Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

miércoles, 1 de abril de 2015

UN SALMÓN EN LAS NUBES. A VECES BASTA UN EMPUJÓN (V) (R. Creek)


Nací, salmón, en un río que no era mi hogar “natural”. A diferencia de mi grupo de edad, que parecía aceptar como normal esa situación, yo enseguida quise rebelarme y salté, salté con todas mis fuerzas. A ojos de todo el mundo no me sirvió de nada, puesto que volví, en segundos, al origen del lanzamiento (al parecer lo llaman gravedad). Pero sucedió algo que, si lo supiera Lorentz, el efecto mariposa se vería desplazado definitivamente por el efecto salmón: vi el cielo. Sí, no había sido ésa mi motivación de salto, yo sólo quería salir de ahí, donde nada me resultaba cómodo, pero esa visión maravillosa condicionó toda mi vida y encadenó las cosas de tal manera que terminé afectando la vida de cientos de seres más y, a su vez, la de miles, y... hasta el infinito. Y para siempre.

Cuando uno ha visto el cielo, ya no puede aspirar a otra cosa. Vuelves al mar, convives con los tuyos, pero el peso de lo que nunca podrás alcanzar te acompleja, y el deseo de escapar de tu origen y de los tuyos te llena de culpa. Es más que triste: es trágico que lo único que desees hacer en la vida sea lo único que no puedes hacer en la vida. O quizá sea al revés: quizá, en mi telaraña insoportable de complejos y culpas, llegué a convertir en mi razón de ser justo aquello que, a priori, era lo más inalcanzable, lo imposible. Volar.

No fueron pocos los especialistas y profanos que, examinando mi caso, desaconsejaban e incluso prohibían mi vuelo. Unos alegaban que mis aletas emocionales no me sostendrían, otros argumentaban que sería mi visión binocular la que truncaría mis sueños, otros detectaban mis pesados lastres y lo consideraban un peligro para todos.

Pero a esas “alturas” mi deseo era ya una obsesión y, cuanto mayor era el obstáculo, mayor mi determinación. Hasta la ceguera enfermiza, lo reconozco. No me importaban las consecuencias. Sólo veía que navegaba contra corriente, callando la boca a todo el que me decía que no iba a poder, río arriba, dispuesto a fecundar un vuelo. Los consejos y los “imposibles” eran mi gasolina. Me exaltaba sobremanera cuando venían de mis seres queridos. ¡Et tu, Brute! -les gritaba irritado mientras los abandonaba siguiendo mi curso, sorteando guijarros, devastando rocas, pulverizando moles de piedra que se me ponían en medio.

Creía estar por encima de todo, dando una lección magistral, engreído, crecido, salmón de 7 libras, en lo alto del río. Y solo. Me proyectaba hacia el cielo un metro, metro y medio ¡tres metros! Volaba. Al fin y al cabo, volaba. Contra todo y contra todos, volaba. Pero solo. Y aún había envidiosos que me decían que eso no era volar, que parecía un tomate más que un salmón. Mis seres queridos también conspiraban: querían que viese que eso no podía durar, que no podía acabar bien. ¡El mundo contra mí! Y yo contra el mundo. Solo. Quizá no tan feliz como esperaba. Pero triunfador. Y, como todos los salmones de éxito, Rockefeller, Howard Hawks (mi héroe),... amenazado por todos y, por ende, solo y enemigo de todos.

Me acostumbré a ello. A tenerlo todo en contra. A que el universo conspirara contra mí. Me acostumbré y no importó. Viví así, a contracorriente, a contralagente, y no pasó nada. Estaba inmunizado: estaba haciendo lo que quería (qué más da si era o no lo que debía) y nada ni nadie iba a cambiar eso. Estaba feliz y confiado en mi vida de logros. O al menos eso les demostré y me demostré. Era capaz de todo. De todo. De todo... menos de la frustración o el fracaso.

Para todos era un salmón con éxito social, un ganador, un ser afable que había escalado por encima de sus posibilidades. Pero para los que me intimaban había algo inquietantemente frágil en mí que les llevaba a tenderme sus manos en señal de auxilio. Yo los ahuyentaba a gritos y aletazos, lo que pasaba a engrosar ese lastre de mis culpas y complejos del que nunca conseguía librarme. Ni siquiera aliviaba la carga pidiendo perdón. La aumentaba de nuevo. No quería estar solo, pero parecía ser la única forma viable de vida. Les echaba de mi vida para, al instante, echarlos de menos y buscarlos. Una y otra vez el mismo ciclo. El ciclo vital de un salmón egocentrado.

Un día llegó una de esas manos salvadoras en forma de descanso obligatorio. La mano que me dio el empujón que a veces basta. Lejos de tomármelo como una oportunidad de cambio, lo cogí por donde siempre: otra roca que pulverizar. Otra vez a demostrar que soy capaz de todo. De todo. No tenía ni idea de cómo lo iba a lograr esta vez. Me bastó un gesto tonto que no me esperaba en absoluto: mi compañero de travesía me dejó solo unos segundos. Solo. Como me había dejado ella tras anunciármelo tantas veces. Solo. Solo para resolverlo todo. Solo. Acompañado de 149 personas y solo. Solo en mi último salto-vuelo. Rodeado de voces de pánico y, no obstante, en el silencio más absoluto. Casualmente en el mismo lugar donde empezó todo. Cerrando un ciclo. El ciclo vital de un salmón que, solo y sólo, soñaba “volar” y a quien poco importaban los sueños o vuelos ajenos. Un salmón que, para no cambiar su ruta, cambió para siempre la de un centenar y, con la de ellas, la de un millar, y... así hasta el infinito. En un instante. Y para siempre. Bastó un empujón.


Para aquéllos a quienes les arrebató los sueños en un instante y tanto se llevaron de nosotros, pero también tanto nos dejaron: 




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