Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

domingo, 22 de junio de 2014

EL LECTOR (I) (R. Creek)

Como en el título de Millás, "Los objetos nos llaman", los libros a veces también nos llaman, y de las formas más peregrinas. Los textos a escribir también. He decidido hacer algo experimental porque tengo la intuición de que esto va a ser algo especial: escribir, poco a poco, el proceso de cómo llegué a este libro y qué es lo que me va pasando.

Hace tiempo conocí a un pirata navegante (navegante de mares y de redes) árabe, Ali. Tuve dos o tres breves e inspiradores encuentros nocturnos con él. Me envió una foto de un anuncio Azur de Puig para que le pusiera cara, y desapareció. A veces he pensado que es la misma persona que luego se presentó en otras formas impostadas, pero mi romanticismo me obliga a desoír la lógica (que me conduce a convertirlo en un personaje ruin e incapaz de empatía) y quedarme con la parte mágica que lo convierte en un valenciano apátrida enamorado de Vicent y con un verbo generador de orgasmos acuáticos y relatos orientales a partes iguales. Lo mejor que he escrito nació por y para él.

Pasados lustros, cuando mi pirata árabe estaba quasi enterrado entre los surcos frontales de mi cerebro, aparece en mi pantalla su rastro llamándome cual sirena odiseíca: "Los árabes del mar", un anuncio de novela. Inmediatamente rastreo y descubro que pincela etnografía. Tengo que leer su obra aunque sea la primera vez que escucho su nombre. Me hago seguidora del autor para no olvidarme. Normalmente, lo que habría sucedido es que en 1-3 años se re-visibilizaría, por azar, su nombre entre mis contactos y me preguntaría quién era, vería el contenido y, perdido o sustituido mi interés, lo borraría. Pero aparece, al día siguiente, otra foto distinta, de una época remota, que invita aún más a descubrir qué ha sido de él en el trayecto entre ambas, manteniendo mi objetivo inicial de leerle.

En este momento tengo los dos libros: Los árabes del mar y Socotra, la isla de los genios. Y a pesar de que fue la primera la que actuó de imán por razones tan divagantes como las que he relatado, he decidido empezar por la última, que nada me dice, a priori, e iniciar, por si a algún escritor un día pudiesen interesarle las huellas de un lector cualquiera, la escritura de mis pasos por su obra.

En la portada aparece un personaje desdibujado, tocado con algo que parece un turbante liado de tal modo que también puede parecer un gorro de almirante o de capitán pirata. No está contemplando el mar desde lo alto de su puesto de mando: está contemplando un abismo montañoso y escarpado, pero no como quien estuviese decidiendo si lanzarse o no, ni siquiera como alguien que estuviese fascinado. Tampoco es alguien que estuviese escudriñando el valle en busca de algo o alguien. Más bien tiene la pose de alguien que ha contemplado esta visión y otras mejores diez millones de veces. Alguien que no está viendo lo que está mirando, alguien a quien la memoria le está devolviendo un recuerdo que hace que lo que tiene ante él se convierta en algo borroso o anodino, ininteresante en cualquier caso.

No sé qué hace con las manos, pero yo le atribuyo el gesto de dar cuerda a su reloj, algo que estaría en consonancia con esa pose que le he adjudicado: un hombre tan lleno de pasado que el presente se le ha vuelto invisible y necesita darse cuerda de forma artificial para mantener coordenadas objetivas que nada (o muy poco) significan ya para él, meramente por exigencia externa y convencional, o quizá un automatismo irrenunciable.

