Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

lunes, 24 de septiembre de 2007

LA NIEBLA NO ES SINO NUBE (R. Creek)


Puesto que a menudo camino entre nubes, estoy más que acostumbrada a aterrizajes forzosos. A veces soy yo misma quien me obligo a bajar cuando avisto peligro, cuando paso demasiado tiempo arriba y veo que empieza a afectarme la altura, cuando corro el riesgo de no poder bajar más, o, simplemente, cuando mi cordura, mi falta de ella, empieza a ser una invariante.

Por tanto, creo controlar muy bien el plano de deriva, y saber cuándo sueño y cuándo tengo los pies fríos por el contacto del terreno. Y por eso también me pilló todo tan por sorpresa: Ignoraba que las nubes también pueden descender y envolverte, no tenía ninguna previsión sobre ello, había olvidado la escuela ¿y quién recordaba niebla como otra cosa que el perro de Heidi? Cuando me he dado cuenta, ya no encuentro la salida y, lo que es aún peor: no sé si quiero buscarla.

Mi nube tiene cien mil formas y millones de rincones que explorar. Desde sus zonas tormentosas exhala a veces hacia mi garganta un aliento gélido que me petrifica, y salgo corriendo, temerosa de que me aprisione para siempre en el desamor, o incluso en el amor -las prisiones de hielo no siempre tienen una forma o un origen concreto-. Pero mis huidas provocan su ternura y con el calor se dispersa la tormenta y se barren mis dudas, desaparece esa cortina opaca con que me ciega y que yo no quiero atravesar nunca, por temor a encontrarme con otra yo sufriente de amor y desamor, con un reflejo de mí misma investida en otra.

Mi nube también tiene recovecos amargos que no deja traspasar. Cuando paseas próxima a ellos los reconoces enseguida, porque las gotitas en suspensión te impregnan los labios dejándote sabor a lágrima. Te invaden, entonces, unas ganas locas de magnificarte para poder engullirla en un manto ovillante y protector, convertirte tú en la nube de la nube para devolverle el regalo con que te regala a cada instante: aislarla de la realidad, impermeabilizarla de temores, levitarla y acolcharte para amortiguar sus pesares.

Vivir en una nube da vértigo, incluso cuando se trate, como en mi caso, de una nube que te obliga a permanecer en tierra. Las nubes terrestres son trampas de deseos que te crean la ilusión de flotar para siempre sin dejarte, sin embargo, despegar del todo. Las nubes como la mía te hacen creer, a pesar de sus palabras lastradas de realidad, en el espejismo de que vas a poder tocarlas, olerlas, suspirarlas, estrecharlas en tus brazos para, cuando haces el intento, comprobar que no estás sino abrazada a ti misma.

Vivir en una nube es peligroso. Mi nube me prepara lechos de palabras en orden alfabético y me susurra, en una brisa por sorpresa, los poemas más dulces y más anestésicos, los más etéreos. Por eso cada mañana abro los ojos despacito, temerosa de verme rodeada por otra cosa que no sean sus abrazos galeánicos y sólo cuando entreveo la mesilla, de madera de roble, tintada inusitadamente de rosa, respiro aliviada.

Vivir en una nube produce efectos relajantes, anfetamínicos, hilarantes, lacrimógenos, heladores, abrasadores, de plenitud y de vacío, de inseguridad y de omnipotencia, de dicha e infortunio, de intangibilidad y de orgasmo... de locura, en fin. Y, sin embargo, no hay sensación meteorológicoemocional que pueda equipararse a la felicidad, al estado de maravillosa idiocia que deriva de la suerte increíble de que te atrape una nube.

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