El otro día a unos amigos míos les
dio por irse a dar una vueltecita a la India para oxigenarse. Son muy
de salir a dar un paseíto, que se les vaya el santo al cielo y, a lo
tonto a lo tonto, aparecer en Jaipur, por ejemplo.
Cuando dan estos paseos largos, yo
siempre les digo, cual hija consentida: “¡Traedme algo!”, y para
prevenir que, abducidos por la publicidad, vuelvan con un huevo
Kinder, les digo exactamente lo que quiero, que suele ser más hacia
lo Fabergé.
Como son encantadores, no se niegan
jamás, y así sigo siendo una malcriadita pidiendo más que un
cura. Con esta sencilla estrategia me he hecho con un óleo mural de
Repin (por el que casi terminan en la estepa siberiana), una birra
musical en Piazza San Marco (por la que casi terminan en el Monte di
Pietà para costearse il ritorno), una bella lady boy balinesa (por
la que casi terminan desdentados), un breakfast en Tiffany's (por el
que casi terminan quitándole el trabajo a Holly) y alguna otra
bagatela más (no siempre legal) que ellos se encargarán de
recordarme.
Siempre digo que el último es el mejor
regalo del mundo hasta que llegan con el siguiente, pero ahora sí
que sí creo que han llegado al non plus ultra: me han traído el
secreto de la eterna felicidad y la eterna juventud, conseguido de
manos de los más humildes sabios de una cultura milenaria. Como soy,
por contagio, un alma generosa, quiero compartirlo con todo aquél
que quiera, a su vez, atesorarlo:
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Lo uno causa y consecuencia de lo otro |
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