El otro día hablé con Tamar, mi amiga querida, de quien la vida también me está alejando con su insistencia de pasar (la vida) por todo el mundo menos a través de mí... Le contaba la resolución, varios años después, de una historia que vivió conmigo de forma muy intensa a través de mis pesadísimas charlas en busca de sentido. Nunca lo encontré ¡y mira que hablé y hablé y hablé y...! Hasta hoy, cuando ya hace tiempo que dejé de hablar e incluso de buscar sentido (y hasta sensibilidad).
Ella
remató diciendo: ¿Te das cuenta de que siempre te pasan cosas de
película? No dudé ni un instante en responderle: Pero sólo las malas o
las raras, las rocambolescas, las que no deberían suceder en la vida
real; nunca las de felicidad tonta.
Quizá
es que no existe la felicidad tonta de las películas. No sabemos
retratar la felicidad en cine: no se parece en nada a la
felicidad que vivimos fuera. En cambio parece ser que los humanos
retratamos muy bien el absurdo, la infelicidad, la angustia... como demuestra el hecho de que todos seamos capaces de identificarnos con alguna escena de este último tipo.
Lo
introduzco así porque hoy, al ver una foto actual de un amor del pasado
(aunque sea incorrecto decirlo así, del pasado, porque absolutamente
todos los amores lo son para siempre de algún modo), he abierto un baúl
de memoria y lo que he visto ha sido una película, como la llamaría Tamar. Otra de mis películas del absurdo.
Tenía
16 años. Él 18. Lo que vienen a ser diez años de diferencia de los de
entonces, con todo el atractivo y los temores que eso acarrea. Lo
conocía, sin conocerlo, desde siempre. Yo tenía (y aún conservo, porque
de lo malo uno nunca consigue desprenderse del todo) un defecto que
podría abocar a la desgracia y el infortunio hasta al mismísimo Winnie
de Poo: Cuando quiero a alguien, también cuando me enamoro, tengo la
pésima costumbre de hablar de mi objeto de cariño, y lo hago de tal modo
que convierto a un anónimo actor de figuración en el protagonista
absoluto de la película. Sobre todo si me enamoro. Después de escucharme
ya nadie quiere ver otra cosa que a ese personaje recién iluminado por
el foco. Nadie escucha en mi frase "Es un encanto" que el personaje sea
majo sin más, no, todo el mundo es capaz de percibir el deseo
desencadenado que enmarca la frase, lujuria pura. Es mi maldición,
claro, porque, a partir de ese momento, el número de fans es legión, y
alguien que nunca ha estado en tu lista de T-E-M-P-R-A-N-O-S pasa a ser
el único ocupante posible y en los 9 puestos. Tenía 16, pero aún no
había empezado a hablar de él tanto como hablaría con el tiempo.
Luego
tuve 17. Él cumplió los 19. Yo nunca había sentido así. Había tenido
historietas divertidas de las que no asustan porque es imposible que
hagan otra cosa que acabarse. Él era harina de otro costal. Fue mi
amigo, mi reflejo en el espejo Carrolliano, mucho antes de
atravesar todos y cada uno de los poros de mi piel de un modo
inexperimentado/impensado/inexplorado para mí. Mis amigos estaban
siempre por encima de mis amores: tenía 17 años. Mis amigos me protegían
de mis amores y hasta de mí misma. Pero es que él (llamémosle Infinity)
era mi mejor amigo: ¿quién iba a protegerme de él, o de mí -enamorada
de él-?
Éramos
confidentes. De vez en cuando me contaba sus aventurillas de una o
varias noches. Y las debatíamos, a veces entre risas, como si se tratase
de algo ajeno a nuestro mundo de dos. Nuestro mundo de dos estaba
siempre rodeado de gente, casi siempre amigos comunes, pero también
desconocidos. Todos contribuían a enloquecer lo que ya era un período
loco de nuestras vidas. Como cuando íbamos a buscar a Itoy (que había
sufrido un accidente que la había dejado con un montón de
dificultades, sobre todo de movilidad) al centro de recuperación en el
que vivía, y se le unían cuatro o cinco que decidían venirse con
nosotros. Éramos totalmente inconscientes de sus necesidades (la mejor
normalización posible) hasta el día en que, medio alcoholizados todos de
sinfonías (y no es metafórico: es que los chupitos se llamaban así),
salimos del Beethoven y Rosa, a cuya silla de ruedas no habíamos puesto los frenos antes de
sentarla, se deslizó "colina" abajo y se estrelló
felizmente contra un coche aparcado. Felizmente porque la alternativa
habría sido que la parase cualquiera de los coches en marcha que
circulaban por la transversal. Se quedó unos minutos inconsciente por el
susto. Y a nosotros se nos evaporaron todas las sinfonías de golpe y da capo.
