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©RAS |
Una mecedora blanca, algunas diosas de
escayola en el jardín, las paredes de la terraza pintadas con cal,
una parra de sombra amorosa, libélulas y campanillas moradas en la
alberca, las persianas verdes, cortinas que inflan la brisa durante
la siesta, sonido de una mosca vibrando en la penumbra, el
Mediterráneo en la ventana.
El viejo arcón despide un perfume de
ropa almidonada y en el mármol del aparador hay un botijo de agua
fresca. Una camisa de hilo, un sombrero de paja, unas sandalias
grecolatinas, el pantalón impregnado de salitre, la piel quemada.
Nada existe más hermoso que habitar
una aseada pobreza junto a la mar, olvidado de todos, habiéndolo
olvidado todo. Escuchar las olas de púrpura que resuenan en torno a
la quilla cuando uno navega al atardecer y contemplar las velas
ligeras que se confunden con la imaginación o el pensamiento.
Crepúsculos en el malecón, marineros
semejantes a Telémaco, ninfas de rubias trenzas tan bellas como una
deidad vestidas de lino y adornadas con collares de frutas, aroma de
brea en el puerto de pescadores, gritos de hembra solariega en el
mercado de verduras, cuentas de Pitágoras en la lonja alrededor de
las cajas de langostinos.
Todos los barrancos de este litoral son
deslumbrantes, abren un ojo azul al Mediterráneo, están llenos de
espliego y alacranes, pero en los huertos también cantan las
acequias. Es necesario creer en Dios cuando en esta tierra se dan
habas tan tiernas, lechugas con el corazón de nieve, alcachofas
parecidas al cetro de Agamenón, tomates dulces como la sangre de una
doncella?
Se trata de huir detrás de un sueño
para encontrar una mecedora blanca y balancearse en ella bajo una
parra, junto a la mar, hasta que las ideas sean idénticas a la luz
que en cada momento percuta tu cabeza. Dejar pasar las horas,
desechar cualquier ambición, vivir el sol en medio de una elegante
austeridad, tomar aceite de oliva, andar descalzo sobre la sal,
navegar en aguas de dulzura y no desear nada sino amigos y ensaladas
de apio.
He aquí el inventario de mi fe.
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