Judith era especial, dulce y divertida ya desde embrioncilla, y por eso eligió un momento también especial, dulce y divertido para nacer.
Estábamos invitados en casa de unos familiares que acababan de trasladarse a nuestra ciudad. Nos invitaron a ver su casa y a tomar unas pastitas.
No somos muy british en eso, no somos muy de ir a tomar el té a las casas de la gente, pero a esta familia la queremos, y por eso no dijimos que no.
Después
de charlar un buen rato, el anfitrión preparó cuidadosamente un platito
de pastas surtidas y las colocó en la mesita, frente al sofá en que
estábamos sentados. Mientras los "mayores" (nosotros teníamos casi 30,
pero no se nos podía tildar como tales, y menos después de lo que
hicimos) estaban en la cocina esperando a que subiera el café, uno de
nosotros se comportó de forma nefasta. No me gusta especificar, ¡no soy
ninguna soplona!, seguro que fue el más sinvergüenza, pero no seré yo
quien le señale; puede que fuera la misma persona que se compinchaba en
Navidades con otra para saquear los bombones de guinda, pero no quiero
dar demasiadas pistas, corramos un tupido velo. Esa persona, llamémosla R
-por el color de las pastas protagonistas-, no pudo resistir la llamada
rojo brillante de algunas de las pastitas (ésas de mermelada de fresa
en el centro) y cogió una. Como nadie le había dado permiso para
empezar, más que comérsela, la engulló, no fuese a aparecer alguien y le
cazase en tal falta de mínimos modales.
Claro,
ya he dicho que no éramos nosotros los "mayores": el contagio fue
inmediato. Los otros tres imitaron la acción y, a toda prisa, eligieron y
zamparon ¡tambien las del centro rojo brillante! Si es que no
queríamos, pero ese rojo brillante era una llamada a gritos, una alarma
de ambulancia, una nariz de Rudolph,... Quedó una calva tremenda en la
bandejita de alpaca, con lo cual la instigadora (no necesariamente
mujer, el "la" se refiere a persona) se sintió fatal y repartió el resto
extendiéndolas.
Como
decía mi abuela, "el comer y el arrascar, sólo es el empezar": la
instigadora ¡se lanzó a por otra! ¡y los otros la imitaron! Tremendo: de
nuevo la pastita elegida fue la del centrito rojo. Dejaron sólo un par
de ellas rodeadas de un vacío inmenso, alejadas del resto de las igualmente
deliciosas pastitas. Eso cantaba mucho, había que arreglarlo: había que
terminar todas las rojas para no dejar pistas. ¿Pastitas rojas? ¿Qué
pastitas rojas? En este surtido no hay pastitas rojas. Nunca las ha
habido. Es el clásico surtido de almendra y/o chocolate. Vamos, de
siempre, te lo digo yo.
Claro,
ahora lo que quedaba era mucha bandeja para tan poca pasta, y hubo que
extender las restantes muchísimo más que antes. Todo esto a toda
velocidad porque ya se escuchaba el tototototó de la cafetera,
aviso inminente de que todos estaban a punto de unírsenos en el salón.
El anfitrión, al depositar la cafetera al lado de la bandeja, mudó de
expresión, como si hubiera venido pensando en coger una pastita de
mermelada roja en el centro y no diese crédito. Pero fue tan educado que
sólo nos dirigió una mirada rápida (por si alguno quería confesar).
Fue
un rato horroroso. Además, abrumados por la culpabilidad y empachados
de pastitas de las que nunca venían en ese surtido, ninguno cogió pastas
cuando nos invitaron a probarlas. Horrible. Panda de nefastos
fingidores. ¡Qué vergüenza!
Ésa fue la tarde que eligió Judith para nacer: ¡no estaba dispuesta a perderse ni una pastita más!
No hay comentarios :
Publicar un comentario