Diciembre de 2007. Madrugamos un sábado de puente, y lo hicimos con una ilusión tremenda: ¡íbamos a disfrutar (aún no pensábamos en el verbo padecer) nuestro primer viaje en globo! El lugar de encuentro señalado por el piloto no distaba mucho de nuestro alojamiento; sin embargo, encontramos niebla en la carretera, lo que hizo que tuviésemos que conducir aún más prudentemente de lo habitual.
Al
llegar nos sorprendió un poco que la cita fuese precisamente en un
salto de agua (el de Villalcampo), con la consecuente mayor densidad de
nieblas, pero puesto que no somos expertos en el tema, nos dejamos
guiar. Ninguna de las dos personas tenía decidido el lugar desde el que
despegar. Más: No sabían dónde podrían encontrar un llano de la
extensión necesaria para el inflado y posterior despegue. Uno de los
pasajeros, conocedor de la zona, les sugirió un helipuerto cercano.
Hacia allá nos dirigíamos cuando, de pronto, vemos que hay un repentino
cambio de planes: el vehículo de la compañía gira y se adentra en una
propiedad privada porque, al parecer, el sembrado que han divisado desde
la carretera se revela como emplazamiento idóneo para nuestros
propósitos.
Entre
todos, pasajeros, piloto y auxiliar en tierra, bajamos la barquilla y
la volcamos sobre el terreno. Siguiendo las instrucciones, desplegamos y
extendimos el globo. Antonio (el auxiliar en tierra,
hombre cabal en todo momento y el único de ellos que, de hecho, se
comportó en todo momento como exigieron las circunstancias) y los
pasajeros sudan la gota gorda mientras el piloto, indignado, aunque
tranquilamente instalado, protesta: ¡¿Es que tengo yo que hacerme cargo de todo?!
"Alunizamos" un poco con su comentario y nos preguntamos si pretende
que seamos nosotros quienes dirijamos la operación; empezamos a temer si
no pretenderá también que luego pilotemos por él.
Un trabajador, quizá dueño del sembrado, observa, asombrado, nuestros tejemanejes.
El globo ha de ser inflado tres-veces-tres porque se han enredado las
cuerdas y la loneta superior no se desplaza a su sitio; el piloto, envía
a uno de los pasajeros a desenredarla por dentro del globo. De pronto
decide contarnos que ha volado muchísimo por todo el mundo, nos menciona
a su padre y que realizó su primer viaje en solitario a los ocho años
de edad,…; en fin, que nos cita su currículo, y eso también nos inspira
un poquito de temor, por aquello del Explicatio non petita accusatio manifesta. Por fin lo conseguimos: el globo está hinchado. No nos da tiempo ni a
ovacionarnos: hay que subir corriendo, con lo cual el peso queda
distribuido como "cae".
El
ascenso es una maravilla, tan sólo empañada por la tempranísima (dos
minutos llevábamos en el aire) advertencia velada del piloto acerca de
que en estos viajes no importa tanto el tiempo de vuelo cuanto su
calidad (¿estará pensando en bajar ya, como si se tratase de uno de esos
globos cautivos de las ferias? -nos preguntamos con las miradas). Nos
informa de la posición que deberemos adoptar cuando aterricemos. Vamos
disfrutando del paisaje intentando hacer de tripas corazón cuando lo
escuchamos hablar de la zona en términos de que no piensa llegar a
Miranda de Ebro, Aranda de Duero… en fin, que aterrizaríamos antes de
llegar a Miranda do Douro; y otras frases que nos hacen sospechar que su
desconocimiento de la zona es pasmoso, quizá incluso temerario si
tenemos en cuenta que no lejos de nosotros existen tres torres de alta
tensión y un desfiladero de
aúpa (el que íbamos a ver desde el aire y del que nos libramos gracias a
la bendita niebla que nos hizo evitar la zona), amén de áreas
arboladas, roquedales, etc.
La
visión es magnífica. Nos sentimos unos privilegiados. De pronto, el
piloto decide "darle un besito" a una encina y pasamos con la barquilla haciendo surf
sobre ella. Ya vemos que muy ecologista no parece. Llegamos a Moralina y
él, amablemente, nos indica que ahí tenemos el pueblo de Aranda de
Ebro. Lo sacamos del error. Antonio, desde tierra, nos informa de que
vamos muy deprisa. El piloto le da la indicación de que viajamos, en
esos momentos, a 20 km/h. Al poco tiempo, cuando llevábamos unos 20
minutos en el aire, la pasajera que tengo delante se agacha. Pienso: ¡Qué maja, para que vea algo que hay ahí!