Cuando somos jóvenes rozamos la tragedia diez millones de veces más que
cuando somos niños. Es en ese período cuando nuestro ángel de la guarda
decide que es demasiado trabajo para tan poco sueldo y, en cuanto
acabamos la adolescencia, nos abandona y se ingresa en la clínica de reposo más cercana.
Teníamos
mundos, salidas y amigos paralelos a nuestro universo de dos, a veces
juntos y a veces separados. A veces los mezclábamos. A veces no. Es
curioso que mi amor por él no se convirtiese nunca en obsesión tortuosa o
torturante. Yo podía saber que él estaba en un sitio y no ir, sin tener
que hacer un esfuerzo, simplemente porque no me apetecía salir. Ambos
salíamos tranquilamente con otros, y no nos buscábamos nunca. Era un
amor, el mío, de cuando estaba con él. De presencia, más que de
ausencia. No era un amor que lo fuese por su imposibilidad de
materializarse. No era un amor fantasma, sufrido cuando no estaba. Era
un sentimiento que experimentaba y disfrutaba cuando lo tenía cerca.
Debí
haberme acostado con Infinity un millar de veces en lugar de haber
seguido enamorada de él durante tantos años. No sé si él supo algo
nunca. Lo que sí sé es que, un año después, nuestro grupo se convirtió en Friends
cuando la serie no estaba ni pensada. Siempre que veo la serie pienso
en esa época. En mis 18. A pesar de que los amigos allí ya han pasado
con creces la edad del pavo, somos nosotros con 18. No asocio ningún
otro grupo que tuviese después; sólo el de los 18.
Infinity tenía entonces una novia que se teñía en su casa (en la de Infinity) con henna. Nosotras no sabíamos lo que era la henna hasta que Infinity tuvo esa novia. Y sólo el hecho de huir de lo químico (entonces ella y, por imitación, nosotras, usábamos químico por industrial o artificial, pasando por alto que todo, hasta lo natural, es químico), el hecho de utilizar henna para teñirse el pelo, ya nos parecía razón suficiente para haber enamorado a Infinity; y pensábamos también que con teñirse con henna ya nos ponía el listón muy alto a las demás, que jamás nos habíamos teñido antes y que, de haberlo hecho, no habríamos tenido la incomparable idea de hacerlo con henna. Ni en la casa de Infinity, dicho sea de paso. No recuerdo su nombre. Sólo que se teñía con henna en casa de Infinity mientras jugábamos al mus con amarracos variados. Eso... y que se acostaba con él. Y que nos lo hacía ver claramente. No sé si marcando territorio o porque ella era tan natural como la henna. Tampoco recuerdo qué edad tenía ella, pero nos sacaba a todos (excepto a Infinity, con el que se igualaba) varios lustros. Todas queríamos teñirnos con henna en casa de nuestros novios. Y yo, además, quería meterme en la cama de Infinity con tanta naturalidad. Como no paraba de hablar de él, obedeciendo a mi maldición (de la que ya os he hablado), todas las de Friends terminaron deseando acostarse con Infinity con naturalidad; y olvidaron definitivamente la henna, que también era natural, todo por culpa de mi defecto maldito.
