
La vida puede ser plena
On the sunny side of the street
en la acera donde da el sol
I used to walk in the shade with my blues on parade
Solía caminar en la sombra con mi alma en vilo
But Im not afraid... this rover? s crossed over
no tengo miedo ¿este vagabundo? cruzo saltando

If I never had a cent
Aunque no tuve nunca un céntimo
Id be rich as rockefeller
ni soy un Rockefeller
Gold dust at my feet
hay polvo dorado en mis pies
On the sunny side of the street
en la acera donde da el sol.

martes, 4 de septiembre de 2007

SOÑAR FRÁGILES BURBUJAS (R. Creek)


Como en las pequeñas y bellas historias del cine (ésas que de tan pequeñas parecen, además de deseables, posibles; ésas que añoras sin haberlas vivido) lo peor de los sueños imposibles no es tanto el despertar y ver el hematoma que te recuerda que no eres Alicia, que no puedes atravesar ese espejo, cuanto que, al abrir los ojos después de haberlos tenido invadidos de un mundo ilusiorio, la realidad que te circunda ya no te parece tan maravillosa como antes de fabricar esos mágicos sueños irrealizables. Despiertas mientras, como decía mi abuela, sigues con el corazón dormido, y tardas tanto en darte cuenta de que has aterrizado que, durante un tiempo que parece infinito, sigues, sin poder impedirlo, aleteando con los brazos extendidos, mientras arrastras los pies con el corazón encolado a las suelas, triste constancia de tu total desadaptación.

Mi agapi dice que es una sensación de conocer lo desconocido. Sí, una vida soñada, o algo así, que ¡alehop! surge de la nada como si nunca hubiese estado en ningún otro lugar más que delante de tus ojos, y que se te representa tan tangible que parece que vas a poder tocarla, que la vas a atrapar o que te vas a dejar atrapar por ella; y alargas los dedos, con una sonrisa infantil, como hacías en las películas 3D cuando pasaban a tu lado las burbujas de colores, para comprobar ¡poff! que estás tocando humo, vacío,... Y, sin embargo, no eres capaz de reconocerla como un reflejo de tu propio anhelo, como si te resistieses a su imposibilidad.

sábado, 1 de septiembre de 2007

NO SÉ (R. Creek)




Yo no sé si es cierto que lo que digo, en el fondo, no es sino lo que a ti te llega. Quizá lo disfrazo y tú lo desenmascaras antes, siquiera, de haber terminado de pronunciarlo. No sé si es cierto que, impíamente, intento huirte porque me abraso en ti y, sin poder hacerlo, persigo provocar tu hastío. No lo sé. No sé si, catatónica, trenzo cuerdas y luego me ahorco con ellas. Lo que sé es que, buscado o no, cuando te alejo agonizo en una tortura en la que sólo deseo que se apaguen todos mis latidos, incluso los que me despiertan amante, para que cese la desesperanza. Sólo quiero, si te duelo, cerrar la puerta y dormirme, no sé si para siempre.

Tampoco sé si lo que tú callas es lo que yo escucho, ni si lo que te subleva es que lo inhale incluso sin que lo desprendas. No sé si eres tú quien, invocando esquivar la brasa de confusión en que te sumo, y no viéndote capaz, ideas fabricar mi desgana. No lo sé. Lo que sé es que cuando te veo agonizar en la tortura, no deseo sino consumir los latidos, -incluso los que nos llevan a dormir abrazados- para agotar el sufrimiento. Sólo quiero que cerremos la puerta y soñarte. Y sé que para siempre.

Yo no sé si es intentando perfilarte que te borro, o si es cuando me moldeas que me deshaces. Sólo sé que voy a seguir bocetándote hasta que mi mano se adiestre a tus contornos o hasta que tu perfil se oville entre mis manos. Sólo sé que cada vez que me conviertas en añicos, me dejaré resurgir, masa informe, entre tus manos tantas veces como me rebele negándome a adoptar el cuerpo que me quieras dar.

No sé si es al escapar en tinieblas, el uno del otro, que chocamos en un orgasmo infinito; o si es buscándonos a tientas que terminamos distanciándonos. Sólo sé que no es preciso perderte para empaparme de cuánto te necesito ya. Y sé también que, incluso cuando salgo en loca fuga, no pretendo sino gritarte en un susurro como Nino Belvedere:

(- ¿Acepta usted por esposa a Norma Pellegrini para amarla, cuidarla en salud y enfermedad, hasta que la muerte los separe?)
- Y después también.