Pues sí: para que vea el árbol que nos vamos a tragar. Tira de mí hacia
abajo. Pienso que se trata de otro "besito a la encina", otra gracia,
vamos, y veo cómo el piloto sigue maniobrando para ganar altura. Voy a
incorporarme para seguir
viendo el paisaje y mi compañera de compartimento me lo impide tirando
de nuevo de mí hacia abajo y diciéndome que no con la cabeza ¡bendita
sea! porque, a partir de ese momento, empezamos a sufrir bandazos y más
bandazos, sólo queremos que todo pare ya, y cuando parece que eso
sucede, vuelven a comenzar los bandazos. Por fin nos detenemos. El
tercer compañero de cubículo nos dice que ya podemos subir. Le pregunto
insistentemente si estamos en el suelo o encima de un árbol. Me asegura
que sobre el suelo.
Salimos del globo todos excepto Julián, quien, con la cara desencajada de dolor, afirma que no puede moverse. Mientras, el piloto está pidiendo besitos a… ¿otra encina? No, a una pasajera que se ha visto "acariciada" por todas las ramas de todas las especies arborícolas de la zona. Sacamos entre todos a Julián. Antonio acude alarmado y traslada a Julián. Dos pasajeras que han visto el estado de la pierna, convencidas de que se la ha roto (y así era, en efecto), nos aconsejan que lo lleven directamente a Zamora. Dos amigos de dos pasajeros, informados por teléfono, llaman al Centro de Salud de Bermillo de Sayago, y son los que nos socorren en un primer momento y, después, cuando llegan a la zona, nos trasladan hasta los coches. El piloto nos comenta, como de pasada, que ha decidido aterrizar y no le ha dado tiempo a informarnos; no nos dijo, siquiera "¡agachaos!" mientras maniobraba para recuperar altura, y nosotros tenemos la impresión de que ha sido un leñazo (y nunca mejor dicho) en toda regla. Pero él insiste en que vio el paraje apropiado para el aterrizaje y, en previsión de que se levantase más viento, lo decidió precipitadamente. Miro a mi alrededor y veo: un bosque de ¿fresnos? a nuestra espalda (el que amortiguó/precipitó nuestra caída), un cercado de piedras que se ha cargado la barquilla, un árbol tronchado que se ha quedado besando (quizá en venganza por nuestros besos a sus hermanos) la barquilla, un roquedal, la carretera… Veo todo esto y le comento, con toda la sinceridad de que soy capaz: Hombre, reconoce al menos que esto muy planificado no ha sido. Él insiste en que sí, en que este aterrizaje precipitándose en picado contra el arbolado de la zona, ha sido el que él ha considerado oportuno. Pienso que, tratándose de un vuelo subvencionado por la Fundación Patrimonio Natural de Castilla y León, el procedimiento no parece ser el más coherente con el espíritu de conservación, pero como cada maestrillo tiene su librillo, respondemos con una mirada de escepticismo absoluto, y él nos propone brindar con cava. Nuestra cara es un poema. Él no parece enterarse del alcance de lo que ha sucedido o pretende vendernos una imagen de normalidad absoluta y se pone a realizar una entrevista narrando sus viajes por El Cairo, Nigeria, etc.
La verdad es que para ser, como afirmó él mismo varias veces, la primera vez que le sucede (no se entiende esto tampoco ¿la primera vez que aterriza así de normal ?) actuaba con tal flema que parecía que le pasase a diario. Cuando finaliza, vuelve a proponernos brindar con cava; le respondemos que lo deje para mejor ocasión. Pide, entonces, besitos a diestro y siniestro. Repite la historia de la decisión de aterrizar, casi para convencerse más a sí mismo que a nosotros. Habla por teléfono y, a continuación, nos pide que le abonemos el segundo plazo del vuelo. No nos lo creemos. Le decimos que sólo si nos entrega la factura; indica, sonriente, que no lleva nada para hacernos siquiera un justificante de pago. Le reprochamos su falta de diplomacia y su pérdida absoluta del sentido no sólo de la oportunidad, sino incluso de la realidad. Afirma estar preocupado por la responsabilidad y sentirse culpable. Pensamos que, después de todo, también él ha sufrido el accidente con nosotros y probablemente esté asustado. Intentamos tranquilizarlo y, para nuestra sorpresa, empieza a interesarse por si una de las pasajeras tiene o no novio. En fin, todo un cúmulo de despropósitos sólo salvado por la actuación de Antonio.
