Comencemos
por los principios, que diría Aníbal Lécter... La última semana
de julio nos fuimos a La Manga-Cartagena a ver a Juan. Bien, el
jueves estábamos pegándonos el baño matutino de costumbre cuando,
de pronto, me volví justo cuando venía una ola. La ola pasó y yo
dije: ¡Joé, no veo! Creí que era por la sal y que se me pasaría
como siempre, pero fue a peor (debió picarme un pelo de medusa, un
alga asesina o yo qué sé qué arrastraba esa ola maldita). Me pillé
una conjuntivitis de aúpa. Esa noche salimos de marcha, yo llorando
a moco tendido, pero sólo por el ojo derecho; estaba de lo más
sentimental; me decían: éste es un bar con solera de La Manga, y yo,
a llorar; o bien: desde aquí hay una vista fantástica de día, y ya
estaba yo llorando emocionada por mi lado facha...
Me eché un
colirio que me dejó Juan, esperando estar, después de dormir, como
una rosa... Me levanté con el ojo, más que como una rosa, como un
capullo reventón. Mi ojo era un huevo de gallina de corral, pero de
los de récord... Y mi lado comunista también empezaba a inflamar
sus ánimos, contagiado por el ultraconservador. Decidí ir a
urgencias. No estaba Clooney. Me alegré, porque no podría haberlo
disfrutado como se merece. Pero sí había un competente médico que,
tras lavarme a conciencia el ojo y examinármelo con detenimiento
dictaminó que mi ojo presentaba múltiples erosiones, pero de
carácter leve. No supo explicarme la causa de esta repentina
erupción ocular. Pero sí mandó a su ayudante ponerme una oclusión
para que no pudiese abrir el párpado. Mientras, él hacía un
dibujito en el diagnóstico que demostraba de forma fehaciente que
se había dedicado a la medicina por un enorme suspenso en el acceso
a Bellas Artes.
El ayudante era un becario. Fijo. O Ingeniero frustrado, a su vez. Me colocó
una montañita de aproximadamente 20 gasas sobre el ojo en erosión
y, para sujetarlo, comenzó a cortar ese esparadrapo que es como
papel. Con mi ojo sano empecé a observar la longitud de las tiras...
¡El hombre pretendía convertirme en La Momia III ! Se lo comenté.
El médico le dijo: “¡¿Dónde vas?!”. Al final redujo la
longitud unos 6 micromilímetros. El médico, resignado, comentó que
así no se me despegaría con el calor. Yo pensé: esto no se despega
ni con soplete, querido doctor, muchas gracias. Pero me dio apuro
verbalizarlo, por si me reducían otro milímetro la longitud de las
tiras.
Esa noche habíamos pensado salir como fin de
vacaciones mangueras, pero como durante toda la tarde estuve
observando las caras de la gente al cruzarse con mi máscara, y
escuchando comentarios compasivos: ¿Te han operado? ¡Que no sea
grave! etc. etc. etc. Además del terror en las caras de los niños...
Bueno, como vi/oí todo eso, yo me dije: No salgo si no es con gafas
de sol que me cubran la décima parte de esta máscara (o lo que es
lo mismo: no salgo si no llevo unas gafas de sol de esas de pega,
tamaño monster). Pero, claro, mi ojo tenía una altura equiparable a
la del Empire State y las patillas no me llegaban ni a las
patillas, y valga la "rebuznancia".
Yo no
salgo- volví a repetir por enésima vez. Pero a cenar sí ¿no?- me
preguntaron con una carita de pena peor que la de mi etapa
sentimental la noche anterior. Acepté ir de cena. Total, íbamos a
un sitio de raciones, tampoco iba a dar tanto el cante en un sitio
pequeño donde la gente estaría más pendiente de que el gorrón del
amigo no acabase con sus chipirones al ajillo...
Llegamos a
casa para ponernos guapos para la cena. La momia estaba radiante, con
su gasa y esparadrapo inmaculados. Llamaba la atención. La momia se
quejó ante sus amigos: Todo el mundo firma en las escayolas y
vosotros no me habéis dibujado ni el típico corazón adolescente,
hay que ver, sniff sniffff.
