Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

sábado, 28 de junio de 2014

A VECES BASTA UN EMPUJÓN (I) (R. Creek)


Adam Pretty


Esta tarde me he tirado por el balcón. 

Esto nunca habría sido posible en mi casa del pueblo, donde apenas si hay altura. Pero llevo 3 meses estudiando aquí, y viviendo en un 3º. Parece que el 3 no es, al fin y al cabo, un número de buena suerte como muchos creen.

Hay gente que piensa, incluidos los estudiosos del tema, que los suicidas tenemos ese pensamiento rumiándonos desde hace tiempo. Puede que para otros sea así. No en mi caso. En mi caso ha sido cuestión de un empujón. Metafórico, obviamente, esto no es un relato de misterio. Ni siquiera he dejado una nota. Como digo, no lo tenía pensado.

Ahora mismo no sabría contaros qué me ha sucedido. Estoy un poco aturdido aún por mi caída mortal y sólo veo a una señora a punto de llorar, la misma que hace un momento, al ver un bulto que llovía del cielo, gritó, indignada, mientras se encogía: "¡Tengan más cuidado, por Dios!". Al oír el golpe aún se ha encogido más, pero sólo por el ruido (no distinguía si lo que habían tirado era un piano, un armario...). A punto ha estado de decir al transeúnte de enfrente: "Joder con los estudiantes", pero ver la mirada de éste dirigida al centro de la calzada y observar su parálisis han sido suficientes como para contener la protesta y dirigir su atención a la calzada también, donde ahora se exhibe mi cuerpo casi informe. 

El transeúnte paralizado sí que me ha visto lanzarme, por el rabillo del ojo al principio, y después de frente, aunque sin tiempo ni voz para gritarme un No desgarrador. Por eso no ha protestado como la peatona de la acera contraria. Y por eso ahora, totalmente angustiado -como lo estará en breves momentos la señora-, desencajado, no encaja -permitidme el jeu de mots- el suceso y está ahí, en modo estatua, congelado en el tiempo, como se congelará en unas horas mi envoltorio. 

Más gente se va acercando, pero manteniendo una distancia prudencial, y eso sin que haya salido el policía tópico y típico de las películas dispersando a la gente a la voz de "aquí no hay nada que ver". Quizá un temor al contagio. 

Es curiosa la proximidad calurosa que brinda la gente en los casos de accidente, y la lejanía temerosa y gélida que inspiramos los suicidas. Nunca lo había pensado hasta ahora que lo veo. Y no me refiero sólo a las diferentes distancias que se mantienen respecto al cuerpo sin vida en cada caso; también sucede con la actitud hacia los familiares: la cercanía y el calor que se transmite a los seres queridos de un fallecido en accidente contrasta de un modo brutal con la actitud huidiza que se muestra ante los de un suicida.

Los coches siguen circulando por la transversal y una mujer que conduce un utilitario de color pistacho abre la boca de asombro, sólo intuyendo que algo sucede, y casi enfila contra el muro en lugar de tomar la curva. Ha estado a un tris de venirse al más acá (ya sabréis por Coco lo relativo del aquí o allá) y convertirse conmigo en comentarista del más allá. Aún volverá a pasar en breve, una segunda vez, confirmando su sospecha y yéndose a casa tan hundida como si hubiese sido mi mejor amiga.

Desde los balcones y ventanas también me observan y murmuran unos. Otros salen sin poder reprimirse, pero vuelven a entrar aterrorizados y arrepentidos de no haber bloqueado su curiosidad morbosa, porque mi imagen, aunque irá diluyéndose de sus retinas con el tiempo, jamás desaparecerá del todo. Bastará una frase relativa a sucesos impactantes, a muertes, a... lo que sea, para que yo vuelva a sus mentes como un presente, como todos los pasados insuperados.

Alguien baja unas mantas y me cubren tras haber certificado -la más decidida, o tal vez la más experimentada, o quizá la más inconsciente- que no lato. Se intercambian fragmentos de información y entre todos llegan a la verdad inalterable de que he saltado desde el balcón del tercero sin que nadie pudiese evitarlo. La mujer repite a cada nuevo mirón que ella había pensado que eran los estudiantes tirando algo. Lo repite como si sintiera cien mil dedos acusadores diciéndole que ella se había quejado en lugar de compadecerse; lo explica, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez... como un tamtra redentor de esa culpa que, sin tenerla, se arrogan todos los católicos. Es cultural. Como entre los judíos. Es como un afán morboso de protagonismo, incluso en lo azarosamente nefasto, como si no fuesen capaces de asumir que el mundo se mueve ajeno e indiferente a sus existencias particulares, como una forma de huir de la propia futilidad.

Lamentablemente, yo sólo soy, perdón, fui (es tan reciente que tardaré en acostumbrarme al uso del pasado, disculpadme si lo hago de nuevo) católico por bautismo. Por tanto, he sido siempre bastante consciente de mi pequeñez y de mi escaso poder para cambiar las cosas, o para hacerlo de modo permanente.

