Tenía 6 años y esperaba que mi madre saliese de la cárcel y me diese todos los besos que me debía. Pero yo no sabía que estaba presa. Ni siquiera sabía que yo también había estado presa. Sólo sabía que no estaba conmigo, que notaba un agujero enorme y creciente un poco más arriba del estómago. Y esa información parcial me hacía comportarme como un diablo con mi abuela, con los otros niños, con mis maestras, con los demás adultos, con mi madre, con sus vecinas, con la farola, con el quiosquero, con su gato, con el árbol gordo, con mis zapatos... con mi abuela, sobre todo con mi abuela, sustituta de mi madre sin mi permiso.
Cuando soltaron a mi madre, aún fui peor: fui la hydra desatada en cólera aparentemente inmotivada. La había esperado tanto y tanto, con tantas y tantas ganas,... que ahora que estaba conmigo me sabía a poco. A nada.
Lo peor aún estaba por llegar porque, casi inmediatamente, me supo a demasiado: Casi inmediatamente llegué a esa edad de procesar los retazos sueltos escuchados en murmullos o a voces, en el pasado, en el presente y, adivinaba, en el futuro: tu mamá mató a un niño; el único pecado de tu madre ha sido ser pobre; tu mamá es buena, me lo ha dicho la mía; ¿qué habrá hecho para que la sacaran tan pronto?; ¿cómo es posible que la hayan condenado?; calla, calla, que la ahí viene la hija de la sinvergüenza-ingenua-pervertida-asesina-santa-marimacho-pobrecita-buscona-inocente-... Y yo la odiaba, la quería, la buscaba, la idolatraba, la maltrataba, la besaba, le pegaba, la necesitaba...
Y nadie se ocupaba nunca de completar esos retazos. Nunca. "Habrás oído mal"; "No inventes"; "¿Quién te ha dicho eso?... ¡Maldita desgraciada! No le hagas caso, no saben de qué hablar"; "Tú de lo que te tienes que preocupar es de estudiar"; "Me ha dicho mi madre que no te diga nada"; "Te he dicho mil veces que no pases por ahí"...
Había un secreto gordísimo que yo no debía conocer y no paraban de contármelo a gritos, constantemente, sin tregua, de mil formas, sin darme opción de ignorarlo. Y yo estallaba. Mi corazón estallaba. Mi cabeza estallaba. Y ya no sabía si la cabeza me hacía estallar el corazón o si era al revés.
Por eso agradecí, agradezco y, adivino, agradeceré siempre el día en que alguien se sentó a mi lado e inició lo que parecía un cuento, pero de los de verdad.
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Foto de Diego Barcala |
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