A menudo me he sonreído para mis
adentros cuando he escuchado que tener una mascota garantiza el que
seas un amante de la humanidad. Y me he sonreído porque quienes abandonan a sus mascotas, maltratan a sus mascotas, descuidan
a sus mascotas,... son precisamente personas que tienen mascotas. De
los otros no podemos inferir cuál sería su comportamiento hacia los
animales. Mucho menos sentido tiene identificar a un amante de SU
mascota con alguien altruista y amable con el planeta y el universo. Podría citar algunos casos, pero no quiero meterme en jardines.
Esto viene al hilo del shock tan fuerte
que me produce quien defiende a un ser vivo de la violencia ejercida
por otro, y para esa defensa utiliza, precisamente, la violencia. Es
como ser defensor, a la vez, de la vida y de la pena de muerte. No le
veo la lógica. Quizá mi capacidad de comprensión es muy básica y
espero que quien sufre con la violencia lo haga en términos
absolutos, y no justificándola en determinados casos (incluidos, curiosamente, los casos en los que la ejerce el propio antiviolencia).
Pero me desvío del tema porque, más
allá de toda esa lógica que me resulta tan ilógica, lo que de
verdad quiero expresar es lo terriblemente equivocado que es intentar
un cambio de actitud en otro ejerciendo la agresión, la imposición,
el acoso, la intimidación... En el caso del Toro de la Vega, el
grado de violencia verbal, el boicot que se hace a todo el pueblo,
incluidas manifestaciones culturales que nada tienen que ver con la
cruenta práctica, el tomar el todo por las partes, la identificación de todos los individuos del
pueblo como si de una sola entidad se tratara, el juicio sobre sus
valores en general, más allá de lo que se circunscribe a esa odiosa
práctica,... en fin, el trato unificado y unificador, generalizado y generalizador, que se da a
tantos seres distintos de sensibilidades tan diferentes, consigue el efecto contrario al cambio impuesto desde fuera.
Los fenómenos identitarios se dan en grupos sociales de distinta índole: hinchadas futboleras, tribus del tipo que sea, gremios, familias, naciones, compañeros de mus o de religión... y sus
mecanismos son bastante complejos en general. Lo que sí parece más
que probado es que no hay nada que cohesione más a un grupo, que le
dé más identidad (incluso convirtiendo en grupo a un colectivo que no funcionaba como tal), que la amenaza externa contra todos ellos.
La
suegra puede pelearse con el yerno, los cuñados pueden mantener
posturas ideológicas totalmente discrepantes, el grupo familiar
puede tener tantos conflictos internos que difícilmente ningún
observador podría considerar que exista algo que los una. Ahora
bien, si aparece un grupo externo que los trata como unidad, los
califica a todos ellos en los mismos términos, estará
ayudándoles/obligándoles a etiquetarse bajo una característica
común. Si encima a lo que viene ese grupo extranjero es a ofender
a todos por lo que hace uno, a agredir, a robar, humillar, imponer, tiranizar...
¡lo que sea!, el grupo autóctono se verá como lo ven los otros: como
una sola entidad, y como una sola entidad responderá. Se
radicalizará en sus posiciones y, si antes de la llegada del grupo
agresor había grietas y discrepancias entre ellos, se disolverán
para proteger, más que una costumbre atávica y sangrienta, la
propia existencia, la propia identidad. Lo hemos visto repetido
miles de veces con los procesos nacionalistas: cuanto mayor es la
agresión externa ("¡Habría que hacer entrar a los tanques en Cataluña!" "Cualquiera con aspecto de musulmán, sea cual sea su religión, deberá pasar diez controles más en el aeropuerto",...), mayor
es el número de adeptos dispuestos a besar y defender una bandera o
una ideología o una costumbre que, antes de la amenaza, a lo mejor
hasta se permitían cuestionar.
Recriminamos a un familiar por tirar
basura a la calle, pero si viene un tipo del portal de enfrente y nos
llama a los dos, a mi familiar y a mí, cerdos y nos pone a caer de
un burro, posiblemente terminaré defendiendo una actitud que hace
unos segundos me parecía nefasta, y haciendo frente común con mi
familiar. Y no porque sea mi familiar, sino porque el tipo de
enfrente nos ha convertido, él solito, en grupo, y en términos negativos.
No es acertado, no, ni de justicia, cercar a todo un
pueblo, de niños, adultas, panaderos, abuelas, escritores,
ganaderas, aficionadas al Atletic, fútbolfóbicos, melómanas,
titiriteros, analfabetas musicales, taurinas, antitaurinos, rubios,
delgaditas, gigantes, desastradas, fashion victim, tíos, bibliófilas, sobrinos,
hipsters, melancólicos, románticos, guerrilleras, comilonas,
deportistas, estudiantes, manifestantes, cocineros... No es acertado
asediarles a todos ellos vistiéndoles de monstruo único. Porque ese
monstruo único y gigantesco al principio sólo está en el
imaginario del que le odia y quiere aniquilarlo, pero, a fuerza de oír
constantemente su nombre y sus imaginadas cualidades, el millar de
individuos distintos e individuales que actuaban como tales, puede terminar autocumpliendo la
profecía y satisfaciendo las expectativas del que espera lo peor de ellos.
Posiblemente el toro de la Vega jamás
ha tenido tantos defensores como ahora que se agrede no sólo a quien
defiende la práctica sino hasta quien respira alrededor. Y
posiblemente esa acérrima defensa se vendrá abajo en cuanto un
extraño deje de intentar obligarles a hacer lo que él quiere sólo porque él lo quiere (y viene con otros mil que quieren lo mismo que él).
Incluso aun cuando mi filosofía coincida con la del que tengo
enfrente, si pretende tiranizarme terminaré adoptando posturas
contrarias y hasta cambiaré mi naturaleza misma. Y todo por proteger mi identidad. Una identidad por la que no me sentía representado antes de la amenaza. Pero también la mía, la aunténtica, engullida por la que me atribuyen, y que también veo peligrar incluso físicamente.
Hay formas mejores y, sobre todo,
más eficaces de acabar con una costumbre lapidaria que usando la lapidación. Y
si no, que se lo pregunten a las cabras de Manganeses.