Se me antoja que la ilustración que lleva en la guarda anterior es el punto al otro extremo, el punto sobre el que paseaba la mirada (sin ver) el personaje de la portada; el punto evocador que hace que el hombre asomado al precipicio se desdibuje de su propio entorno. Al fondo se perfilan las montañas. Sobre una de ellas está el personaje de la portada; no se le ve pero yo sé que está ahí. Aparecen cuatro personajes. No sé quiénes son ni qué hacen, pero para mí tres de ellos están emparentados: el abuelo, que va en primer lugar, el nieto le sigue, tras éste un ajeno occidental que se deja guiar y que identifico con Jordi Esteva (a quien sólo he visto en dos fotos) y el padre cerrando la fila. En realidad los tres parientes ni se parecen y hasta serían de procedencias distintas, pero yo los he unido con un lazo familiar e ignoro por qué. Un impulso, una intuición irracional, quizá para desmarcar a Esteva, que es el único que parece extraño. Los cuatro parecen atentos a pisar sobre un pequeño sendero, como si fuese importante no salirse de él. Los cuatro, a pesar de estar sobre la llanura, parecen, por su pose, más sobre el abismo que el personaje anterior.

Tras las páginas en las que aparecen los datos técnicos, la dedicatoria. Primero, y separado, un tocayo del autor. Alguien especial, sin duda. No me interesa preguntarme quién es porque estoy dispuesta a enamorarme del autor y no quiero nada que entorpezca el proceso. Saber demasiado a veces es un obstáculo inútil; después de todo no quiero nada real aquí. Seguido, sus cuatro gatos, con protagonismo de Miko; y Fura, que en un primer momento identifiqué con un velero para, a continuación, asimilarlo con un medio de transporte, pero animado, con ánima: un caballo, un jamelguito,... quizá ni siquiera, quizá un perro. Pero para mí un caballo.

A continuación una foto extraña: un escocés extraviado, desorientado en el tiempo y en el espacio. Pienso que es incultura por mi parte, por no conocer los atuendos africanos y árabes. Pero soy el lector, y ésa es mi lectura. Un escocés del pasado que se quedó dormido en su tierra y por algún fenómeno extraño ha despertado en un entorno ajeno y en un tiempo ignoto y futuro. Su mirada extrañada al fotógrafo es de pregunta angustiada: ¿Has sido tú quien me ha teletransportado? pero, fundamentalmente: ¿Me devolverás a mi entorno seguro y familiar?

Después dos citas, la primera en inglés, pero que traduzco como "Había una piedra y empezó a llamarme", sorprendiéndome porque también este libro empezó a llamarme, como a Ahmed Sheikh Nabhany (persona-personaje del libro anterior de Esteva, Los árabes del mar) esa piedra.

La segunda reza "Detrás de los volcanes, Hugh podía ver cómo se acumulaban nubes de tempestad: ¡Socotra!, mi isla misteriosa del mar Arábigo, de donde procedían el incienso y la mirra y adonde nadie ha llegado jamás", de Malcom Lowry, Bajo el volcán, que no me dice nada porque asocio el título a una película mala de Tom Hanks.

A continuación un dibujo de un mapa donde se localiza Socotra. Pero yo sólo puedo ver Yibuti, Etiopía, Somalia, Kenya, Yemen, Omán, Arabia Saudí, Emiratos, Irán, porque me domina la idea de que yo, mujer, jamás habría podido marchar por allí como Pedro por su casa. La mente me deriva a cuántos sitios, aún en el s. XXI, tendría vedados (quizá por prejuicio nacido de desconocimiento, espero desvelarlo en el libro) si decidiese explorar sin compañía masculina. Cuántas cadenas, siquiera (o sobre todo) psicológicas, nos esclavizan aún. Cuántos muros, quizá insalvables. La mente me conduce, "algo" más al este de este mapa, fuera de él, a las violaciones y ahorcamientos recientes de preadolescentes, sin duda preexistentes quién sabe desde cuándo, pero que los medios han decidido visibilizar ahora, y cobran existencia como algo nuevo, convirtiéndose en hecho inmediato e invisibilizando otros similares y peores que ocurrieron en el pasado, y otros similares y peores que ocurren en otra parte. Y en cuanto la cámara mediática se deslice hacia otro punto, las violaciones y los ahorcamientos habrán desaparecido, como si nunca hubiesen existido, como desaparecen y reaparecen todas las salvajadas al arbitrio de los medios con trípode político, sin que por ello desaparezcan, de una forma real, ni el dolor, ni el sufrimiento, ni la muerte, ni la injusticia... El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve, sentenció Machado.

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