Había leído, en lo
que me había dado tiempo de las 814 páginas de la guía que no
pensaba cargar como equipaje, que los alojamientos de la plaza
Omonia eran los más baratos porque era un barrio de
compra-venta corporal. Para nuestra primera salida, por
supuesto, elegimos la plaza Omonia. Sí, ya sé que esto da
lugar a malos entendidos, pero dejadme que lo aclare: siendo,
como creíamos, una capital europea, de interior, mes de agosto
y día de diario, probablemente sólo allí encontraríamos
lugares abiertos para tomar algo y cenar.

Bien, a mitad de
trayecto llamaron a Π y, como pasa bastante del concepto de
“móvil”, se sentó en un resalte de un comercio a responder.
Quiso la casualidad que, no habiendo llegado a Omonia, el
descanso nos pillara en una antesala bastante premonitoria:
una pequeña placita-museo del underground. Yo, que había
comenzado por esperar a escasos metros pensando que sería una
llamada de corta duración, terminé empezando a pasear arriba y
abajo, atrayendo miradas primero y pseudofertas después.
Abrumada por la indecisión, le comuniqué a Π que iba a seguir
caminando hasta la plaza siguiente, al otro extremo de la
avenida (una tiene que tantear bien todas las oportunidades,
no hay que quedarse con el primer chollo que te encuentres
¿no?). Esto le sirvió para abreviar un poco y unírseme (¡qué
mala es la envidia! XDD).
Mientras
buscábamos Omonia, zigzagueando en lo que creíamos el
itinerario exacto (sólo días después fuimos capaces de
apreciar que para un recorrido recto trazábamos la bóveda
celeste), pasamos por una estación de autobuses de países del
Este. Uno acababa de llegar, así que presenciamos, sin pena ni
gloria, la alegría de los reencuentros familares. Caminamos
unos metros más y, tras una cochera de taxis, llegamos a la
plaza Omonia. No me sorprendió nada lo que vimos porque
correspondía totalmente a lo que decía de ella la guía: a
pesar de significar concordia, no era sino una plaza ganada
por el asfalto, y con tráfico infernal. Callejeando mucho
llegaríamos a saber, casi en el momento de abandonar ya Azina, que ésa era la plaza
Omonia sólo porque nos había dado la gana. Aún no sabemos con
exactitud qué era eso que rebautizamos con tal nombre, pero lo
cierto es que no había ni un árbol, ni un alma tampoco (esto
último fue lo que, con posterioridad, nos resultó algo
extraño, al leer en otra guía que era lugar de encuentro
multicultural -como también llegamos a comprobar cuando
aparecimos allí por casualidad en otra ocasión en que
buscábamos 28 de octubre odós-). Bien, no sabíamos ni por
dónde atravesarla y nos dio rabia que las guías, como las
madres, siempre tengan razón para lo murphysta.
Estábamos
armándonos de valor para cruzarla como si de una avenida china
se tratase (esto es, corriendo con los ojos cerrados y
gritando “Tengomieeeedoooo” hasta chocar con el bordillo del
otro lado), cuando nos abordó quien nos dijo ser un yugoslavo
recién llegado. Por supuesto, no nos dio ninguna pista el que
no llevara ningún equipaje. Nos bastó con haber visto, metros
atrás, el autobús recién llegado, y su mapa de Azina en las manos, para no
tener ninguna duda de que así era. Nos preguntó la procedencia
y si sabíamos de algún hotel. Curiosamente acabábamos de dejar
una calle transversal atestadita de hoteles (esto también nos
confirmó, claro, que estábamos en Omonia), así que, aunque
acabábamos de decirle que no podíamos ayudarle porque no
conocíamos nada (antes siquiera de que nos preguntase),
resultó que sí que podíamos. Le indicamos la calle. Él no
parecía tener intención de ir a verla, lo cual nos sorprendió
ligeramente, y siguió mostrándonos el mapa y repitiéndonos lo
mismo que ya nos había dicho: yugoslavo, recién llegado, y
buscaba hotel. Nos miramos con cara de alunice, pero,
conscientes de que podíamos no estar entendiéndonos
mutuamente, volvimos a repetirle todo: lo de la calle plagada
de hoteles y lo de nuestro absoluto desconocimiento sobre nada
más.
Él nos
señaló el mapa y repitió lo ya repetido varias veces. Nuestras
caras eran todo un poema. Nos preguntábamos mutuamente: “¿Pero
qué quiere? Yo no lo entiendo. Ya le estamos diciendo que no
somos de aquí...", etc. Sí, sí, bonito (yesyespretty) pero es que no
sabemos lo que quieres. Él no tenía ninguna prisa y, sin
abandonar su sonrisa, nos repitió lo mismo. Π ya, para romper
ese círculo infernal, ese agujero repetitivo en el tiempo en
el que parecíamos habernos metido los tres, le señaló un
pedazhotel que se veía enfrente. El hombre dijo que era
demasiado caro, y le repetimos lo de la calle con hoteles con
aspecto normal, ahí al ladito. Él ni siquiera miraba la
dirección de nuestros dedos y señalaba el mapa. No nos llegó a
chocar que un tipo recién llegado fuese más capaz de
orientarse por un mapa que por unos índices apuntando a una
calle. Somos así, ya veis. Esas cosas las pensamos después.
