Recuerdo cuando niño
robaba mandarinas
redondeces de oro
que una dulce vecina
cuidaba de mis garras,
mis garras asesinas,
como quien cuida al tiempo
que no arruine la vida.
Yo esquivaba en la siesta
la leve ligustrina,
sobornando a su perro
con sobras de cocina
y entraba al terrenito
de doña Catalina
que dormía sus sueños
tras pesadas cortinas.
Alzaba mi tesoro
y escalaba la encina.
Después, con un silbido,
le avisaba a Cristina
y comíamos juntos
y ella a veces reía
con risa transparente
y fulgor de aguamarina.
Silbo de vez en cuando
para ver qué sucede,
aunque hace tantos años
que talaron la encina
y, aunque no me lo crean,
a veces siento risas
y un perfume en el aire
como de mandarinas.
robaba mandarinas
redondeces de oro
que una dulce vecina
cuidaba de mis garras,
mis garras asesinas,
como quien cuida al tiempo
que no arruine la vida.
Yo esquivaba en la siesta
la leve ligustrina,
sobornando a su perro
con sobras de cocina
y entraba al terrenito
de doña Catalina
que dormía sus sueños
tras pesadas cortinas.
Alzaba mi tesoro
y escalaba la encina.
Después, con un silbido,
le avisaba a Cristina
y comíamos juntos
y ella a veces reía
con risa transparente
y fulgor de aguamarina.
Silbo de vez en cuando
para ver qué sucede,
aunque hace tantos años
que talaron la encina
y, aunque no me lo crean,
a veces siento risas
y un perfume en el aire
como de mandarinas.
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