Nos adentramos en el desierto y vimos a los primeros beduinos. Las guías de viaje los habían cubierto de un manto de misterio. El aspecto tan distinto nos llevó a fotografiarlos. Bastó con eso para que nos apedrearan, con la misma hostilidad que había visto siempre en las abuelas de La Alberca sentadas a la fresca cuando las hordas de turistas las convertían en centro de los objetivos de sus cámaras. En ese momento me hirió profundamente, porque yo sólo fotografío lo que amo, aunque sea en su estado de idealización, y no comprendía cómo mi gesto podía recibir esa respuesta. Pero me pareció interesante constatar lo que advertían en las guías: no les gustaba que les fotografiasen. Ni siquiera a 500 m. Bastó esa identificación entre una cultura que me era tan cercana y otra tan remota para comprender que lo que en las guías aparece como celo de la intimidad y conservación mitológica de la identidad respondía a una realidad más prosaica y, sin embargo, mucho más interesante: el deseo de conservar la dignidad, el deseo de no convertirse en un ejemplar de catálogo o en burdo souvenir, en zoo humano en definitiva.
Pudorosa, fotografíaba como acto delictivo. Muchos viajes después, aunque sigo fotografiando furtivamente de vez en cuando, he comprendido que sólo la cercanía cómplice te da derecho a compartir una experiencia como retratar y ser retratado sin invasión.
También sigue habiendo coss de las que no me atrevo a escribir. Quizá otro día. O en otra vida.
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