Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

martes, 24 de junio de 2014

EL LECTOR (II) (R. Creek)


Fura es una perrita del color de la canela recién enlluviada. No digo era porque todos sabemos que lo que no se olvida jamás se marcha en casi ningún modo. Sólo, como dijo Unamuno, cuando se muere alguien que nos sueña se muere parte de nosotros. No era un caballo y, ahora que he visto su carita en foto, me alegro. Además, descabalgar a Esteva y sustituir montura por compañera me gusta bastante más.

Creo que ya antes de empezar el libro estaba predispuesta a soñar, o a volar, si es que hay diferencia. Como no conozco aún las palabras mágicas para invocar al Anja, es Esteva quien las va pronunciando y empiezo a viajar.

Tengo una mente tan dispersa que a veces no me explico cómo he sido capaz de leer tantos libros. Sólo un capítulo y ya estoy fascinada, ensocotrada, y mi mente va y viene.

Esteva me habla de incienso y mirra, y creo descubrir el origen de los Reyes Magos. ¿Y el oro socotrí? Decidirían mandarlo al fondo del mar para evitar saqueos. Pero me habla también de momificación egipcia, y yo me voy a la clase de 8º, al tema de civilizaciones antiguas, justo a un pequeño apartado que no entra para examen (y paradójicamente -o quizá lógicamente, porque lo de obligado estudio rara vez coincide con lo digno de estudio- es lo único que recuerdo, no sólo del tema, sino de todo aquel libro) y que habla de trepanación, de vasos canopos, de sacar cerebro y cerebelo por la nariz con un gancho para no deformar cráneo y cabeza. No sé para qué se usaban incienso y mirra porque tampoco estoy segura de si la mirra era una resina con función adhesiva; me doy una respuesta provisional para no interrumpir la lectura buscando información sobre el papel que jugaban en los embalsamamientos: la mirra sella y el incienso neutraliza las evanescencias de la evisceración, el Vick Vaporub de la antigüedad. Pero me surge otra cuestión aún más inquietante: ¿por qué llevarían al niño los Reyes Magos material para embalsamar? Mentalmente les pongo a los tres cara de Coyote y a las mercancías logo de la marca Acme. 

Imagino a Alejandro Magno recién quemado, una vez más y por descuido, con las resistencias eléctricas del horno y entiendo que pasase horas estrableciendo una estrategia para invadir la isla y hacerse con el mágico áloe de una era sin su tocayo Fleming.

Pero ahora ya sí que tengo que detenerme: ¿la savia del drago es roja? Es roja. ¿Y por qué se embadurnaban con ella los gladiadores? ¿Para parecer fieros supervivientes salpicados por la sangre de sus enemigos, o para sanar por anticipado las llagas de la contienda? Para esto no encuentro respuesta cerrada: en la actualidad se usa como antiséptico. De paso, aparece en la búsqueda otro itinerario absurdamente destacado: Lady Gaga se baña con savia de drago. Y ya tengo la imagen mental de un remedo moderno, políticamente correcto, de Elizabeth Bathory. Si yo quisiese fabricarme una leyenda ¿qué arquetipo elegiría?

Aprovecho este parón tras tan sólo un capítulo para buscar también la respuesta sobre la mirra, por la que no quise interrumpir mi lectura hace dos segundos, y la encuentro en Wikipedia citando a Herodoto: 

 (Ilustración de Santiago Caruso)

 

El embalsamamiento egipcio según Heródoto


Heródoto, el historiador griego del siglo V a. C., en su Historia, Libro II, Euterpe, expone el modo de embalsamamiento egipcio:4


LXXXVI. Allí tienen oficiales especialmente destinados a ejercer el arte de embalsamar, los cuales, apenas es llevado a su casa algún cadáver, presentan desde luego a los conductores unas figuras de madera, modelos de su arte, las cuales con sus colores remedan al vivo un cadáver embalsamado. La más primorosa de estas figuras, dicen ellos mismos, es la de un sujeto cuyo nombre no me atrevo ni juzgo lícito publicar. Enseñan después otra figura inferior en mérito y menos costosa, y por fin otra tercera más barata y ordinaria, preguntando de qué modo y conforme a qué modelo desean se les adobe el muerto; y después de entrar en ajuste y cerrado el contrato, se retiran los conductores. Entonces, quedando a solas los artesanos en su oficina, ejecutan en esta forma el adobo de primera clase. Empiezan metiendo por las narices del difunto unos hierros encorvados, y después de sacarle con ellos los sesos, introducen allá sus drogas e ingredientes. Abiertos después los ijares con piedra de Etiopía aguda y cortante, sacan por ellos los intestinos, y purgado el vientre, lo lavan con vino de palma y después con aromas molidos, llenándolo luego de finísima mirra, de casia, y de variedad de aromas, de los cuales exceptúan el incienso, y cosen últimamente la abertura. Después de estos preparativos adoban secretamente el cadáver con nitro durante setenta días, único plazo que se concede para guardarle oculto, luego se le faja, bien lavado, con ciertas vendas cortadas de una pieza de finísimo lino, untándole al mismo tiempo con aquella goma de que se sirven comúnmente los egipcios en vez de cola. Vuelven entonces los parientes por el muerto, toman su momia, y la encierran en un nicho o caja de madera, cuya parte exterior tiene la forma y apariencia de un cuerpo humano, y así guardada la depositan en un aposentillo, colocándola en pie y arrimada a la pared. He aquí el modo más exquisito de embalsamar los muertos.



LXXXVII. Otra es la forma con que preparan el cadáver los que, contentos con la medianía, no gustan de tanto lujo y primor en este punto. Sin abrirle las entrañas ni extraerle los intestinos, por medio de unos clísteres llenos de aceite de cedro, se lo introducen por el orificio, hasta llenar el vientre con este licor, cuidando que no se derrame después y que no vuelva a salir. Adóbanle durante los días acostumbrados, y en el último sacan del vientre el aceite antes introducido, cuya fuerza es tanta, que arrastra consigo en su salida tripas, intestinos y entrañas ya líquidas y derretidas. Consumida al mismo tiempo la carne por el nitro de afuera, sólo resta del cadáver la piel y los huesos; y sin cuidarse de más, se restituye la momia a los parientes.



LXXXVIII. El tercer método de adobo, de que suelen echar mano los que tienen menos recursos, se reduce a limpiar las tripas del muerto a fuerza de lavativas, y adobar el cadáver durante los setenta días prefijados, restituyéndole después al que lo trajo para que lo vuelva a su casa.


LXXXIX. En cuanto a las matronas de los nobles del país y a las mujeres bien parecidas, se toma la precaución de no entregarlas luego de muertas para embalsamar, sino que se difiere hasta el tercero o cuarto día después de su fallecimiento. El motivo de esta dilación no es otro que el de impedir que los embalsamadores abusen criminalmente de la belleza de las difuntas, como se experimentó, a lo que dicen, en uno de esos inhumanos, que se llegó a una de las recién muertas, según se supo por la delación de un compañero de oficio.

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