Salimos del globo todos excepto Julián, quien, con la cara desencajada de dolor, afirma que no puede moverse. Mientras, el piloto está pidiendo besitos a… ¿otra encina? No, a una pasajera que se ha visto "acariciada" por todas las ramas de todas las especies arborícolas de la zona. Sacamos entre todos a Julián. Antonio acude alarmado y traslada a Julián. Dos pasajeras que han visto el estado de la pierna, convencidas de que se la ha roto (y así era, en efecto), nos aconsejan que lo lleven directamente a Zamora. Dos amigos de dos pasajeros, informados por teléfono, llaman al Centro de Salud de Bermillo de Sayago, y son los que nos socorren en un primer momento y, después, cuando llegan a la zona, nos trasladan hasta los coches. El piloto nos comenta, como de pasada, que ha decidido aterrizar y no le ha dado tiempo a informarnos; no nos dijo, siquiera "¡agachaos!" mientras maniobraba para recuperar altura, y nosotros tenemos la impresión de que ha sido un leñazo (y nunca mejor dicho) en toda regla. Pero él insiste en que vio el paraje apropiado para el aterrizaje y, en previsión de que se levantase más viento, lo decidió precipitadamente. Miro a mi alrededor y veo: un bosque de ¿fresnos? a nuestra espalda (el que amortiguó/precipitó nuestra caída), un cercado de piedras que se ha cargado la barquilla, un árbol tronchado que se ha quedado besando (quizá en venganza por nuestros besos a sus hermanos) la barquilla, un roquedal, la carretera… Veo todo esto y le comento, con toda la sinceridad de que soy capaz: Hombre, reconoce al menos que esto muy planificado no ha sido. Él insiste en que sí, en que este aterrizaje precipitándose en picado contra el arbolado de la zona, ha sido el que él ha considerado oportuno. Pienso que, tratándose de un vuelo subvencionado por la Fundación Patrimonio Natural de Castilla y León, el procedimiento no parece ser el más coherente con el espíritu de conservación, pero como cada maestrillo tiene su librillo, respondemos con una mirada de escepticismo absoluto, y él nos propone brindar con cava. Nuestra cara es un poema. Él no parece enterarse del alcance de lo que ha sucedido o pretende vendernos una imagen de normalidad absoluta y se pone a realizar una entrevista narrando sus viajes por El Cairo, Nigeria, etc.
La verdad es que para ser, como afirmó él mismo varias veces, la primera vez que le sucede (no se entiende esto tampoco ¿la primera vez que aterriza así de normal ?) actuaba con tal flema que parecía que le pasase a diario. Cuando finaliza, vuelve a proponernos brindar con cava; le respondemos que lo deje para mejor ocasión. Pide, entonces, besitos a diestro y siniestro. Repite la historia de la decisión de aterrizar, casi para convencerse más a sí mismo que a nosotros. Habla por teléfono y, a continuación, nos pide que le abonemos el segundo plazo del vuelo. No nos lo creemos. Le decimos que sólo si nos entrega la factura; indica, sonriente, que no lleva nada para hacernos siquiera un justificante de pago. Le reprochamos su falta de diplomacia y su pérdida absoluta del sentido no sólo de la oportunidad, sino incluso de la realidad. Afirma estar preocupado por la responsabilidad y sentirse culpable. Pensamos que, después de todo, también él ha sufrido el accidente con nosotros y probablemente esté asustado. Intentamos tranquilizarlo y, para nuestra sorpresa, empieza a interesarse por si una de las pasajeras tiene o no novio. En fin, todo un cúmulo de despropósitos sólo salvado por la actuación de Antonio.
A
Julián lo atiende el equipo médico de Bermillo y es trasladado en
ambulancia hasta Zamora con una fractura de tibia y peroné. Antonio
llama enseguida para interesarse por él (lo hará en varias ocasiones y
siempre interesándose exclusivamente por el estado del herido y dando
ánimos); el piloto no lo hace hasta muchas horas después. El responsable
de la empresa (Anulfo González) sólo reclama el pago del segundo plazo y
sus palabras nos transmiten una inseguridad tremenda respecto a la
posibilidad de que no viajásemos asegurados. Nos dice que para
extendernos la factura deberíamos desplazarnos hasta Madrid. En ningún
momento se persona allí ni informa sobre la titularidad de la empresa
aseguradora o el tipo de cobertura de la misma. No ofrece apoyo siquiera
humano, no asiste ni al herido ni a sus familiares,… Eso sí, ofrece
unas declaraciones en las que
informa de que el segundo vuelo fue perfecto. No me extraña ¡el día
anterior le habíamos dejado calva la comarca de Sayago!
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