
(Si no lo has leído y piensas hacerlo, detente aquí).
Hacia el final del libro la historia vuelve a cobrar algo de ritmo... para terminar de sopetón con una bofetada tremenda que era lo que a mí me sobraba en ese momento. Atravesaba un trance (aún no acabado, pero creo que va suavizándose) en el que empezaba a estar convencida de que los pesimistas tienen razón: después de algo malo, o asociado a ello, no viene un suceso por el que el sufrimiento padecido cobra sentido; después de algo malo es probable que llegue algo peor, o igualmente caótico y desprovisto de toda lógica, inesperado e inesperable. Después de un sinsentido llega el caos más absoluto. En ésas estaba, debatiéndome entre ¿salir a flote con esas frases paliativas que me repito cuando dejo de tener el más mínimo control sobre el significado de la vida? ¿o rendirme al desaliento más absoluto, derrotada por todo lo que se empeña en convertirse en mi vivencia? En ésas estaba, sí, cuando Muriel despertó en su historia un poquito de esperanza ilusionada (o de ilusión esperanzada) con que agasajar a Renée sólo para, de forma tan ridícula como repentina (la vida misma), y re-matando la faena (y el libro), dejarla caer desde la cota más alta que había alcanzado en su llana existencia afectiva.
No he podido evitar hacer un paralelismo con lo que yo siento ahora, y he tenido tres visiones de todo lo que me ha estado sucediendo, de por qué estoy de pronto aquí, donde no me reconozco. ¿Para qué quiero que la vida me eleve hasta más allá de las estrellas? A ras del suelo no se vive tan mal. Elevarse es la sensación más increíble y maravillosa del mundo, sobre todo si lo haces del modo en que yo suelo hacerlo: poquito a poco, sin inflamarme de repente y salir despedida, sino como se elevan las cometas a las que se les va soltando el hilo de a poquito. Ese vuelo es impagable. Sin embargo, cuando estoy próxima a alcanzar otra galaxia, cuando mis labios se espiritrompan para recibir el roce del beso de una estrella, el hilo se corta inesperadamente, y mi caída no es lenta y deleitante como lo fue la subida, mi caída es vertiginosa y dura, tanto que no vuelvo al punto de partida desde el que inicié el vuelo: me hundo en el impulso hasta el NiFe y más allá. No es la caída de quien tropieza en el suelo y cae al mismo suelo; ahí la recuperación es rápida, basta un leve impulso para recuperar la posición inicial. En mis guarrazos me toca remontar desde un punto casi tan bajo respecto al horizonte como alto estaba el beso estelar. Creo que podré escalar hasta ese punto seguro en que nada es espectacular pero nada es terrible, creo que podré volver a subir hasta el nivel del mar. Pero más arriba ya no quiero.
La segunda visión-metáfora era la de una niña-ventosa. Me surgió en una conversación eaeaea que he tenido contigo y en la que te decía eso mismo, que: mi tristeza es una especie de tristeza que sólo es capaz de sentir quien ha sido muy feliz, así que, después de todo, al menos llegué a saborearlo en muchas ocasiones, llegué a tocar el paraíso muchas veces. Por eso no me resigno a tener que vivir en este páramo, y tampoco tengo fuerza ni gana de emprender un camino que me subirá a lo más alto para después caer vertiginosamente no de vuelta al terreno en el que estaba, sino al fondo de una sima que me cuesta remontar. Al menos ese trechito sí, el de la sima al terreno a nivel del mar, lo recorreré, pero no quiero volar más, y no sé cortarme las alas.
Soy la niña hecha ventosa frente al escaparate blindado que custodia, pero dejándola a la vista, la fábrica de chocolate. Pienso que un día, a fuerza de concienciarse del grueso e insalvable cristal, ese deseo infructuoso y apasionado de degustación, deglución, rechupeteo, baño, inmersión absoluta en cacao... dejará paso a la contemplación sin más, la chocolatería se convertirá en paisaje que disfrutar sin anhelar.
Y la tercera visión vino prendida de esto otro que te he dicho, y en lo cual me quedé enganchada como el eco entre montañas siamesas: Siempre me he guiado por el corazón y me he lanzado a todo porque siempre he creído que todo era posible. Soy una pueril adolescente que no se desengaña, y a quien la vida no deja de torear. Nunca he perseguido nada a priori, me he apasionado por las cosas cuando me han sucedido, nunca antes, sin embargo, la vida no deja de ponerme en el camino ocasiones, sabiendo que sigo siendo una puta cría que no es capaz de escapar cuando se enamora de algo o de alguien. Estoy rendida ya, derrotada, no quiero más risotadas de la vida en mi cara, que me dejan sin norte, desilusionada, triste... No entiendo nada, todo pierde sentido, hasta hablar de todo esto, porque, después de todo, la que no puede cambiar soy yo, que es lo que sería necesario para no pasar por lo mismo una y otra vez.
De esto vino la imagen de los pingüinos de los anuncios de Mixta. Pero ahora no hay mil pingüinos: soy el único pingüino pero que se tira mil veces. En lugar del razonamiento alguno tiene que volar de entre todos los que somos, mi pensamiento es el de que si salto 1000 veces en alguna de ellas volaré. Lo peor de todo es que no soy estúpida: me estrello contra el fondo consciente de que mis plumas son aciculares, que mis alas no soportan el peso de mi cuerpo, que me voy a dar una leche espantosa. Pero salto. Salto pensando que alguna vez tiene que ser. Ojo: si no veo barranco ante mí, no lo busco. Soy perfectamente feliz sin intentar moverme entre nubes. El problemón surge de que la vida no me gira de modo que le dé el culo al barranco y tenga ante mí una blanca llanura que anadear sin sorpresas. No sé por qué extraña razón, siempre estoy frente al barranco, y no sé inhibirme. ¿Te acuerdas de mis reservas/negativas tajantes iniciales? Pues bien, reculé, reculé y reculé para que, al final, ese recule sólo me sirviera para tomar impulso y saltar aún con más intensidad. No fui capaz de girarme solita hacia la planicie de hielo. Y salté. ¡Y cómo! Veía esas rocosidades insalvables, sabía que terminaría tan pulverizada que no podría recogérseme ni en cucharita. Y como la dificultad era tan grande, tan insalvable, salté aún con más ganas, ingenua, pensando que a mayor impulso mayor posibilidad de remontada. ¡Un carajo! A mayor impulso, mayor enterramiento en el subsuelo. Habría podido incluso reaparecer en Australia, asomando por un agujero perpetrado por mi cabeza, tal fue la fuerza de mi lanzamiento. Y a punto he estado. Quizá esté allí, en las antípodas, porque siento que en mi vida, desde entonces, todo va cabeza abajo.
Puesto que no soy capaz de darle la espalda a los barrancos y como estoy tan, pero tan, tan derrotada, he dejado de pedirle a los dioses que me den la capacidad de volar, he dejado de rogar por un Ícaro con suerte. Ahora sólo le pido una cosa sencillita: que me ponga de cara a la playa nevada, de espaldas al mar y bajo un firmamento al que no sea capaz de mirar. O estaré perdida de nuevo.