Infinity tenía entonces una novia que se teñía en su casa (en la de Infinity) con henna. Nosotras no sabíamos lo que era la henna hasta que Infinity tuvo esa novia. Y sólo el hecho de huir de lo químico (entonces ella y, por imitación, nosotras, usábamos químico por industrial o artificial, pasando por alto que todo, hasta lo natural, es químico), el hecho de utilizar henna para teñirse el pelo, ya nos parecía razón suficiente para haber enamorado a Infinity; y pensábamos también que con teñirse con henna ya nos ponía el listón muy alto a las demás, que jamás nos habíamos teñido antes y que, de haberlo hecho, no habríamos tenido la incomparable idea de hacerlo con henna. Ni en la casa de Infinity, dicho sea de paso. No recuerdo su nombre. Sólo que se teñía con henna en casa de Infinity mientras jugábamos al mus con amarracos variados. Eso... y que se acostaba con él. Y que nos lo hacía ver claramente. No sé si marcando territorio o porque ella era tan natural como la henna. Tampoco recuerdo qué edad tenía ella, pero nos sacaba a todos (excepto a Infinity, con el que se igualaba) varios lustros. Todas queríamos teñirnos con henna en casa de nuestros novios. Y yo, además, quería meterme en la cama de Infinity con tanta naturalidad. Como no paraba de hablar de él, obedeciendo a mi maldición (de la que ya os he hablado), todas las de Friends terminaron deseando acostarse con Infinity con naturalidad; y olvidaron definitivamente la henna, que también era natural, todo por culpa de mi defecto maldito.
En
esa época averigüé muchas cosas de mí misma. Averigüé que me encantaba
Sabina. Incluso llegué a interiorizar que ese hombre, que jamás había
oído hablar de mí y que ignoraba que yo vivía en su mismo planeta y
escuchaba sus canciones, había escrito mis letras, había compuesto
muchas de las canciones de Malas compañías, Ruleta rusa y Juez y parte (de Inventario
no sabíamos nada) basándose en mis pensamientos, o en mis vivencias, o
en mis anhelos... Averigüé que en los cumpleaños, sin fumar, me cogía
los peores cuelgues de la historia, sólo con el humo. Y averigüé que no
quería cogerme cuelgues porque al día siguiente me sentía todo lo idiota
que no me había sentido la noche anterior teniendo más motivos, y me
llamaba payasa e infeliz con demasiada vehemencia y desproporción.
Averigüé que las que abortaban no merecían la esterilidad como yo pensaba, y lo supe de una vez para siempre cuando una amiga nuestra, con una vida más dura que los adoquines de Calatayud, una amiga que apenas si podía batallar para mantenerse a sí misma, se quedó embarazada y tenía que decidir; de verdad, no en una película; y pronto, no dentro de unos años cuando la vida se portara mejor con ella y tuviese más margen o madurez, no, ¡ya mismo! mañana, pasado, en una semana...; y supe que el café para todos no servía, y que la demagogia de sojuzgar cuando calzamos otros zapatos era la peor crueldad que uno puede ejercer sobre el semejante y, sobre todo, el peor acto de ignorancia que se puede ejercitar.
Todo eso lo vivía con Infinity, intercambiando opiniones y estrujando las ideas como si fueran el último limón para un par de mojitos; hablábamos de lo injusto de que la decisión, al final, tuviese que ser de la mujer, porque la consecuencia iba a sufrirla sólo ella: si decidían tenerlo, él siempre iba a tener la posibilidad de vivir como si no fuese padre si mañana se enamoraba de otra (nada improbable, teniendo la edad que tenían) pero ella ya nunca iba a poder vivir como si no fuese madre. Si decidían darlo en adopción, no existía la posibilidad de que fuese él quien lo gestase durante 9 meses y asumiese luego la separación; si abortaban, sería el cuerpo de ella el que sufriría la intervención; si... Se mirase por donde se mirase, la decisión que él tomase siempre iba a tener menos implicaciones y de menor permanencia en el tiempo respecto a sus consecuencias personales. Entonces no sabíamos de la prueba de ADN; pero (es triste) tampoco parecen haber cambiado tanto las cosas después.
Averigüé que las que abortaban no merecían la esterilidad como yo pensaba, y lo supe de una vez para siempre cuando una amiga nuestra, con una vida más dura que los adoquines de Calatayud, una amiga que apenas si podía batallar para mantenerse a sí misma, se quedó embarazada y tenía que decidir; de verdad, no en una película; y pronto, no dentro de unos años cuando la vida se portara mejor con ella y tuviese más margen o madurez, no, ¡ya mismo! mañana, pasado, en una semana...; y supe que el café para todos no servía, y que la demagogia de sojuzgar cuando calzamos otros zapatos era la peor crueldad que uno puede ejercer sobre el semejante y, sobre todo, el peor acto de ignorancia que se puede ejercitar.
