Un libro del siglo XVI rezaba: "los magos dicen que si una persona se frota a sí misma con un diente de león será bienvenido en todas partes y obtendrá lo que desee".

viernes, 3 de noviembre de 2017

"NACEMOS ASÍ, DESPUÉS NOS COMPLICAMOS"


     Hoy he leído la frase del título en una entrada de Gabriel Tizón, acompañando una de sus fotografías, y la he aprovechado para volcar un hormigueo, un comecome... que tengo a veces.



   Todavía me río (con lágrimas incluso) cuando escucho conversaciones de "mis" niños, distintos cada año, y siempre los mismos. Son ellos, pero soy yo también, hace nada. Y fueron mis padres. Y mis abuelos, y mis primeros ancestros... ¿Cómo se tiñe la infancia después de tanta rabia, odio, amargura, resentimiento...? Esa infancia, donde no tenemos nada y somos dueños del mundo, ¿qué o quién nos la roba?

    Apenas llevo dos meses, y ya me he reído escuchando una charla privada entre dos personas de 9 años para quienes, el ritmo del paso del tiempo es taaaaaaaaaaaan lento, que han vivido los 4 últimos años como un adulto viviría 40. Es un aula en la que hay niños desde 3 a 9, por lo que conviven unos con experiencias dirigidas a los otros. En una de esas situaciones, mientras los mayores hacían actividades en cuaderno, los más pequeños estaban almorzando a la vez que visionaban canciones de un método de lectura llamado Letrilandia. La pareja de 9 años inició esta conversación:

- ¡Mira, Mire, lo que nos ponían a nosotros cuando éramos pequeños!
- ¡Es verdad, con la tía ésa! (la cantante, de unos 30 años en los vídeos que ellos vieron hace 4 años).
- Ufff, la tía ésa... Tiene que ser ya una vieja ¡anda que no han pasado años! Tiene que estar hecha polvo.
- A lo mejor ya se ha muerto. (Sin dramatismo. Con la aceptación de los sucesos esperables). 

   Me tuve que dar la vuelta para reírme. Me río también cuando el de 4 me dice que no quiere ponerle mi pelo a un dibujo suyo, calvo de momento, porque yo tengo el pelo "arrugado" (ya es lo último que esperaba que se me pudiera arrugar también), cuando los veo organizar una procesión con destartaladas cajas guardajuguetes al hombro y el pequeño afirma traer las llaves de la misa, cuando les veo convertir una espada hecha con dos trozos de madera apuntalados, en cruz para una tumba improvisada mientras una de 8 años llora (entre risas) con exageración: ¿Por qué, padre, por qué, con lo joven que eras? (lo que se están perdiendo los patios donde el fútbol invade/asfixia todo el espacio físico de recreo) y cuando son piratas, pero con cargos modernos, porque uno es el que guarda el dinero, otro el que hace los planes, etc. Y me río con mis otros niños más cercanos, los de mi familia, de diferentes edades también, con sus estrategias para resolver situaciones, con sus modos particulares de afrontar las cosas, con las risas de Darío tirando torres o corriendo con el patopatopato.

   Me río y, a la vez que me río, miro de cerca al mundo adulto (conmigo dentro) en el mismo entorno, codo a codo con lo que acabo de describir y, sin embargo, en una esfera tan ajena, estresados con papeleos inútiles, suspicaces hasta el extremo con las palabras de otro, a la defensiva, acorazados, apresurados,  amargados, preocupados, grises como los hombres de Momo... viviendo esos 400 años desde el primer visionado de Letrilandia acelerados y sincopados en 4 segundos. 

   Y siento una dulce nostalgia. Una pena profunda. Una envidia infinita.