A Juan se le ocurrió una idea
mejor y me dibujó el ojo. La verdad es que no le quedó mal,
teniendo en cuenta que contaba sólo con un boli medio gastado de
propaganda. Lo que sucede es que a Juan la perspectiva picassiana le
va cantidad, y me dejó el ojo como 20 cm. más abajo. Parecía Rossy
de Palma momificada. Me retoqué con el eye liner, y lucía unas
pestañas que ni los arados antiguos. Al verme tan mona decidí que
no sólo saldría a la cena, sino también de marcha. Nadie pensaría,
luciendo esta guisa, que me pasaba algo grave.
Llegamos al
pequeño bar de raciones en el que íbamos a cenar. Al traspasar la
puerta, creí que mi ojo izquierdo me traicionaba: ante mí se
extendía un salón de unos 100 metros cuadrados, ¡con el aforo al
completo! Iba deseando que me tragase la tierra cuando llegamos a la
mesa donde nos esperaba una pareja a la que me iban a presentar. No
sé por qué, me había hecho a la idea, por los comentarios de Juan,
de que se trataba de una pareja tan pirada como nosotros. Al
encontrarme con una doble perfecta de Isabel Preysler acompañada del
perfecto doble de Mario Conde, una frase martilleó mi mente: ¡que
alguien me eche ácido clorhídrico en estado sólido! ¡que me
sulfaten! ¡que me fumiguen con un potente pulverizador! ¡rápido! o
que suelten una nube de óxido nitroso y todos empiecen a reír sin
control ¡pero por diox que suceda algo que rompa este tenso
silencio...! Bueno, fueron varias frases, pero el pensamiento era único.
Llegó el camarero y nos soltó el menú con los
típicos gallos que se sueltan cuando estás a punto de reventar de
risa y quieres aparentar seriedad. Evitaba cruzar mi mirada
uniocular. Evitaba aún más mirar la mitad picassiana. Pobre hombre,
lo pasó fatal.
Cenamos estupendamente y, por supuesto, la
pareja excusó educadamente el seguir de marcha con nosotros. Al
menos tuvieron la delicadeza de no salir corriendo al verme y
aguantar toda la cena frente a The Mummy, sin perder la
compostura...
Menos mal que luego todo cambió. En el primer
bar al que entramos, el camarero quesito me dio un besazo alucinante
y me pintó la ceja que me faltaba. Comentó que él había sufrido
un episodio parecido y que le jorobaba que no se le hubiese ocurrido
esa idea, pero que la próxima vez lo haría. Nos hizo una foto. Se
enrolló de lo lindo.
Toda la noche fue así: gente que me
comentaba lo mismo que el camarero; otros creían que me lo había
puesto para dar la nota (Pi, cuando vio la foto, me preguntó
directamente: ¿pero era una máscara, no? pensando que era una de
mis locuras; aunque le expliqué con detalle mi ataque marino, creo
que no se convenció del todo, porque me preguntaba: ¿y te taparon
tanto? Alucinó en colores al saber que la foto está hecha cuando el
ojo medía como 4 gasas menos de altura porque al llegar a casa me
las había quitado).
Bueno,
era el fenómeno: todo el mundo quería hablar con el monstruo, todo
el mundo quería conocer al cíclope freaky. No, en serio, ligué
más que nunca. Es más, uno con el que estuve hablando 15 minutos,
estaba indignadísimo al final cuando supo que iba a dormir en casa
de Juan. Se tranquilizó un poco cuando fue informado de que no en el
mismo catre y ni siquiera en el mismo habitáculo, pero lo perdí
definitivamente cuando le di la información adicional de que tampoco
me iría con él. En fin, más se perdió en Cuba. Además, a
esas alturas de la noche mi mayor preocupación era el averiguar por
qué yo había visto a Jose (un amigo de Isabel) llevando una camisa
que era claramente de rayas y ahora me lo enseñaban y llevaba
cuadros…
Antes de entrar a la última discoteca, me intenté
perder tras unos olivos y me pegué una caída entre espinos porque
no veía ni torta; creo que rodé un par de veces antes de lograr
levantarme con las manos más estigmatizadas que las del Jesucristo
de Mel Gibson. No pienses mal, que no iba acompañada; es que los
tíos, con ponerse de espaldas, lo tienen arreglado, pero a nosotras
siempre nos toca, como a las cabras, tirar al monte...
