Siempre me tenían como criada, como
Juaniquiqui. Iba
a comprar carburo, creo que para mezclar con la cal, para blanquear las
paredes. Sí, también para los candiles, íbamos a la casa del abuelo
cuando tenía que descargar.
Era pequeña, tenía edad del colegio, y me mandaban donde mi
padre. Tenía que atravesar el puente romano, -bueno, que sólo la mitad
era romano-, con unas heladas de aúpa, que las mondongueras me daban
morcilla recién cocida para que me la fuera comiendo por el camino, a la
vuelta, y entrara en calor. Mi padre me daba el botecito de cristal con
la sangre de las vacas, a lo mejor eran de cordero, con unas bolitas
para que no cuajara. Yo tenía que ir moviéndolo para que la sangre no se
coagulara y se lo llevaba a Leo, la analista. Yo la llamaba doña Leo.
Se murió ya, y detrás el marido.
Luego,
en los embarazos, era ella la que me los diagnosticaba. Me decía: Vete a
comprar o date una vuelta a la plaza, y en media hora me daba el
resultado. ¿Qué quieres, que te diga que sí o que no? Y si le decía no,
ella:
- Pues va a ser que sí.
- ¡Es que ya serán 4!
- Yo tb tengo 4.
- Pero tú
tienes quien te los cuide.
- Eso sí, eso sí.
Qué vidas, qué vidas hemos tenido, hija mía.
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