Nunca estaba en tus poemas.
Te leía una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez buscándome y, entre el millar de mujeres que poblaban tus libretas, no encontré nunca la menor traza de mí. Una tenía un periquito en la terraza y sus colores avivaban los tuyos como le hace el amanecer abrileño a las amapolas (jamás creí la patraña de que fueran los colores del periquito los que te volvían locuaz y buhonero). La rubia era judoka y aunque hablabas de cómo te distraían del sueño tus deseos de perderte en sus cabellos, yo leía, entre líneas, que querías ser tatami en sus mae ukemi, contrincante en sus renraku wazu. A veces hablabas del hanami. Otras de grillos y farolas. En ocasiones le cantabas a los Alpes y en otras buceabas buscando calamares.
Y yo sabía que el hanami, los grillos y farolas, el Tirol y la sima de las Marianas, el loco y su pérfida mascota, el loro y la escalera del portal 47, y el atardecer y hasta el tañir de una campana,... todo ¡todo! llevaba nombre de mujer. Y no era el mío. Nunca.
No obstante, empeñada, como estaba, en buscarme y encontrarme entre tus sábanas de tinta, si no entre los lienzos de tu cama, decidí, yo misma, ser farola, escalera del portal 47, hanami ¡y hasta el mismo Kurosawa!
Y así, todos los días te buscaba y leía en qué había de tornarme tu poesía. Tuve gato, loro y periquito, fui VIP en la tiendita de mascotas. Llegué a comprarme iguanas y hasta anfetas por si un día tu musa era Nirvana. Desfilé en Cibeles, desayuné en Praga, aprendí origami y andaluz cerrado, recité a Borges de corrido como quien repite los afluentes del Don por la derecha y acudí a un curso de cocina boreal sin colorantes (que yo misma tuve que impartir al enterarme de que tal cosa no existía).
Fue un error de cálculo nefasto. Tragarme a toda musa en muselina no me convirtió en absoluto en tu Erato preferida. Seguí siendo una anónima en tu vida, una de esas farolas anodinas que empiezan a alumbrar cuando es de día.
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