Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

martes, 8 de abril de 2014

PECES DE CIUDAD (JOAQUÍN SABINA Y PANCHO VARONA)





Óleo de Tatiana Cañas

Se peinaba a lo garçon
la viajera
que quiso enseñarme a besar
en la gare d'Austerlitz.
Primavera de un amor
amarillo y frugal como el sol
del veranillo de san Martín.

Hay quien dice que fui yo
el primero en olvidar,
cuando en un si bemol de Jacques Brel
conocí a mademoiselle Amsterdam.

En la fatua Nueva York,
da más sombra que los limoneros
la estatua de la Libertad,

pero en Desolation Row
las sirenas de los petroleros
no dejan reír ni volar

y, en el coro de Babel,
desafina un español.
No hay más ley que la ley del tesoro
en las minas del rey Salomón.

Y desafiando el oleaje
sin timón ni timonel,
por mis sueños va, ligero de equipaje,
sobre un cascarón de nuez,
mi corazón de viaje,
luciendo los tatuajes
de un pasado bucanero,
de un velero al abordaje,
de un no te quiero querer.

Y cómo huir,
cuando no quedan
islas para naufragar,
al país donde los sabios
se retiran del agravio
de buscar labios

que sacan de quicio,
mentiras que ganan juicios
tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios
de los peces de ciudad


que mordieron el anzuelo,
que bucean a ras del suelo,
que no merecen nadar.

El Dorado era un champú,
La Virtud, unos brazos en cruz,
El Pecado, una página web.

En Comala comprendí
que al lugar donde has sido feliz
no debieras tratar de volver.

Cuando, en vuelo regular,
pisé el cielo de Madrid,
me esperaba una recién casada
que no se acordaba de mí.

Y desafiando el oleaje
sin timón ni timonel,
por mis venas va, ligero de equipaje,
sobre un cascarón de nuez,
mi corazón de viaje,
luciendo los tatuajes
de un pasado bucanero,
de un velero al abordaje,
de un liguero de mujer.

Y cómo huir,
cuando no quedan
islas para naufragar,
al país donde los sabios
se retiran del agravio
de buscar labios

que sacan de quicio,
mentiras que ganan juicios
tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios
de los peces de ciudad

que perdieron las agallas
en un banco de morralla,
en una playa sin mar.

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