Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

jueves, 20 de agosto de 2015

¿SALVEMOS AL TORO, ANIQUILEMOS A LOS TURRESILANOS? (R. Creek)





A menudo me he sonreído para mis adentros cuando he escuchado que tener una mascota garantiza el que seas un amante de la humanidad. Y me he sonreído porque quienes abandonan a sus mascotas, maltratan a sus mascotas, descuidan a sus mascotas,... son precisamente personas que tienen mascotas. De los otros no podemos inferir cuál sería su comportamiento hacia los animales. Mucho menos sentido tiene identificar a un amante de SU mascota con alguien altruista y amable con el planeta y el universo. Podría citar algunos casos, pero no quiero meterme en jardines.

Esto viene al hilo del shock tan fuerte que me produce quien defiende a un ser vivo de la violencia ejercida por otro, y para esa defensa utiliza, precisamente, la violencia. Es como ser defensor, a la vez, de la vida y de la pena de muerte. No le veo la lógica. Quizá mi capacidad de comprensión es muy básica y espero que quien sufre con la violencia lo haga en términos absolutos, y no justificándola en determinados casos (incluidos, curiosamente, los casos en los que la ejerce el propio antiviolencia).

Pero me desvío del tema porque, más allá de toda esa lógica que me resulta tan ilógica, lo que de verdad quiero expresar es lo terriblemente equivocado que es intentar un cambio de actitud en otro ejerciendo la agresión, la imposición, el acoso, la intimidación... En el caso del Toro de la Vega, el grado de violencia verbal, el boicot que se hace a todo el pueblo, incluidas manifestaciones culturales que nada tienen que ver con la cruenta práctica, el tomar el todo por las partes, la identificación de todos los individuos del pueblo como si de una sola entidad se tratara, el juicio sobre sus valores en general, más allá de lo que se circunscribe a esa odiosa práctica,... en fin, el trato unificado y unificador, generalizado y generalizador, que se da a tantos seres distintos de sensibilidades tan diferentes, consigue el efecto contrario al cambio impuesto desde fuera.

Los fenómenos identitarios se dan en grupos sociales de distinta índole: hinchadas futboleras, tribus del tipo que sea, gremios, familias, naciones, compañeros de mus o de religión... y sus mecanismos son bastante complejos en general. Lo que sí parece más que probado es que no hay nada que cohesione más a un grupo, que le dé más identidad (incluso convirtiendo en grupo a un colectivo que no funcionaba como tal), que la amenaza externa contra todos ellos. 

La suegra puede pelearse con el yerno, los cuñados pueden mantener posturas ideológicas totalmente discrepantes, el grupo familiar puede tener tantos conflictos internos que difícilmente ningún observador podría considerar que exista algo que los una. Ahora bien, si aparece un grupo externo que los trata como unidad, los califica a todos ellos en los mismos términos, estará ayudándoles/obligándoles a etiquetarse bajo una característica común. Si encima a lo que viene ese grupo extranjero es a ofender a todos por lo que hace uno, a agredir, a robar, humillar, imponer, tiranizar... ¡lo que sea!, el grupo autóctono se verá como lo ven los otros: como una sola entidad, y como una sola entidad responderá. Se radicalizará en sus posiciones y, si antes de la llegada del grupo agresor había grietas y discrepancias entre ellos, se disolverán para proteger, más que una costumbre atávica y sangrienta, la propia existencia, la propia identidad. Lo hemos visto repetido miles de veces con los procesos nacionalistas: cuanto mayor es la agresión externa ("¡Habría que hacer entrar a los tanques en Cataluña!" "Cualquiera con aspecto de musulmán, sea cual sea su religión, deberá pasar diez controles más en el aeropuerto",...), mayor es el número de adeptos dispuestos a besar y defender una bandera o una ideología o una costumbre que, antes de la amenaza, a lo mejor hasta se permitían cuestionar.

Recriminamos a un familiar por tirar basura a la calle, pero si viene un tipo del portal de enfrente y nos llama a los dos, a mi familiar y a mí, cerdos y nos pone a caer de un burro, posiblemente terminaré defendiendo una actitud que hace unos segundos me parecía nefasta, y haciendo frente común con mi familiar. Y no porque sea mi familiar, sino porque el tipo de enfrente nos ha convertido, él solito, en grupo, y en términos negativos.

No es acertado, no, ni de justicia, cercar a todo un pueblo, de niños, adultas, panaderos, abuelas, escritores, ganaderas, aficionadas al Atletic, fútbolfóbicos, melómanas, titiriteros, analfabetas musicales, taurinas, antitaurinos, rubios, delgaditas, gigantes, desastradas, fashion victim, tíos, bibliófilas, sobrinos, hipsters, melancólicos, románticos, guerrilleras, comilonas, deportistas, estudiantes, manifestantes, cocineros... No es acertado asediarles a todos ellos vistiéndoles de monstruo único. Porque ese monstruo único y gigantesco al principio sólo está en el imaginario del que le odia y quiere aniquilarlo, pero, a fuerza de oír constantemente su nombre y sus imaginadas cualidades, el millar de individuos distintos e individuales que actuaban como tales, puede terminar autocumpliendo la profecía y satisfaciendo las expectativas del que espera lo peor de ellos.

Posiblemente el toro de la Vega jamás ha tenido tantos defensores como ahora que se agrede no sólo a quien defiende la práctica sino hasta quien respira alrededor. Y posiblemente esa acérrima defensa se vendrá abajo en cuanto un extraño deje de intentar obligarles a hacer lo que él quiere sólo porque él lo quiere (y viene con otros mil que quieren lo mismo que él). Incluso aun cuando mi filosofía coincida con la del que tengo enfrente, si pretende tiranizarme terminaré adoptando posturas contrarias y hasta cambiaré mi naturaleza misma. Y todo por proteger mi identidad. Una identidad por la que no me sentía representado antes de la amenaza. Pero también la mía, la aunténtica, engullida por la que me atribuyen, y que también veo peligrar incluso físicamente.

Hay formas mejores y, sobre todo, más eficaces de acabar con una costumbre lapidaria que usando la lapidación. Y si no, que se lo pregunten a las cabras de Manganeses.

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