Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

viernes, 5 de junio de 2009

UNA PRIMERA VEZ (R. Creek)


Ha sido nuestra primera vez, y ha sido con Taratuto, Un novio para mi mujer. Llevábamos todo el finde dándole vueltas a lo único -el amor como necesidad básica- y aquí encontramos alguna (no todas, ni mucho menos) respuesta. La hilaridad nos atacó a traición y tuvimos que reír, claro, aunque no tanto como con la teoría que ese mismo día descubrió Marta acerca de los orígenes de la humanidad; no sólo la descubrió, sino que la desarrolló ante los atónitos ojos de un Cancho más que sabedor de los orígenes del hombre, y que no terminaba de creerse que, lejos de ser hijos de África, TODOS SOMOS GALLEGOS. ¡Todos! A este creador de expresiones como genio involuntaria le resultó no del todo creíble que sus amigos de toda la vida fuesen "también" gallegos, pero la seguridad con que ella le expresó que sí, que todos venían de allí, creo que lo dejó sin armas con las que rebatirla. Mientras, mi cara era estrictamente de póker, sabedora de qué es lo que había desencadenado toda esa teoría. Silbé, miré un poco al techo, como buscando Galicia en un globo terráqueo imaginario, y de este modo pude contener el primer impulso de mi cara, que fue el de desorbitar las cuencas y abrir la boca en forma de alarma.




Me ha gustado. No tanto como No sós vos..., pero me he reído. Hay escenas impagables, como el primer encuentro con Cuervo López (para mí se ha quedado así, Cuervo López, como el Lobo de Kiko, a quien tanto se parece); en realidad cada uno de los encuentros con Cuervo Flores son impagables: el de la azotea, el del WC, ¡¡el de la feria estando él disfrazado de mascota!!


Es agridulce, da que pensar, sobre todo respecto a lo que vengo observando hace tiempo (no sobre los orígenes gallegos de la humanidad, no) sobre que un hombre nunca corta una relación: se limita a propiciar todas las situaciones y premisas que sabe que llevarán a su pareja a darle fin. La película es un himno a esa teoría. Pero también responde a la pregunta de Patati: ¿se puede alguien volver a enamorar de una mujer/hombre del/la que se ha desenamorado? Pues, evidentemente, nuestra mirada hacia el otro puede cambiar sin que el otro cambie. En la película ella cambia, pero voy más allá y pienso que ni siquiera hace falta un cambio en el otro: la mirada de un tercero revelándonos que es tremendamente deseable esa persona que a nosotros nos había desapasionado por completo puede llevarnos a recuperar nuestra primera mirada. 



La Tana Ferro me gusta. Me gusta sobre todo cuando dice que ella creía que él la iba a amar siempre, que con él podía ser ella misma, pesimista, pejiguera, quejica... podía mostrar períodos de infelicidad sin que ello supusiese una merma en los sentimientos de quien es tuamortucómpliceytodo.




Yo también soy una ilusa convencida. Como te dije una vez:
Creo que no me resigno a la efemeridad de los afectos mediada o mediatizada por lo efímero de la physis. Mi apariencia no va a cambiar, si acaso a peor. Dentro aún puedo crecer, expandirme, empaparme, embellecerme, embeberme de la belleza misma. ¿No me vas a querer en mis de-cadencias? Me cuesta creerlo porque no quiero que así sea. Quiero aprender a volar cometas para remontar contigo mis estados de ánimo; a manejar halcones para pilotarlos contigo;… pero no me quiero ingravitar las tetas ni puedo ingravitarme el alma. Yo también, como todos, siento a veces una carga pesada que me hace llover de la nube en la que flotaba. Soy humana. Soy mortal. Y necesito que me ames con toda esa consciencia.

ME ENCANTAN. ¡ME EMOCIONAN!

Op zoek naar Maria - Dans in het Centraal Station van Antwerpen


miércoles, 3 de junio de 2009

ABUELA ESCARCHA (I) (R. Creek)


Mi abuela era como la escarcha: tan dura como frágil. Como la escarcha, se derretía fácilmente bajo un abrazo. Como la escarcha, transmitía más calor que recibía (y recibió centrales térmicas y solares como para derretir Plutón), pero -escarcha, como digo- sólo si permanecías el tiempo suficiente en su contacto. A mi abuela le brillaban los ojos en sonrisa como brilla la escarcha bajo el sol. Y, como todas las capas heladas, ocultaba secretos de los que nunca nos habló, dolores desgarrados que nunca compartió, lágrimas congeladas que jamás lloró ante nosotros, sucesos que la aterieron de un frío gélido que le congeló el recuerdo, o quizá el olvido.


