
Había pasado tanto tiempo de luto, tanto tiempo humedeciendo mi coraza en lágrimas, que ésta devino en papel, sin apenas yo enterarme. Recuperé, tras ese duelo prolongado, la virginidad angélica, ese estado de idiocia en el uno cree que nadie que te quiera te hará llorar, nadie pisoteará a sabiendas sentimientos ajenos,… la inocencia, en fin. En tal estado de gracia virginal, de corazón desacorazado, lo suyo es que hubiese aparecido de pronto una suave mariposa acariciadora de cicatrices. Y así fue: el destino me regaló un aleteo dulce y ateniense en brazos del héroe de débil talón. Pero apareció, a la par, el tiburón. Un escualo que yo quise disfrazar de delfín, y que empezó a lanzar cantos de sireno mientras yo atravesaba Ítaca. Echémonos de menos –le dije, confundida, para alejarlo, mientras mi tripulación me amarraba al mar Jónico con una soga de palabras: Esuntiburónesuntiburónesuntiburón…-. Su canto pudo más, y me deshice de la tripulación.
A mi regreso, pude escuchar, ya sin rumor marino que me incitase a la confusión, la letra de su canto: Soyuntiburónsoyuntiburónsoyuntiburón… Me amarré, yo misma, a la cuenta atrás de las hojas de un calendario de Esther y su mundo. Esta vez no llegué ni a dos: me desaté y traduje la letra ayudada del diccionario ilusión-amenaza amenaza-ilusión, y quedó como sigue: Los tiburones también saben a-mar. Y me lancé a sus fauces. Él seguía cantando: soyuntiburónteharejirones; y, a mi alrededor, mil corazones que sufrían anticipadamente por mí, le hacían eco: te hará pedazos y volverás a esa cueva de luto del corazón coraza. El canto era tan agudo, tan presente, que llegué a no poder disfrazarlo con ningún diccionario traductor; no me quedó más remedio que extraerme los tímpanos para seguir amándole, acariciando su aleta de delfín. Era tal mi pasión, era tal mi almacén de caricias, eran tales mis ganas de amar, que cuando me clavaba sus mil hileras de dientes de cartílago yo no podía ver sino su miedo, mientras esos corazones -que lloraban anticipadamente por mí- me hacían torniquetes de urgencia y vendaban mis desgarros con carteles de aviso: esuntiburónesuntiburónesuntiburón y te devolverá a la oscura profunda cueva del dolor.
Me dio él tantas señales, me vendaron los demás tantas y tantas veces que… ¿desistí? ¡En absoluto! Mi recién estrenado estado de inocencia absoluta me obligó a arrancarme los ojos, a anular otro sentido más. Ahora sólo acariciaba, acariciaba una aleta de delfín que de pronto se convertía en mandíbula que me devoraba el corazón. Tenía tantas ganas de latir que, no obstante, hecho carne picada ya, seguía acariciándole en son de palpitaciones: Tran-qui-lo-tran-qui-lo, no-tie-nes-por-qué-ser-ti-bu-rón-yo-te-quie-ro-no-te-de-fien-das-tran-qui-lo-tran-qui i i lo, traa nnn… Ni modo. Desgarró mis pechos, de los que se había amamantado golosamente; se hizo paso entre mis costillas, ésas que habían dejado de protegerme para protegerlo a él, y lanzó un último bocado, engulléndome hasta el alma.
Un día, mientras permanecía aún en la UCI, me lanzó aún otra dentellada. Cogí el teléfono para asegurarle que no era ya necesario: no quedaba ya nada que destrozar o de lo que alimentarse. Él respondió con una mordida que yo conocía de sobra porque se había encargado de tatuármela por todo el cuerpo desde el día en que me desamarré del calendario: me clavó los dientes superiores mientras me cantaba las alabanzas de una nueva sirenita.