Todo eso lo vivía con Infinity, intercambiando opiniones y estrujando las ideas como si fueran el último limón para un par de mojitos; hablábamos de lo injusto de que la decisión, al final, tuviese que ser de la mujer, porque la consecuencia iba a sufrirla sólo ella: si decidían tenerlo, él siempre iba a tener la posibilidad de vivir como si no fuese padre si mañana se enamoraba de otra (nada improbable, teniendo la edad que tenían) pero ella ya nunca iba a poder vivir como si no fuese madre. Si decidían darlo en adopción, no existía la posibilidad de que fuese él quien lo gestase durante 9 meses y asumiese luego la separación; si abortaban, sería el cuerpo de ella el que sufriría la intervención; si... Se mirase por donde se mirase, la decisión que él tomase siempre iba a tener menos implicaciones y de menor permanencia en el tiempo respecto a sus consecuencias personales. Entonces no sabíamos de la prueba de ADN; pero (es triste) tampoco parecen haber cambiado tanto las cosas después.
Averigüé
también que, aunque hablaba de todo con Infinity y maduraba con él,
jamás iba a atreverme a hablarle (aunque fuese sin palabras) de lo que
de verdad importaba. Y que era capaz de convertir en trascendente
cualquier banalidad con tal de que siempre estuviésemos lejos, en
nuestras conversaciones, de mi necesidad vital de quererle y de que me
quisiera. Ya que no podía evitar que mis ojos, mi respiración dérmica,
mi transpiración cardíaca, las miradas de mis latidos... hablasen por su
cuenta, y quizá hasta me traicionasen, la parte que sí controlaba, la
del discurso y las acciones, se afanaría siempre en demostrar lo
contrario de lo que exhibía mi paraverbalidad.
Cumplí
19 y empecé a pasar bastante menos tiempo con él. Y no sólo porque me
abrumara tanta competencia, tanta enamorada de él desde siempre (que no
lo había contado nunca). También porque un día, no sé si con
premeditación, alevosía, o por dejadez (y tampoco sé qué causa habría
sido peor)... pasaron de incluirme en sus planes. De mis dos amigas
podía esperarlo: eran también rivales. De mis amigos nodelalma,
también. Pero de él no pude soportarlo. No veía motivos para su
traición. Fue la primera, de muchas veces después, en que un amigo de
verdad no se comportaba en absoluto como tal. Con la pasión vital que
tenía entonces, y la visión dicotómica absoluta que sostenía sobre lo
que era justo o injusto, traición o lealtad, cariño o desinterés,
amistad o conveniencia,... amor o indiferencia, en definitiva, tomé la
decisión que tocaba: crecer. Y ello pasaba por cerrar etapa y seguir
otro camino.
Aún
nos vimos de vez en cuando en algunas ocasiones. Cuando tocaba vernos,
yo no podía desprenderme de ese magnetismo que me empujaba hacia él
desde todas las direcciones. Aunque creyese estar profundamente
enamorada de otro, era verle, pasar un rato pequeño con él, y descubrir
que el otro sentimiento era confetti comparado con esta explosión
radiactiva. Pero me daba igual redescubrir una y mil veces lo mismo. No
hacía nada al respecto salvo seguir con mi vida.
Un
día sucedió algo extraño. Era verano. Él venía a veces a casa porque mi
tía trabajaba para su familia. A veces preguntaba por mí y a veces no. A
veces nos veíamos y a veces no. No recuerdo muy bien cómo sucedió ese
día, si fui yo la que abrió o si me llamó mi tía. El caso es que, cuando
salí a verle, me dio un regalo. Yo vivía entonces una época bastante
tranquila respecto a él, sobre todo a base de aceptar lo que se había
convertido en un hecho evidente para mí: posiblemente todo lo que yo
creía que él podía sentir hacia mí era más fruto de mi deseo que de la
realidad objetiva. Habíamos vivido ocasiones más que suficientes como
para que hubiese sucedido algo, como para que él se hubiese lanzado al
vacío; incluso sin sentir nada. Después de todo, poramordediox,
él tenía 18 años cuando nos hicimos amigos-amigos ¡era pura hormona
sexual ambulante! Sin embargo, jamás se había producido un acercamiento,
a pesar de que yo, o mi imaginación, o ambas, tan indisolubles en ocasiones,
sintiese a veces una tensión sexual tan poderosa que incluso habría
podido describirla físicamente en forma, olor, sabor...
