Me voy. Me voy. Me voy... -repetía como un mantra/tantra cada vez que Marte parecía encontrar a Venus y no era ella el centro planetario.
Lo repetía pero no dirigiéndoselo a los dioses, ni
siquiera a cualquier otro oyente de la docena que había disponibles,
ni siquiera a Marte fastidiándole el inicio del romance, que era, en
realidad lo que traducía mentalmente ese mantra. Me lo repetía a mí. Sabía bien, incluso la primera vez, quién era susceptible de terminar con el cuello perforado.
Las
primeras veces yo leía entre líneas y la acompañaba hasta el
alojamiento sin decir nada, sólo para dejar de oír esas dos
palabras machaconas que se convertían en rosario insoportable que
hacía huír mi alegría. Yo también tenía un mantra-tantra mental
que deseaba gritar y, no obstante, reprimía: ¡Pues vete!
Cuando volvía con los demás después
de acompañarla mi humor no era el mismo: estaba enfadada conmigo
misma por ceder a una situación tan absurda, de modo que en las
siguientes ocasiones (oh, sí, ¡hubo otras!, ninguna vergüenza o culpabilidad por su parte) le devolví mi oración delicadamente: Pues vete.
No me sirvió de nada. Ella era más persistente con ese Mevoymevoy... que jamás se traducía en un inicio de la marcha. Yo terminaba acompañándola, como
idiota, a sabiendas de que el argumento de su protección era de lo más insolidario: ¿qué había del hecho de que yo volviese sola tras llevarla?
Lo peor es que mi energía empezaba a apagarse con su letanía mevoymevoymevoy... y no podía escapar del mordisco ni llevándomela de allí ni con la inacción: el estado de ánimo que me provocaban ambas cosas (salir del entorno de alegría o escuchar hasta el infinito la queja insoportable) era similar y perdía irrevocablemente cualquier atisbo de chispa o luz. Para colmo, el efecto desenergizante duraba incluso cuando ella ya había salido de mi espacio vital. Sus secuelas eran bastante más eficaces que la propia mordida.
Intenté varias defensas contra ese bocado y nunca resultaron. Al contrario: viendo su eficacia, se creció y empezó a dentellearme de mil maneras, desde minar cada una de mis virtudes verbalizándolas como taras, hasta intentar dinamitar mis relaciones, especialmente el vínculo indisoluble con Marte. La consecuencia se convirtió, a la vez, en antídoto: el ajo drástico y definitivo de que me aprovisioné fue no volver a dejar que entrase en mi vida.
A la vez que escribo esto, la casualidad hace que reciba un mensaje que me recuerda algo: Además de vampiros, existen en nuestras vidas personas que, cuando menos o más te lo esperas, y seguro que cuando menos te lo mereces, hacen que el simbolito del power muestre un overload.
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Rafael Bellicanta |
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