Recién invisibles los luceros, despegó del lecho y posó sus pies en el suelo. Luchó en tibio desenredo con el lienzo que le había envuelto de sueños y, veloz, puso sus ojos en el exterior por ver si el pulso nocturno había detenido el gemido húmedo de los cielos. Eso vio: el sol fundido en un prístino recomienzo y sólo unos pocos espejos térreos de nubes. Sus proyectos se hicieron, de ese modo, posibles: cerró los ojos y se vio -se previó- en el refugio de su segundo yo, su eterno gemelo, quien le prestó los utensilios precisos en ese su perentorio momento.
COMPETENCIA OFICIAL
Hace 5 meses
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