Tampoco
recuerdo si él esperó a que abriese el regalo. Sí recuerdo lo que
sentí: un calor volcánico brutal que me ascendía desde el pecho
incendiándome la cara, y mi pregunta: ¿Y esto? Y mi sonrisa. Y su sonrisa unida a su respuesta, sencilla y obvia: Un regalo.
Era un brazalete de bronce precioso, de diseño, que tardé mucho tiempo
en quitarme y que conservaré siempre como uno de mis mejores tesoros.
También recuerdo lo que sucedió cuando, enseguida, se marchó: llamé a mi
mejor amiga para contárselo y, en una frase suya, recibí tal cubo de
hielo en la cara que me congeló la explosión de lava en microsegundos.
Me dijo algo tan simple como: No te engañes; ha sido para darte las gracias.
Y yo, que hasta ese momento no había pensado siquiera en esa opción,
porque el favor al que supuestamente respondía el brazalete había
sucedido muchos meses antes, no vi ya ninguna otra posibilidad. Y las gracias deshicieron el encanto.
De
no haber sido por eso, de no haber llamado para contagiar mi
desbordamiento, habría hecho una locura, me saliese como me saliese;
porque yo sólo estaba esperando una señal por su parte, la señal que yo
tampoco daba nunca (aunque supongo que toda yo era una jungla de asfalto
repleta de semáforos en verde, lo viera él y callara, o no lo viera) y
había llegado. Un regalo tan especial, tan bonito como ése no podía
significar otra cosa. Gracias. Una palabra increíble y, sin embargo, la
más terrible cuando la pronuncia alguien de quien estás esperando un te quiero.
Camino
de los 21, y renovada mi maldición por el brazalete, sucedió lo que
tenía que suceder: una de mis amigas lo vio a través de mis ojos e hizo
suyos mis deseos. Se lo tiró sin más contemplaciones. Y hasta hoy.
Lo
miro en una foto estática, actual, y desempolvo todo esto de hace
tantísimo tiempo, de una era en la que las pelis de dinosaurios no eran
ciencia-ficción sino neorrealismo.
Yo
no quise volver a su pueblo (no por eso, claro, aunque simbólicamente represente o resuma mis múltiples razones) y él (no de un modo literal) ya nunca volvió a
salir de él, por lo que no volví a verlo mucho. En alguna ocasión
esporádica sí, pero ya nunca se repitió el mundo de dos en paralelo (ni siquiera en mi imaginación)
hasta una vez, pasados muchos años. Yo estaba tan alcoholizada (o me
alcoholicé tanto en la huida), que le conté dioxabequé. Algunas
cosas se libraron de convertirse en laguna de memoria y sé que lo
que hablé fue espantoso, de modo que intuyo que lo que mi memoria
bloqueó debió ser aún más terrible. Al día siguiente, él, con su generosidad
habitual, fingió no recordar nada, lo cual aumentó aún más si cabe mi
vergüenza y mi sentimiento de culpa; por lo que recordaba haberle dicho
y, sobre todo, por lo que no recuperé ni espero hacerlo nunca.
Lo
vi aún una vez más, después de eso. Fue un encuentro breve, en un entierro
de un familiar. Me punzó tanto verle que canté mentalmente el fragmento
de Peces de ciudad en que Sabina (ese hombre que seguía sin
haber oído hablar de mí y que continuaba ignorabando que yo vivía en
su mismo planeta y escuchaba sus canciones), de nuevo y sin pretenderlo,
describía mi angustia: En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. No volver a mi pasado, al lugar físico y metafórico al que nunca he querido
volver, pero incapaz, a la vez, de avanzar hacia otro lado, congelada en
un lugar y en un tiempo imprecisos...
Sin
embargo, ahora mismo, escribiendo, estoy haciéndolo: Volver a los 17.
Con Violeta. Y sólo para demostrarme lo que ya sé: que no
puedo/debo/quiero/espero/soy capaz de/sirve... volver allí. Ni siquiera
mentalmente.
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