Ayer volví a recorrer el camino hacia el pueblecito de mi infancia. Siempre me ha dado pena volver (excepto cuando vino la Peña Alcohólica Gaditana). Me sucede en otros sitios y/o situaciones, pero especialmente allí: como una nostalgia de niñez perdida, de tiempos irrecuperables, de alma en pena. A esa tristeza se une, desde hace dos años, la de otra pérdida más, y así voy recorriendo todo el camino con una voz interior que hace que se me desangre el corazón de pura compresión. Todo lo pesado que se nos hacía por repetirnos siempre lo mismo, hace que ahora no pueda evitar escucharlo siempre, distrayéndonos con verdades o con tomaduras de pelo: la mina de Golpejas, casi única porque es a cielo abierto: ¿y de qué es, papá? ¡ah, pues yo qué sé! ¿cómo voy a saberlo? se conoce que en su día fue muy importante,... de arena será... Villarmayor, donde había que encontrar a la Guardia Civil escondida antes de que te encontrara a ti. El desvío de Ledesma, donde tocaba la cantinela del compañero que atrochaba por allí, pero que no sabía él si era cierto que se ahorraba tanto porque nunca le había dado por cogerlo, hasta que eligió probarlo ¡YA! aunque tuviese que frenar el autobús de línea para no tragarnos; pero también el pueblo de un nefasto recuerdo para siempre, el pueblo en el que pasamos una tarde de risas para regresar y encontrar a un hombre a quien había secuestrado la Risperidona para no devolvérnoslo jamás. En contraste, Villar de Peralonso y su gente siempre en fiestas, pasásemos en enero o en septiembre, ¡Mira, otra vez están en fiestas! nos decía riéndose y dejándonos alucinados y llenos de preguntas y propuestas para trasladarnos allí a vivir. Y todo porque jamás se tomaban la molestia de retirar unos banderines más castigados por el sol que las dunas del desierto. Ya no están los banderines, como tampoco están ya nuestras almas de fiesta cuando lo atravesamos. Vitigudino, donde siempre nos recordaba que le dio el nombre al Viti y el trágico accidente en el que un conocido atropelló y mató a un niño en bici. El cañito de Bebeyvete ¿ves? ¡siempre tiene un hilito! ¿has visto, has visto? Y había que parar. Siempre. A pesar de la curva y los sustos de mi madre. Y aunque ya no está en la ruta (la desviaron mucho antes de que él nos dejase), nosotros siempre lo vemos. Todos. Y lo nombramos. Y la cuesta hacia la calle Peligros, donde hay que pitar dos veces, aunque ya no sea necesario. También pité esta vez, haciéndole un brindis al cielo, y el muy cabrito hizo aparecer tres coches seguidos por los que tuve que esperar.
 |
©Alberto Arroyo |
He saltado el que da nombre al relato, Zafrón, donde también hay que pitar dos veces. En Zafrón se frena bruscamente porque empiezan, simultáneamente, una curva cerrada y el pueblo. Lo más fascinante es que detrás de la curva, indefectiblemente, está el hombrito de Zafrón sentado en el poyete de su casa, a la fresca o a la solana. E indefectiblemente también, el hombrito de Zafrón levanta el brazo derecho para saludar y nosotros le respondemos con un pitido doble y con nuestras manitas agitándose hasta que lo perdemos de vista. Creíamos siempre que conocía a mi padre, y nos encantaba verlo y saludarlo. Cuando, de adulta, he vuelto a pasar con otros compañeros, he visto que el hombrito de Zafrón es un lugar común: todo el que haya pasado con frecuencia por allí, espera verlo y saludarlo. Y todos sentimos una corriente inmensa de simpatía hacia él, por el mero hecho de que nos lleva saludando toda la vida. Nos ha saludando yendo a fiestas, viniendo de entierros, esperando con ansia la Navidad, volviendo encantados con los regalos de Reyes, yendo a celebrar cumpleaños casi centenarios, volviendo del trabajo... Es de nuestra familia. Y cuando no lo vemos, especulamos: hoy hace mucho frío, estará malito, se lo habrá llevado algún hijo... Y nos alegra inmensamente volver a verlo cuando internamente, sin verbalizarlo, habíamos temido lo peor.
El hombrito de Zafrón no está. Desde que se fue mi padre, he vuelto a recorrer esa ruta con frecuencia y no lo he visto más. Y a la angustia que arrastro todo el camino de ida y todo el camino de vuelta, se le une la pena de no poder saludar pitando dos veces en Zafrón. Seguro que mi padre lo hará por nosotros, donde quiera que estén los dos. Pero, por si acaso, y para que vuelvan, o para que me oigan, como yo los sigo oyendo/viendo a ellos, yo también seguiré pitando dos veces.