Abuela Escarcha contaba a menudo cómo tuvo que “resignarse” a dejar el colegio por prescripción facultativa. Lo contaba tal cual: Estuvo un tiempo enferma y el médico le dijo al abuelo (no la crió su padre, pero eso no lo supe hasta mucho tiempo después) que lo que la enfermaba era la escuela, así que le prohibió volver, y mi pobre abuela tuvo que "ponerse a trabajar". ¿Y de qué trabajabas, abuela?-preguntaba yo sin salir de mi asombro, pues no sabía si alegrarme por ella o compadecerla. De niña siempre me alucinaba esta historia y mis cavilaciones, aunque infinitas, no eran nunca suficientes como para llegar a averiguar en qué modo la escuela podía ser causa de una convalecencia que se curaba trabajando; pero lo que más me asombraba era que un médico llegase a recetar no volver allí en la vida. No paraba de darle vueltas, y a ella la acribillaba a preguntas, pero se encogía de hombros y afirmaba no saber ella tampoco por qué, revistiendo el suceso, como siempre hacía, de un halo de misterio, eso sí, remarcando siempre que tuvo que trabajar de pastora. ¡Qué cosas pasaban antes! ¡Un médico recetando trabajo a una niña y prohibiéndole ir a la escuela! Era algo que se me quedaba siempre tan grande que, año tras año, le pedía que me contase la historia, por si la primera vez no la había entendido bien. Nunca dudé de su palabra ni de su sacrificio, no en vano mi abuela era una lectora incansable, incluso cuando tuvo tele no paró nunca de leer (y de pegarse las patillas de las gafas con esparadrapo por no desprenderse de ellas en espera de la reparación). Pensaba que me quedaría sin la solución del enigma de la prohibición, incluso llegué a asumir que no había explicación alguna, y que, como sucede tantas y tantas veces, las cosas del pasado difícilmente encuentran motivos reales en el presente, sólo elucubraciones que tranquilizan momentáneamente nuestra mente inquisitiva.


Abuela Escarcha nos quería, pero, de niños, nosotros no siempre lo sabíamos. Sólo sabíamos que era quien nos obligaba a dormir la siesta ¡a nosotros, que jamás nos acostábamos ni de noche si no nos llevaban de una oreja! Ignorábamos que sólo quería librar a su nuera, mi madre, del yugo permanente de cuatro niños esclavizantes para que pudiese disfrutar de dos horas de toros. Pero habían de pasar años antes de que nuestras pupilas adaptaran la imagen de nuestra carcelera para la insospechada visión de libertadora de nuestra madre. Nosotros, acostados en esas camas inmensas de colchones de lana que nos engullían literalmente, nos lo pasábamos de miedo imaginando cómo se le caía una piel de plátano mientras llevaba los cacharros a la cocinita "chica" y se caía de culo en el escalón. Cuanto más temíamos que viniese a reñirnos, mayor era el nivel de risa, primero contenida e, inmediatamente, en explosión de carcajadas llorosas. Por supuesto, con una voz que nos arrancaba la risa de cuajo, llegaba lo que temíamos: su "como vaya...". Nosotros la creíamos capaz de cualquier cosa, ése era su poder. Y nunca nos había puesto (ni nos puso jamás) la mano encima. Pero, teatrera como era, habíamos visto cómo llevaba de la bodega al comedor un embudo tremendo de aceite, mayor que nuestras cuatro cabezas juntas, para obligar a mi hermano a comer, bajo la amenaza de que, si no lo hacía por sus medios, lo engulliría a través del embudo. Hasta años después se nos escapó siempre esa risita de sus ojos que hacía que nadie interviniese. Hasta años después, como digo, la creíamos capaz de cualquier cosa, para obligarnos, pero también para salvarnos: no había ente en el callejón o en el pueblo que se atreviese a tocarnos un pelo. ¡Ni siquiera nuestros propios parientes! Ella salía por el corral y primero disparaba (verbalmente) y... ¿luego? ¡nunca! preguntaba. Sabía que la razón era nuestra. Y si no lo era, para cuando lo fuese.