Así que, siguiendo sus indicaciones, nos acercamos a un
escaparate porque, al parecer, necesitaba luz sobre el mapa
para saber dónde ir. Tampoco se nos ocurrió coger un boli e ir
marcándole en el mapa todas las H que, a buen seguro,
aparecerían. Lo hubiéramos dejado de una pieza. Pero ya digo,
no se nos ocurrió sino seguirle hasta el escaparate con cara
de estupefacción y diciéndonos: “Si es que no sé qué quiere,
sí, sí, luz, pero si ya le hemos dicho que no somos de aquí,
qué quiere este tío...”.
Nadie
sabe el tremendo daño que han causado las series policíacas de
los 70 a las mafias actuales. Baste deciros que, mientras
estábamos ya riéndonos abiertamente del hecho de vernos
repitiendo la toma (ahora en un escenario más luminoso, eso
sí) del yugoslavo recién llegado que intenta encontrar
alojamiento barato preguntándole a dos guiris que tienen que
orientarle en un plano, apareció a la carrera un joven
delgadito, camisa blanca, vaqueros negros, y se nos plantó
delante con las piernas abiertas, una mano hacia arriba,
haciendo como si fuera una pistola que apuntase al aire
(pensado después, quizá emulando a Tony Manero en la
discoteca), y mostrándonos, con la otra, una cartera vieja de
cuero negro abierta y con una placa, mientras gritaba, también
repitiendo su escena una y otra vez, como por contagio:
POLIIIIIIIIIIIICE POLIIIIIIIIIIICE, PASSPOOOOORT,
PASSPOOOORT!!!!!!! Yo flipé. Hasta llegué a pensar que nos
estaba pidiendo que lo invitásemos al famoso whisky. Le dije,
como una novia despechada reprendiendo a su novio
exalcohólico: “¡No! A ti no. ¡Ni hablar!”, por supuesto en
castellano. Cuando una se rebela no tiene tiempo para
morondangas idiomáticas. Y me dirigí, dándole la espalda, muy
digna yo (la nariz apuntando hacia el luminoso hotelero que
minutos antes habíamos indicado a modo de sugerencia al
yugoslavo persistente), hacia el lugar inicial por el que
habíamos estado pensando cruzar aquella plaza de tráfico
infernal, nuestra plaza Omonia, antes de que nos tragase ese
bucle del tiempo.

Al ver que Π no me
seguía, me sorprendió comprobar que seguía con el plano del
tío en sus manos, alunizando mientras nos miraba
alternativamente a él, a mí y a Starsky -que seguía pidiendo a
gritos música de los 80 y alcohol, pero un poco más alejado y
desconcertadísimo al ver que no le habíamos hecho ni caso-. El
yugoslavo ni se había inmutado. Era su primera vez en Azina y ya parecía más que
acostumbrado a estos numeritos de la “policía” ateniense.
Vamos, que ni se sobresaltó por los gritos ni hizo, en ningún
momento, ademán de buscar documentación alguna. Vale que
ninguno de los tres lo hicimos pero ¡yo qué sé! qué menos que
una cara de fingida sorpresa, ¡¡qué menos!!
Cuando le
sugerí a Π que nos fuéramos, respondió que ya, pero que no
sabía qué quería el yugoslavo, ni de qué iba todo esto;
dedujo, finalmente, que por mucho que repitiésemos la escena
no llegaríamos a comprender nunca dónde quería llegar ese
hombredediox, así que le dijo, a modo de despedida: lo siento, no somos de aquí;
y ahí lo dejamos con su plano, a la luz del escaparate, y sin
que pareciera afectarle ver alejarse a ese tipo de enfrente,
nervioso, que no dejaba de saltar y gritar
POLICEPOLICEPASSPORTPASSPORT mientras mostraba una estrella de
sheriff de 3 kg. de peso y encima de color azul marengo, como
para darle más realismo.
En fin,
que menos mal que somos muy de Siniestro (antetodomuchacalma) si no…
los arrestamos a los dos allí mismo y los metemos en el sótano
del Diethnes hasta que el uno aprenda a localizar las H en el
plano de Azina y a
sobresaltarse cuando su compinche (de eso no tuvimos ninguna
duda) le pida el passport; y hasta que el otro se dé cuenta de
que un policía nunca llega a un sitio tranquilito, donde no
hay más que tres personas en amor y compaña, gritando como un
poseso y haciendo como que pega tiros al aire con la uña sucia
de su índice, y mucho menos cargado con una placa que pesa el
doble de su masa corporal, con la inscripción “Fuerte Grant.
Juguetes Comansi”; nunca salvo si salta por una puerta del
"tomate rayado", o si, mientras, TJ sube al tejado.