La necesidad de hablar, de comunicarse, de no sentirse solos en la tragedia, lleva también a chácharas hilarantes. Una mujer llega haciéndose notar. A pesar de que reina un silencio casi sepulcral (admítanme la broma), ella pregunta a gritos qué ha sucedido. Nadie quiere contestar, nadie quiere explicar nada a esta vocinglera, intuyendo que no se dará por satisfecha con una única respuesta. Cuando ha reiterado su pregunta tres veces ya, y cada vez con mayor volumen incluso cuando alguien pensase que no era posible, un alma cándida o hasta las narices le responde explicándole el suceso resumido en una lacónica frase. Todo el mundo le agradece telepáticamente el gesto, esperando que así la gritona se sumirá en una actitud de silencioso respeto. Evidentemente, no es así: pregunta, a voces, si el suceso ha ocurrido allí. El que le contestó esperando callarla, frustrado por su escaso éxito, le responde que no, que ha sucedido en la Plaza Mayor, pero que he rebotado hasta aquí. Me tengo que reír, no me queda otra. La mujer sigue hablando a voces sobre sus teorías sobre los jóvenes y las drogas, el balconing, etc. Pero nadie ve la piscina que menciona, y la ignoran con mayor decisión aún. 

Llega la policía. Los testigos narran sus percepciones. La mujer que esquivó el bulto repite su tamtra de exculpación. La gritona vocifera que acaba de llegar. La que me cubrió con sus mantas informa. La policía toma los datos de algunos, pero no los utilizará jamás. No he dejado nota. Pero tampoco sospechosos. Estaba solo en el piso y, en un acto absurdo, como para detener cualquier posible intento de detenerme, valga de nuevo la redundancia, cerré la puerta con llave y cadena.

Todos los que lo han presenciado, se irán a casa con diez mil preguntas, incluida la de si podrían haberlo evitado. Si hubiera pasado dos minutos antes... pensará uno. Si me hubiese dado cuenta de que no era una gamberrada de estudiantes... Si hubiese mirado hacia arriba antes y me hubiese dado tiempo a gritarle... Y eso los que no me conocían. Para mis conocidos y cercanos será aún más duro. Todos y cada uno de ellos buscará su pedacito de culpa mortificante y todos y cada uno de ellos buscará también su futurible: Si aquel día en que... Quizá cuando me dijo lo de que... Alguno incluso afirmará que él o ella se lo había temido. Otro pensará que tuvo un anuncio del suceso en forma de señal: ¿A qué hora dices que sucedió? ¡Justo! Pues a esa hora se movió la cortina y me asusté porque fuera no hacía nada de aire... Todo el mundo buscará su pedacito de protagonismo aunque sea a costa de hacerse responsables, adivinos o incluso agoreros, puesto que yo mismo no habría sabido nunca que lo haría hasta que lo hice. Algunos afirmarán, también tiempo después, que me he aparecido en formas estereotípicas: escalofrío en el cuello, frases en sueños,... Y no necesariamente imaginarias: muchos, sobre todo los que más me recuerdan, me verán en otros rostros, en acciones que eran mías, en mis objetos, en mi mundanidad, en mis películas,...

Si me preguntas por qué lo hice, ni siquiera yo podría argumentarlo en una causalidad concreta o lógica. Por eso es que el que los demás tengan una respuesta me parece tan humano como irracional. 

Martín Gaite tiene un título revelador: "Lo raro es vivir". Vivir requiere un triple acto de fe; para vivir hace falta creer que tu vida tiene sentido, que el sentido que le das a tu vida es el verdadero y creer que ese sentido te satisface. Y eso no es tan fácil. Las personas lo saben, de un modo u otro saben de su insignificancia, y huyen de esa sapiencia de mil formas distintas, entregándose a actividades absurdas sin meta final: reformas y más reformas de sus casas o de sus cuerpos, redecoraciones de sus casas o de sus cuerpos, compras, inversiones sin límite y sin utilidad -sabiendo que no comprarán una inmortalidad que les permita disfrutar siquiera una décima parte-, adicciones varias, aficiones múltiples, musculación hasta la extenuación, delgadez hasta la desnudez... Todos inventan su sentido artificial para escapar del sinsentido más real. Precisemos: casi todos. También estamos una pequeña porción de escépticos, o quizá de iluminados, que sabemos que lo raro es vivir, y a los que sólo nos falta un empujón para bajarnos del mundo en marcha (a diferencia de Groucho, que esperaba, ladino amante de la vida, a que alguien lo parase).

Para algunos de nosotros, los suicidas, el salto es un imprevisto. De pensarlo con anterioridad, jamás lo haríamos. Yo no lo habría hecho de haber previsualizado algunas de las consecuencias: mi familia, antes vital y alegre, incapaz de volver a reír con ganas y sin remordimientos; mi novia guardando un luto demasiado largo, sintiendo miradas acusadoras, creyéndoselas incluso; mi perro buscándome en lugares comunes, repitiendo acciones cotidianas, poniendo sus patas delanteras sobre la ventanilla de mi coche, ahora abandonado en el jardín trasero porque nadie quiere conducirlo pero aún no se atreven a venderlo; mi madre descontando día a día un cubierto porque no es capaz de interiorizar que ya sólo son tres; mi padre engrasando periódicamente la cadena de mi bici; mi hermano sometido al infundado temor mudo y permanente de todos a que imite mi trágico salto...

Me bastó un empujón. Estaba estudiando para el examen de mañana. Ni siquiera estaba agotado o sin dormir. Sólo estaba repasando lo que ya me sabía de memoria. De pronto, un pájaro chocó contra la ventana del balcón. Salí a ver si seguía ahí, herido. Ni rastro. Me quedé fuera para sentir el frescor unos segundos. Miré hacia abajo. Me pregunté ¿y si salto? Fui hacia la puerta, cerré bien cerrado, acerqué una silla y me lancé. Tan absurdo y tan lúcido como eso. Tan absurdo y tan lúcido como seguir viviendo.


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