UN CUENTO (R. Creek)



A mí siempre me han gustado los Guido Orefice, los George Baily, los Eduardo Manostijeras, los Alfredo (no los Corleone, sino los proyeccionistas), los Tiberio Claudio, Paco el Bajo, los Yuri Zhivago, etc. Me gustan, sí, qué le voy a hacer. Son seres que razonan las emociones, y las canalizan, no les importa parecer “débiles” cuando muestran su faceta humana, lloran en público por nimiedades porque sus tragedias no pueden/quieren llorarlas ni en privado. Razonan ¡pobres debiluchos! incluso con el “enemigo” y ¡pasmante! buscan ¡mendigan! el aprecio de éste en reciprocidad al que ellos le profesan; no dan nunca por perdido un afecto que fue sincero. Un poco a lo Quijote, quieren encontrar razones incluso en el reino donde sólo gobiernan las emociones desbocadas.

Pero, puesto que nunca he sido acólita de banderas del “conmigo o contra mí” y nunca he aceptado dicotomías creadas artificialmente, con o sin intereses de por medio, también les encuentro su encanto a los Brutus shakespearianos, a los Dmitri Karamazov, a los Stanley Kowalski,... que actúan emocional, radical (de raíz), visceralmente, por impulso y, esto los hace semejantes a los del primer grupo: con corazón, asumiendo ¡solos! -no precisan de la camarilla que inevitablemente los sigue sin ser llamada- las desmedidas consecuencias precipitadas de sus errores. Ellos emprenden o aceptan sus propias peleas, esgrimen sus armas abiertamente, y echan lo que haya que echar. Aciertan o se equivocan, pero son protagonistas de ambos, de atinos y desatinos, y no se esconden de los segundos ni se vanaglorian en exceso de los primeros. Son pasionales, todo o nada, no perdonan ofensas ni atienden a razones, viven los tropiezos como afrentas dolorosas. Comparten con el primer grupo corazón -como ya he dicho- y nobleza.

Entre ambos tipos, alrededor, arriba, abajo, inmersos, mezclados,... hay todo tipo de personalidades (incluidas las de "a río revuelto", que me interesan menos en general, porque suelo aprender poco y -llamadme acarajotá- me parecen siempre de idéntico guión y pobre registro). Probablemente todas tienen su encanto, pero hay, en la vasta tipología de seres y enseres, una categoría a la que no he soportado nunca: la de los ventajistas-arribistas-aduladores-correligionarios de todo. Sólo actúan tras la iniciativa de, nunca inician -aunque instiguen y/o provoquen su permanencia- el conflicto; esperan agazapados para saltar, pero nunca son abiertamente los protagonistas, aunque, si de ellos depende, una contienda nunca terminará en tregua o entendimiento; el botín es suculento y la inversión que hacen nula, puesto que los que arriesgan son los otros; espolean al “fuerte” visceral y asumen siempre las ofensas a éste como suyas propias; aunque, si se quedan solos, siempre encuentran recursos dialécticos para quedar en el mejor campo. Nunca nadan ni a favor ni contra corriente, se quedan siempre entre dos aguas, a la espera para valorar cuál es el curso favorable. Son astutos e inteligentes, pero nunca les mueven ni el corazón ni la razón, sino el propio interés. Juegan un papel destacado de vengador, pero guardan la ropa de cordero por si hay que plegar velas. Exhiben magnos estandartes con sus batallas ganadas, y nunca con las perdidas, porque ellos no se equivocan nunca: se les malinterpreta. Sí, sé que hay que respetar (y lo hago) incluso a éstos, pero nadie puede pedirme (porque es superior a mi voluntad) que inhiba un sentimiento, digamos eufemísticamente, de disgusto ante los Casio, los Iván Karamazov, los Vitelio, los Mae Pollit, los Victor Komarovsky...

A pesar de todo, no quiero que los Daniel da Barca se conviertan en Taras Bulba; ni quiero que los Antipov se enfunden la piel de los Pierre Bezukhov. Sin éstos no hay cómo apreciar a aquéllos y sin aquéllos y éstos la vida pierde matices. Lo que sí sería muy útil ¡y puede ser que hasta divertido! es que ambos, éstos y aquéllos, reconociesen perfectamente a sus Sénecas, a sus marquesas de Marteuil...

¿A que es un cuento muy bonito? Pues es el de nunca acabar.
Agosto 2005