Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

lunes, 7 de abril de 2014

ABUELA ESCARCHA II - UNA HERENCIA INCOMPARABLE (R. Creek)


Abuela Escarcha nunca se desembarazaba de nada. Si comprábamos o nos regalaban juguetes mientras estábamos en su casa, allí se quedaban "para cuando volváis". Era como si así consiguiese asegurarse de que volveríamos, de que no desapareceríamos como sus jóvenes hijos y su marido... no sé, como si pudiese burlar a la muerte con esos pequeños trucos de prestidigitación ingenua. Y así, se negó también toda su vida a hacer testamento y murió a los 95 intestada. Otra forma de burlar a la muerte, de hacerle ver que allí no había nadie con intención o edad de morirse. Tampoco nunca regalaba nada. Te podías llevar una joya, un mantón, lo que fuese; pero había que devolverlo. Ella iba a vivir siempre y deshacerse de cosas que había guardado toda su vida era como reconocer lo contrario.

Por eso, el día en que me regaló una novela por entregas completa, con más mierda que el paloungallinero y más mordiscos de ratón que un queso untado de queso bañado en salsa de queso, me eché a llorar amargamente. No pude menos. Y no fue la emoción de que una mujer que jamás se deshacía de nada me hiciese esa distinción. Tampoco el asombro de que fuese esa cosa rara y asquerosita lo único personal que iba a recibir de sus manos. Qué va. Sólo había una explicación posible. Anuncié a todos, entre hipidos y lamentos: Ella sabe que se va a morir. Por eso me ha dado algo que ha guardado tanto tiempo. Y estuve meses inconsolable.

Afortunadamente me equivoqué, y por eso puedo contarlo con tanta ligereza ahora como tragedia viví entonces. El tiempo me confirmó que me lo dio porque eso estaba insalvable, degueulasse (que es una palabra que, en su sonoridad, define mejor que ninguna otra la repugnancia), imposible, lo que se dice hecho una auténtica mierda, y, sin embargo, ella no era capaz de tirarlo, así que me pasaba la pelota a mí. Me lo regalaba convencida de que lo tiraría en el primer estercolero que encontrase, de que mi madre jamás me dejaría meter eso en casa... Tengo que decir, en este punto, que creo que sigo conservándolo después de mil años, y después de que he intentado tirarlo varias veces sin llegar a hacerlo finalmente. Ni lo he abierto de asquito que da. No he leído ni una página (creo que le faltan un montón de ellas), ni puedo decir ahora mismo de qué va (creo que tampoco ella lo sabía). Tenía pánico de encontrarme (además de todos los excrementos de ratón que aún no se habían desprendido -y eso que fueron muchísimos los que cayeron durante el acto de entrega-) a alguno de los roedores medio cadáver. Pero ahí sigue la novela por entregas: incompleta, roída y convertida en género escatológico cualquiera que fuese su origen. Ahí sigue, sí. En el altillo de mi armario. Metida en cien bolsas, por si el cadáver del roedor se ha ido alimentando de los excrementos secos y de las páginas interiores y vive allí esperando a que yo me ponga a leer una novela con más agujeros que un Gruyère. O a que llegue el día en que yo misma haga llorar a alguna de mis nietas entregándole esta preciada herencia de familia.

Era tan única que, si pudiese leer esto ahora, se moriría de nuevo, pero de risa. Emitiría esa risilla de ratoncito que soltaba cuando te hacía caer en cualquier broma o trampa. Y luego me diría: ¡¡¡Aaaaah, Baaabieeeecaaa!!! para volver, enseguida, a la risita burlona.

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