Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

viernes, 1 de mayo de 2015

TENÍA 20 AÑOS Y UN GATO (R. Creek)


Tenía un gato que me estaba matando de asma sin ser yo tan consciente como pareció volverse él.

De crío me adoraba, venía a despertarme, me buscaba, me (ron)roneaba... Pero, a medida que creció, como si un sexto sentido le avisase de que se estaba convirtiendo, junto con mis cigarrillos, en cómplice de mi asesinato silencioso y paulatino, dejó de venir a mí. Yo no sólo no dejé de seguir yendo a él, sino que, no tan inteligente como él, cada vez que lo atraía hacia mí terminaba aligerándolo de esa alfombra de pelo a renovar que le cubría, en una conducta claramente suicida.

Pelu era toda una experiencia vital y, como tal, cada uno de los que lo conocimos describiría su carácter a través de su propia vivencia, que dista mucho de tener nada que ver con la de los demás. Pelu quería a mi padre y mi padre quería a Pelu; creo que era más consciente de su ausencia cuando salía de sus lugares habituales, que de la nuestra. Pelu adoraba a mi madre y mi madre adoraba a Pelu y, como no podía ser de otro modo, le regaló la pena infinita de verlo partir en su último viaje. Mi cuñada desconfiaba y recelaba/temía a Pelu, pero Pelu no le devolvía el sentimiento y buscaba en ella un regazo cálido, ignorando el rechazo de ella y ganándosela a su pesar. Y es en esta última actitud, sobre todo, donde adquirí plena consciencia de su infinita inteligencia, paciencia y savoir faire. No sé bien si fuimos nosotros quienes acabamos imitándolo o si fue él quien no hacía sino mimetizar nuestras conductas; lo cierto era que sus dinámicas eran también, de algún modo, las mismas que manteníamos entre nosotros.

Ana llegó a pintarlo de colores, como pintó los carísimos zapatos sin estrenar de su padre y como pintó la exclusivísima muñeca que le regalé, dándome una impagable lección: la de la diferencia entre valor y precio. No sé si habría relación entre los tres objetivos de su pintura más allá de ser lo que parecía: el intento de un comino de dejar sus primeras huellas en el mundo. Si juzgamos el hecho de que, 20 años después, sus hazañas acaban de ser plasmadas por escrito, podemos concluir que, sin duda, sus intentos y sus intenciones fueron exitosos.

Solía decir de Pelu que era un perro camuflado, tal era la imagen "prototópica" que nos habían transmitido sobre los gatos, sus arrebatos y sus "ariscatos". Él desmitificó esa fama y dejó tal impronta en nosotros que, durante los últimos años de mi padre, no pude menos que hacer un paralelismo con la imagen de gato que tuvimos a partir de Pelu: mi padre era un gatito sumiso que se dejaba hacer e, incluso, querer, y que, a su vez, quería y no le importaba demostrarlo, como si ya no fuese fundamental (como nunca lo fue para Pelu) fingir otra pose.

Cómo duele hablar de mi padre. Con qué facilidad omito referirme a él, como si ya no formase parte de mi mundo, a sabiendas de que cada vez que me dejo llevar dejándolo re-presentarse, me asoma a los labios, a los lagrimales, a la tinta, al borde del diafragma oprimido...

A veces pienso que me habría dolido menos si se hubiese ido cuando yo lo odiaba para enmascarar el dolor que me producía que me invisibilizase o minimizase. Prefería ser su enemiga a su nada. Pero se fue cuando había dejado de esforzarse en fingir que le importábamos un huevo yo o mis circunstancias. Nos dejó ver su vulnerabilidad durante unos años, su necesidad de cariño al desnudo, sin disfrazarla, no como antes, de reproche. Y justo cuando empezó a experimentar que bajar la guardia no era peligroso, que nunca había tenido ningún monstruo del que defenderse, justo cuando empezaba a interesarse por las personas que integraban su vida, justo cuando fue emocionalmente capaz de comprender perdió la capacidad cognitiva de comprender. Suena a ironía, pero quizá haya una ignorada relación que le da sentido a todo, que convierte lo paradójico en lo más lógico.

Se fue cuando más cariño pedía y cuando más dispuestos estábamos a dárselo sin temor al coste emocional de sus antiguos cambios repentinos. Se fue cuando había disuelto al padre enemigo y empezaba a dejar salir al niño desvalido. Se fue no cuando más lo queríamos, sino cuando más dispuestos estábamos a admitirlo.




Tenía diez años y un gato
peludo, funámbulo y necio,
que me esperaba en los alambres del patio
a la vuelta del colegio.

Tenía un balcón con albahaca
y un ejército de botones
y un tren con vagones de lata
roto entre dos estaciones.

Tenía un cielo azul y un jardín de adoquines
y una historia a quemar temblándome en la piel.
Era un bello jinete
sobre mi patinete,
burlando cada esquina
como una golondrina,
sin nada que olvidar
porque ayer aprendí a volar,
perdiendo el tiempo de cara al mar.

Tenía una casa sombría,
que madre vistió de ternura,
y una almohada que hablaba y sabía
de mi ambición de ser cura.

Tenía un canario amarillo
que sólo trinaba su pena
oyendo algún viejo organillo
o mi radio de galena.

Y en julio, en Aragón, tenía un pueblecillo,
una acequia, un establo y unas ruinas al sol.
Al viento los ombligos,
volaban cuatro amigos,
picados de viruela
y huérfanos de escuela,
robando uva y maíz,
chupando caña y regaliz.
Creo que entonces yo era feliz.

Tenía cuatro sacramentos
y un ángel de la guarda amigo
y un "Paris-Hollywood" prestado y mugriento
escondido entre mis libros.

Tenía una novia morena,
que abrió a la luna mis sentidos
jugando los juegos prohibidos
a la sombra de una higuera.

Crucé por la niñez imitando a mi hermano.
Descerrajando el viento y apedreando al sol.
Mi madre crió canas
pespunteando pijamas,
mi padre se hizo viejo
sin mirarse al espejo,
y mi hermano se fue
de casa, por primera vez.

Y ¿dónde, dónde fue mi niñez?

No hay comentarios :

Publicar un comentario