Bueno,
Alberto se coló en la discoteca y Chema (un amigo de Juan) y yo,
como no nos enteramos, pagamos su entrada mientras él nos saludaba
partido de risa, 5 metros por detrás del portero.
Nada más
entrar, el tecnopopbacalaeroychundachundero empezó a taladrarme el
cráneo. Chema nos dio una vuelta entera por la discoteca (al aire
libre) y, a pesar de lo grande que era, me pareció que lo que nos
había dado era una vuelta de campana ¡tal era el estado de mi masa
cerebral! Tuve que ir a sentarme. Aprovechando que había asientos de
forja de ésos que parecen de jardín versallesco, para dos personas,
más que sentarme me tumbé elegantemente, ¡qué mediomoña llevaba!
Tenía un codo apoyado en el reposabrazos y la mano por detrás de la
oreja, las piernas levemente encogidas, vamos, que si voy más
ligerita de ropa estaría de posado de Interviú. Como vi que Alberto
se había quedado solo (Chema desapareció -luego supimos que porque
estaba agobiado-) y me preguntaba si nos íbamos, decidí que sí.
Fue a buscar a los demás. Cuando vinieron, al verme con mi pose de
reinona de Saba, por supuesto no se creyeron que yo me hubiese ido a
descansar para no dar rienda suelta a mis náuseas...
Menos
se lo creyeron cuando, en dos segundos, me sentí una mujer nueva y,
de un salto, me fui a saludar a la pista a Sergio Pazos, el de Caiga
Quien Caiga. Nos hicimos una foto con él, y el muy cab... se tapaba
también un ojo, fue mundial. También vimos a dos de
un programa que se llama la Casa de tu vida, en el que diferentes
parejas tenían que colaborar para construir una casa; Jose Carlos,
que es la monda, les gritó: ¡Os conozco! ¡Sois los de Bricomanía! casi nos da algo. Mucha gente siguió afirmando que
saldría así, con ojo picassiano, el próximo fin de semana. Lástima
que no fuésemos a estar allí para corroborarlo.
Además,
con el pasar de las horas, la oclusión fue descendiendo hacia el
cuello, y el ojo ficticio, que ya había comenzado algo descolocado,
era todo un homenaje a las señoritas de Avignon. Jose Carlos, que en
teoría se había dejado convencer para salir de la cama a la 1 de la
mañana si le jurábamos que sólo se tomaría una y lo llevaríamos
de vuelta al hogar, no paraba de repetir: “¡Pero mira dónde lo
lleva ahora! ¡Al final termina de compresa!” Ufff, tremendo.
Nos
lo pasamos genial. Yo tenía consulta médica a las 10 de la mañana,
pero como "sólo" eran las 8:30 cuando pasamos por el
hospital, decidimos que era demasiado esperar y nos fuimos a
dormir... Llegamos a las 9 y ¡oh! nadie pusimos el despertador, una
pena. Al día siguiente (es un decir, me refiero a las 4 de la tarde,
cuando nos levantamos) estaba fenomenal, incluso mi ojo estaba
bastante bien. No hay nada que el alcohol no mate,...
Nos fuimos a comprar comida preparada al local de
abajo, inconscientes totalmente de las horas que eran. Nos extrañó
que sólo quedase pan. ¡Nos habíamos metido por la puerta de los
empleados y estábamos por dentro del mostrador esperando que alguien
nos atendiera! ¡Qué vergüenza! ¡Ya nos extrañaba un poco que las
vitrinas estuvieran del revés...! Los empleados
estaban comiendo y, al ver que salían del cuarto directamente a
nuestro lado del mostrador, sólo acertamos a decir tímidamente:
¿Está cerrado, verdad? glubssss. Menos mal que se partieron un poco
el pecho sin más.
