
Ayer ocurrió un milagro. Uno de los más maravillosos y conmovedores que he "presenciado" en mi vida. Las células-madre del cordón umbilical de Javier salvaban a su hermano Andrés, de 7 añitos, de la condena a la que había estado sometido desde su nacimiento, de la tristeza propia y ajena de ver un preso en vida que no ha cometido otro "delito" que nacer, un reo sin infancia. Ayer terminaba esa pena (emicional y carcelariamente, pena): El milagro de una vida salvaba otra vida.
Pero a ciertos sectores esos milagros no les interesan. No hacen negocio con ellos, como hacen con las fraudulentas apariciones de la virgen en el Escorial. Son milagros que no les benefician económicamente y, por tanto, no sólo no los consideran tales, sino que apelan a la ética del embrión que ha tenido que sacrificarse para que dos niños vivan.
Voy a poner fácil la réplica: Quizá si a estos apologetas de la vida, de tres al cuarto, les pasasen las facturas médicas de los embriones igualmente condenados por la herencia genética, hoy desechados, y que ellos (eso dicen) no habrían dudado en salvar, quizá si apelásemos a sus bolsillos, su percepción acerca de lo que es y no es un hecho milagroso cambiaría.
Y ahora voy a ponerlo más difícil: Vamos a suponerles incluso ese buen fondo, vamos a suponerles esa ética suprahumana de la que presumen y vamos a creer que estarían dispuestos a sostener económicamente todo ese coste. ¿Estarían, también, dispuestos personalmente a abonar todo el coste emocional? ¿Pasarían sus vidas en el hospital, intentando hacer que la infancia de Andrés fuese lo menos geriátrica posible? ¿Abandonarían toda actividad que no fuera la de conseguir arrancar una sonrisa a Andrés? ¿Conseguirían, como a duras penas hacen sus padres, olvidarse de las fracturas de corazón cada vez que observan la vida que lleva y la vida que le espera, en aras de la felicidad del niño? ¿Se olvidarían de volver a ver otro entorno que el hospitalario?
Pero a ciertos sectores esos milagros no les interesan. No hacen negocio con ellos, como hacen con las fraudulentas apariciones de la virgen en el Escorial. Son milagros que no les benefician económicamente y, por tanto, no sólo no los consideran tales, sino que apelan a la ética del embrión que ha tenido que sacrificarse para que dos niños vivan.
Voy a poner fácil la réplica: Quizá si a estos apologetas de la vida, de tres al cuarto, les pasasen las facturas médicas de los embriones igualmente condenados por la herencia genética, hoy desechados, y que ellos (eso dicen) no habrían dudado en salvar, quizá si apelásemos a sus bolsillos, su percepción acerca de lo que es y no es un hecho milagroso cambiaría.
Y ahora voy a ponerlo más difícil: Vamos a suponerles incluso ese buen fondo, vamos a suponerles esa ética suprahumana de la que presumen y vamos a creer que estarían dispuestos a sostener económicamente todo ese coste. ¿Estarían, también, dispuestos personalmente a abonar todo el coste emocional? ¿Pasarían sus vidas en el hospital, intentando hacer que la infancia de Andrés fuese lo menos geriátrica posible? ¿Abandonarían toda actividad que no fuera la de conseguir arrancar una sonrisa a Andrés? ¿Conseguirían, como a duras penas hacen sus padres, olvidarse de las fracturas de corazón cada vez que observan la vida que lleva y la vida que le espera, en aras de la felicidad del niño? ¿Se olvidarían de volver a ver otro entorno que el hospitalario?
Cuesta creer que así sería. Si la superética con que nos abofetean a los que nos emocionamos con estos hechos fuese auténtica, habríamos estado viendo, todos estos años, cómo esos defensores radicales de la vida a ultranza se autoinmolan solicitando ser los últimos en las listas de espera cuando enferman o han de ser operados, nos habríamos pasmado al ver cómo uno ¡sólo uno, no digo más! de estos superdefensores de la vida (que tan por encima están, según parece, del común de los mortales) lleva 15 o 20 años esperando a recibir sus sesiones de quimio porque siempre hay alguien que la necesita tanto o más que él; presenciaríamos todos los días cómo estos superhéroes de la moral se empobrecen más y más, invirtiendo todo lo que tienen en costear el tratamiento de raras y/o incurables enfermedades que no cubre la Seguridad Social ¡y ojo que no hablamos ya de las vidas de los embriones que estarían dispuestos a salvar, sino de vidas con mayor desarrollo, humanas y humanizadas ya, que, como sabemos, por lo que dicen, tienen tanto valor como la del embrión! De ser verdad esa defensa, de ser real y no sólo humo de moralina, entraríamos en los hospitales, infantiles y adultos, y nos los encontraríamos viviendo allí, haciendo que las familias de enfermos crónicos pudieran atender un ratito al resto de sus hijos, ducharse, comer, cambiarse de ropa... Pero yo nunca he visto nada así. Alguna visita esporádica de alguno, interesándose por algún enfermo (y conocido), sí. Cargando con todo el peso emocional y vital que conlleva, no, rotundamente no; eso por no hablar de muchas otras cosas que sólo conocen aquéllos a quienes les ha tocado vivir situaciones similares. Y esto es sólo un ejemplo fácil y próximo al tema. Si lo extrapolásemos a otros ámbitos en que deberían -y no lo hacen- demostrar (más allá del cacareo) cómo y hasta qué punto defienden ellos la vida, si pusiésemos a prueba cómo defienden la vida boicoteando las guerras, el tráfico de armas, la violencia de género, negándose a recibir subvenciones de quienes no defienden -como ellos- la vida, etcétera hasta el infinito... la obviedad de su falacia sería aún más insultante.
A lo mejor es que las palabras cuestan poco, muy poquito. Quizá es que resulta más barato afirmar la propia superioridad moral con argumentos "desempatizadores" y demagógicos, que traducir esos argumentos a la práctica, convertirlos en experiencias personales reales. A eso yo lo llamo hipocresía y facilismo. Si defendieras la vida con tu práctica como la defiendes con tus palabras, estas últimas serían innecesarias: estaríamos viendo, admirando e intentando imitar toda esa bondad infinita de la que presumes. Pero si no estás dispuesto a hacer lo que predicas, más te vale tragarte las prédicas y ahorrarnos a los demás las incontenibles lágrimas de rabia que nos provoca el escucharte. No me digas lo que debo hacer ni siquiera si es lo que tú mismo haces, pero menos te atrevas si, lejos de poder darme ejemplo, gritas haz lo que digo y no lo que hago, superético de pacotilla. Y, sobre todo: ¡No te atrevas a cuestionar la ética de unos padres que te darían sopa con hondas en lo que a defensa de la vida se refiere! Lo más triste es que aún sigas teniendo voz y, peor aún, que se dé eco a tu voz hipócrita e indignante.
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