Mi abuela era como la escarcha: tan dura como frágil. Como la escarcha, se derretía fácilmente bajo un abrazo. Como la escarcha, transmitía más calor que recibía (y recibió centrales térmicas y solares como para derretir Plutón), pero -escarcha, como digo- sólo si permanecías el tiempo suficiente en su contacto. A mi abuela le brillaban los ojos en sonrisa como brilla la escarcha bajo el sol. Y, como todas las capas heladas, ocultaba secretos de los que nunca nos habló, dolores desgarrados que nunca compartió, lágrimas congeladas que jamás lloró ante nosotros, sucesos que la aterieron de un frío gélido que le congeló el recuerdo, o quizá el olvido.
Abuela Escarcha contaba a menudo cómo tuvo que “resignarse” a dejar el colegio por prescripción facultativa. Lo contaba tal cual: Estuvo un tiempo enferma y el médico le dijo al abuelo (no la crió su padre, pero eso no lo supe hasta mucho tiempo después) que lo que la enfermaba era la escuela, así que le prohibió volver, y mi pobre abuela tuvo que "ponerse a trabajar". ¿Y de qué trabajabas, abuela?-preguntaba yo sin salir de mi asombro, pues no sabía si alegrarme por ella o compadecerla. De niña siempre me alucinaba esta historia y mis cavilaciones, aunque infinitas, no eran nunca suficientes como para llegar a averiguar en qué modo la escuela podía ser causa de una convalecencia que se curaba trabajando; pero lo que más me asombraba era que un médico llegase a recetar no volver allí en la vida. No paraba de darle vueltas, y a ella la acribillaba a preguntas, pero se encogía de hombros y afirmaba no saber ella tampoco por qué, revistiendo el suceso, como siempre hacía, de un halo de misterio, eso sí, remarcando siempre que tuvo que trabajar de pastora. ¡Qué cosas pasaban antes! ¡Un médico recetando trabajo a una niña y prohibiéndole ir a la escuela! Era algo que se me quedaba siempre tan grande que, año tras año, le pedía que me contase la historia, por si la primera vez no la había entendido bien. Nunca dudé de su palabra ni de su sacrificio, no en vano mi abuela era una lectora incansable, incluso cuando tuvo tele no paró nunca de leer (y de pegarse las patillas de las gafas con esparadrapo por no desprenderse de ellas en espera de la reparación). Pensaba que me quedaría sin la solución del enigma de la prohibición, incluso llegué a asumir que no había explicación alguna, y que, como sucede tantas y tantas veces, las cosas del pasado difícilmente encuentran motivos reales en el presente, sólo elucubraciones que tranquilizan momentáneamente nuestra mente inquisitiva.
Abuela Escarcha nos quería, pero, de niños, nosotros no siempre lo sabíamos. Sólo sabíamos que era quien nos obligaba a dormir la siesta ¡a nosotros, que jamás nos acostábamos ni de noche si no nos llevaban de una oreja! Ignorábamos que sólo quería librar a su nuera, mi madre, del yugo permanente de cuatro niños esclavizantes para que pudiese disfrutar de dos horas de toros. Pero habían de pasar años antes de que nuestras pupilas adaptaran la imagen de nuestra carcelera para la insospechada visión de libertadora de nuestra madre. Nosotros, acostados en esas camas inmensas de colchones de lana que nos engullían literalmente, nos lo pasábamos de miedo imaginando cómo se le caía una piel de plátano mientras llevaba los cacharros a la cocinita "chica" y se caía de culo en el escalón. Cuanto más temíamos que viniese a reñirnos, mayor era el nivel de risa, primero contenida e, inmediatamente, en explosión de carcajadas llorosas. Por supuesto, con una voz que nos arrancaba la risa de cuajo, llegaba lo que temíamos: su "como vaya...". Nosotros la creíamos capaz de cualquier cosa, ése era su poder. Y nunca nos había puesto (ni nos puso jamás) la mano encima. Pero, teatrera como era, habíamos visto cómo llevaba de la bodega al comedor un embudo tremendo de aceite, mayor que nuestras cuatro cabezas juntas, para obligar a mi hermano a comer, bajo la amenaza de que, si no lo hacía por sus medios, lo engulliría a través del embudo. Hasta años después se nos escapó siempre esa risita de sus ojos que hacía que nadie interviniese. Hasta años después, como digo, la creíamos capaz de cualquier cosa, para obligarnos, pero también para salvarnos: no había ente en el callejón o en el pueblo que se atreviese a tocarnos un pelo. ¡Ni siquiera nuestros propios parientes! Ella salía por el corral y primero disparaba (verbalmente) y... ¿luego? ¡nunca! preguntaba. Sabía que la razón era nuestra. Y si no lo era, para cuando lo fuese.
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