Por supuesto, nos tocó comer en un centro
comercial: un metro de salchichas cada uno ñammmm. Esa tarde
pensábamos pasarla tranquilita y volver pronto, porque nos íbamos
al día siguiente. Nos fuimos a Mazarrón y, en la cena, tuvimos que
comer juntando dos mesas porque si no al camarero le daba algo malo.
Cabíamos perfectamente en una, pero se ve que el camarero no sabía
qué hacer con la otra y, a pesar del clamor popular insistiéndole
en que sólo queríamos una, él no se dejó intimidar y nos plantó
la otra en cuanto tuvo la mínima ocasión; Alberto quería cenar un
Viña Pomal GR 94; como tenía buena pinta y costaba muy caro, yo
quería pedirme otro, pero creo que no lo servían en ración, así
que nos quedamos con otras alternativas. Lo pasamos bien, y si no
llega a ser porque a Alberto se le habían olvidado el estuche y el
líquido de las lentillas, no llegamos a casa. Aun así llegamos a
las 4, que para un plan de "tarde" "tranquila" no
está mal. La culpa la tuvo Ana, la hermana de Juan, que nos llevó a
Cala Negra y nos vimos negros para salir de allí (de bien que se estaba; de buena gana habríamos llamado a los de anoche para que nos montaran una casa en un momento).
Y ésa es la historia de la foto. Espero que la hayas disfrutado. Nos
hicieron fotos en dos bares de la Manga, pero seguro que son tan
sosos que ni se les ocurre enviárnoslas.
El día
que nos fuimos también fue mundial. Nos recogió una taxista que
vive al lado de Juan que, después de contarnos lo mal que le va el
aire acondicionado, que es asmática, que en casa no lo tiene, que en
esa zona en la que vive Juan hace más calor que en el resto de
Cartagena, que viajó a Salamanca y a Ciudad Rodrigo cuando estaba
embarazada del primer hijo, que uno de sus hijos estaba en Alemania,
etc. etc. etc., es decir, una vez que terminó el relato de su vida, empezó
a contarnos la de la alcaldesa de Cartagena: que era de Lugo, que
mantener la alcaldía le supuso la ruptura sentimental con su marido,
al que dieron un cargo en Madrid y se lió con una pelandrusca, lo
que hacían los hijos de la alcaldesa, que no son gallegos sino de
Cartagena, las cosas nuevas de Cartagena, el cambio de sitio del
submarino, la mejora del paseo marítimo, etc. etc. etc. Todo esto en
6 minutos de trayecto. Cuando nos despedimos de ella, Alberto y yo
nos miramos con gesto de incredulidad y concluimos: “Ésta es la
herencia de mamá”.
En el
tren, tanto de ida como de vuelta, hubo dos momentos de risa. A la
ida estuvimos sentaditos todo el trayecto como dos niños buenos.
Apenas hubo movimiento de gente, ni siquiera en las paradas. Cuando
ya quedaba poco para llegar le pregunté a Alberto si quería venir
al bar a tomar un café. Nos levantamos y, al llegar al primer
enganche de nuestro vagón, vemos, alucinados, que todo el mundo del vagón siguiente se
levanta con sus equipajes; como no podíamos
pasar, nos damos la vuelta pensando en volver a nuestros asientos:
todo el mundo había hecho lo mismo allí; nos quedamos atrapados,
muertos de risa, diciendo, entre dientes, a la gente que bajaba en
Murcia: gracias por su visita, adiós, muchas gracias, espero que
hayan disfrutado, etc. etc., fue increíble.
A la
vuelta, el asiento de Alberto estaba desencajado y se cambió; cuando
llegó el revisor le explicamos el motivo y le dio tal viaje al
asiento que creímos que nos iba a tocar ir sentados por fuera del
vagón, saludando a diestro y siniestro y con nuestros cabellos al
viento. Fue buenísimo.
(Verano 2004)