Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

domingo, 4 de noviembre de 2007

CRECER VA POR DENTRO (R. Creek)





Crecer no es cumplir años. La medida de tu longevidad no viene dada por un cuantificador de velas en la tarta, sino por un cuantificador de personas, paisajes, momentos... que conoces a lo largo de la vida.

Curiosamente, cuanto mayor es tu red de conocidos y cuanto mayor es tu experiencia conociendo, más te das cuenta de lo similares que somos y, paradójicamente, más eres consciente de que no hay ni un ser humano etiquetable, porque no existen dos seres iguales, ni dos momentos idénticos, ni siquiera dos estados de conocimiento (dos túes más tus circunstancias) comparables.

Cuando somos niños necesitamos convenciones, necesitamos etiquetas, necesitamos saber que vivimos en un mundo estable e inmutable: necesitamos sentirnos seguros. En la niñez conocemos dos clases de personas: buenos y malos. Los buenos son nuestros cercanos, quienes colman nuestras necesidades vitales, sobre todo la afectiva, que es la más vital de todas las necesidades. Nuestra inmadurez (tengamos la edad cronológica que tengamos) nos hace sonreír a ese extraño que huele como mamá, y por tanto es bueno, y nos hace rechazar a ese otro que cuando sonríe creemos que nos enseña la noche, sin ser capaces de ver que nos muestra, con ella, la luna. Cuando niños necesitamos creer que la mesa de clase mide exactamente 5 palmos, y que siempre medirá 5 palmos, lo mida quien lo mida (incluso nosotros mismos dentro de unos años). Nos aferramos a "certezas inamovibles", necesitamos creer que un metro es un metro aquí y en La Habana. Ni comprenderíamos ni soportaríamos la arbitrariedad de que el primer metro estaba errado por basarse en la planitud de la Tierra, y que el único metro que mide un metro exacto es una barra de metal conservada en algún museo, y que eso es así porque así se decidió por decreto ley. Cuando crecemos, no sólo soportamos, sino que creemos en la relatividad, y somos capaces de convenir, siguiendo nuestra propia ley, que sea el contorno de la cintura del ser amado el que dé la medida exacta de la longitud de un metro.

El universo es reducido cuando somos niños y hay que nombrarlo para re-conocerlo. Crecer por dentro supone haber visto (pero visto de verdad, con los siete mil sentidos, y no sólo con el de la vista) tantos ojos como para sostener en las tuyas unas pupilas que te recuerdan a otras, y, sin embargo, saber que las miradas son únicas e inatrapables. Supone paladear una conversación y saber que, como el de la naranja, es un gusto inclasificable, porque jamás va a ser comparable el momento de sed en que empapas tus sentidos con su zumo.

Cuando creces de verdad no revientas las costuras. Al contrario: desaparecen los límites y las estrecheces. El mundo se vuelve infinito e inconmensurable y no necesitas nombrarlo, medirlo, constreñirlo, encajarlo: sabes que es mucho más importante y útil palparlo, aspirarlo, ensalivarlo, engullirlo, incorporarlo,… sentirlo con mayúsculas.

Crecer es volverse niño, pero niño que no busca ser "adulto" y conocer un mundo único, niño que conoce la ciencia y elige la magia, que sabe que la razón no es el equivalente de la lógica única, sino la verdad acrisolada del saber tamizado por los afectos; niño, en fin, que sabe que sólo en la niñez está la verdadera grandeza.

Cuando conocí a Urriellu bíblicamente (esto es, por sus biblos o papiros : P) pensaba que era un anciano sabio y filósofo renacido a la niñez. Eso pensaba. Y eso mismo pienso hoy, que lo conozco un poquito más y sé que sus velas no desprenden tanto humo como para hacer toser a Ana, ni siquiera un poquito.

DE AVISPEROS Y COLMENAS (R. Creek)


Huyo de los avisperos. Las avispas pican por picar, se alimentan del hinchazón ajeno. Del dolor. Para crecer(se) convierten, a quien es vulnerable a su veneno, en vulnerado por él. Sólo atraviesan la dermis (eso creen) y no miden si la consecuencia será un simple prurito o todo un shock cardíaco.



Casi siempre he vivido en un avispero. Avispas familiares, avispas filiales, ignotas avispas, y, las que dolían más: avispas pericardiales. Por eso he aprendido a huir de ellas. Mi organismo, además, ha creado contra sus picaduras, mecanismos de defensa tales como la callosidad, el endurecimiento absoluto, y hasta casi la insensibilización. Suelo reconocerlas cuando llegan a mi vida; me enfundo, entonces, el traje de apícolastronauta y las evito sobrevolándolas. A veces no. A veces me pillan desprevenida y sufro ¡qué remedio! mientras se alimentan de mis hiper e hipotensiones, mis algias, mis –itis,… mis padecimientos todos hasta el infarto. Sí, el infarto. Porque, después de un número determinado de picaduras, mi corazón se niega a volver a latir por nada.



No puedo con las avispas. Acaban conmigo, me matan, cuando no por sus picaduras, agotada en mis vanos intentos de protección o de huida. En cambio, como le sucedía a Idgie, soy buena encantandora de abejas. De hecho, yo más abeja que nada: sólo pico cuando estoy realmente amenazada y, cuando lo hago, es para matar la relación, y morir con ella. Por eso prefiero a mis semejantes. Prefiero un dolor insoportable y mortífero una sola vez que una agonía constante de la que, cuando parece que voy a resucitar, es sólo para recibir aún una tanda más de aguijonazos inopinados e inesperados.

Sí, a mí denme una abeja y endulzaré melíficamente el mundo.