Sigo aquí, informe, convaleciente, pendiente de mil operaciones que me sacarán, quizá, de esta oscura, familiar y profunda gruta del desengaño que tan bien conozco. Estoy recuperando la visión, aunque sigo pidiendo ocelos de cristal porque quiero seguir ciega, a pesar de todo; creía seguir sorda, porque no escucho a mi alrededor el telodijetelodijetelodijeamor de esos corazones que sufren por mí de forma póstuma, pero sé que oigo de nuevo; lo sé porque lo que sí que escucho (y no tengo ya que amarrarme ni traducir) es la canción soyuntiburónsoyuntiburónsoyuntiburón y tengo ya nueva presa a la vista con la que seguir haciéndote jirones.
A mi regreso, pude escuchar, ya sin rumor marino que me incitase a la confusión, la letra de su canto: Soyuntiburónsoyuntiburónsoyuntiburón… Me amarré, yo misma, a la cuenta atrás de las hojas de un calendario de Esther y su mundo. Esta vez no llegué ni a dos: me desaté y traduje la letra ayudada del diccionario ilusión-amenaza amenaza-ilusión, y quedó como sigue: Los tiburones también saben a-mar. Y me lancé a sus fauces. Él seguía cantando: soyuntiburónteharejirones; y, a mi alrededor, mil corazones que sufrían anticipadamente por mí, le hacían eco: te hará pedazos y volverás a esa cueva de luto del corazón coraza. El canto era tan agudo, tan presente, que llegué a no poder disfrazarlo con ningún diccionario traductor; no me quedó más remedio que extraerme los tímpanos para seguir amándole, acariciando su aleta de delfín. Era tal mi pasión, era tal mi almacén de caricias, eran tales mis ganas de amar, que cuando me clavaba sus mil hileras de dientes de cartílago yo no podía ver sino su miedo, mientras esos corazones -que lloraban anticipadamente por mí- me hacían torniquetes de urgencia y vendaban mis desgarros con carteles de aviso: esuntiburónesuntiburónesuntiburón y te devolverá a la oscura profunda cueva del dolor.
Me dio él tantas señales, me vendaron los demás tantas y tantas veces que… ¿desistí? ¡En absoluto! Mi recién estrenado estado de inocencia absoluta me obligó a arrancarme los ojos, a anular otro sentido más. Ahora sólo acariciaba, acariciaba una aleta de delfín que de pronto se convertía en mandíbula que me devoraba el corazón. Tenía tantas ganas de latir que, no obstante, hecho carne picada ya, seguía acariciándole en son de palpitaciones: Tran-qui-lo-tran-qui-lo, no-tie-nes-por-qué-ser-ti-bu-rón-yo-te-quie-ro-no-te-de-fien-das-tran-qui-lo-tran-qui i i lo, traa nnn… Ni modo. Desgarró mis pechos, de los que se había amamantado golosamente; se hizo paso entre mis costillas, ésas que habían dejado de protegerme para protegerlo a él, y lanzó un último bocado, engulléndome hasta el alma.
Un día, mientras permanecía aún en la UCI, me lanzó aún otra dentellada. Cogí el teléfono para asegurarle que no era ya necesario: no quedaba ya nada que destrozar o de lo que alimentarse. Él respondió con una mordida que yo conocía de sobra porque se había encargado de tatuármela por todo el cuerpo desde el día en que me desamarré del calendario: me clavó los dientes superiores mientras me cantaba las alabanzas de una nueva sirenita.
Sigo aquí, informe, convaleciente, pendiente de mil operaciones que me sacarán, quizá, de esta oscura, familiar y profunda gruta del desengaño que tan bien conozco. Estoy recuperando la visión, aunque sigo pidiendo ocelos de cristal porque quiero seguir ciega, a pesar de todo; creía seguir sorda, porque no escucho a mi alrededor el telodijetelodijetelodijeamor de esos corazones que sufren por mí de forma póstuma, pero sé que oigo de nuevo; lo sé porque lo que sí que escucho (y no tengo ya que amarrarme ni traducir) es la canción soyuntiburónsoyuntiburónsoyuntiburón y tengo ya nueva presa a la vista con la que seguir haciéndote jirones.